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Columna
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El 'caso Millet' y sus coartadas

Josep Ramoneda

"Convertir el dinero", para decirlo en palabras de Amin Maalouf, "en el criterio para cualquier respetabilidad, en el fundamento de cualquier poder, de cualquier jerarquía, hace trizas, a la postre, el tejido social". Creo que esta reflexión del último libro de Maalouf viene muy oportuna para el caso Millet. Si acudo a una cita de un escritor libanés es para sacar de entrada el debate de las neurósis idiosincrásicas que tantas energías consumen en Cataluña. Porque el cultivo en el que ha crecido el virus Millet puede tener sus claves locales, pero en lo esencial no es muy distinto de esta conversión del dinero en valor dominante que está produciendo efectos devastadores en los lugares más dispersos. El discurso identitario es a veces tan obsesivo que incluso en la criminalidad se busca la diferencia, lo que conduce a veces a autoflagelaciones ridículas. Puede que sea cierto que el caso Millet simboliza el final del poder de unas familias que tenían una concepción bastante patrimonial del país, pero tengo la sensación de que estas familias hace ya mucho tiempo que están amortizadas.

La envergadura de la estafa y la negligencia de las instituciones hacen obligado que se investiguen todos los hilos del caso

El caso Millet es uno de tantos ejemplos del abuso de poder (que es para mí la definición del mal). Personajes que colocados en posiciones de dominio e influencia actúan como Millet los hay en todas partes, sin distinción de clase, ideología o creencia. Naturalmente, son más frecuentes en las clases altas porque tocan más poder que los demás, por tanto tienen más oportunidades. Pero los recién llegados al poder y al dinero no son forzosamente mejores que los de toda la vida. En fin, basta mirar estos días a la Comunidad Valenciana para saber de las consecuencias del ejercicio del poder desde la impunidad.

Porque el elemento común en estos casos es creerse impune. Y es aquí donde es posible que el caldo ideológico de las élites catalanas haya podido intervenir. Siempre que se decreta un bien absoluto y prioritario -en este caso hacer patria- hay gente dispuesta a sacar beneficio de ello. Con estos materiales y con su sistema de relaciones personales construyó Millet el parapeto detrás del cual sentía que todo le estaba permitido.

El poder simbólico del Palau de la Música hace que el caso Millet sea visto como algo más que una estafa. Es una profanación de un icono del país, de la música y de la cultura. Los fallos en los sistemas de control social y político han venido a reforzar la desconfianza en las instituciones: llueve sobre mojado. Algún distinguido periodista de Madrid, José Antonio Zarzalejos, por ejemplo, ha aprovechado para convertir este caso en la prueba del carácter anacrónico y alejado de la realidad del nacionalismo catalán. Nunca he ocultado mi nulo apego a los nacionalismos de cualquier especie, pero no creo que tengan la exclusiva de la impunidad. Y desde luego, el nacionalismo español no parece ni más moderno ni menos propenso a servir de tapadera de negocios que el catalán. Aunque sólo fuera por el tamaño.

Y sin embargo, creo que seguir por la línea de la sociología de lo patriótico no sólo es equivocado, sino también el mejor camino para que este caso nunca se esclarezca del todo. Con suma facilidad se pasa del caldo de cultivo a la responsabilidad colectiva, que es la mejor garantía de que nadie sea responsable. Está muy bien decir que la sociedad debe ser más exigente y más atenta, y que un proyecto de sociedad más abierta, menos endogámica, tendría más defensas contra este tipo de acciones. Pero se empieza flagelándose colectivamente y se acaba acotando las responsabilidades al mínimo número de personas para no provocar el desánimo nacional y el desprestigio del país.

Cualquier hecho delictivo tiene responsables con nombres y apellidos. La responsabilidad penal colectiva no existe. Las responsabilidades son individuales. Hay elementos para pensar que se trataba de una trama familiar -la familia que roba unida permanece unida- y que todo quedó en casa. Pero ante la envergadura de la estafa y ante la negligencia de las instituciones es inevitable la sospecha. Por eso hay que confiar en que la investigación tire de todos los hilos del caso y busque hasta el último rincón, aunque éste pueda llevar al omnipresente cáncer de la financiación de partidos o a gente con presunción de intocable. Si la coartada patriótica no puede aceptarse como explicación de lo que ocurrió, tampoco podemos permitir que sirva para ocultar potenciales terminales de esta espectacular estafa. De lo contrario, será el tejido social entero el que saldrá dañado.

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