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De avaros a manirrotos

Desde hace ya varias semanas, está en marcha una potente campaña mediática cuyo objetivo es deslegitimar las reivindicaciones catalanas en la fase crucial del debate sobre la nueva financiación autonómica. Decirlo no supone caer en el victimismo, ni sufrir ningún complejo persecutorio, ni encajar mal la función fiscalizadora de la prensa, sino sólo certificar una evidencia empírica: los dos diarios madrileños que ya formaron fecundo tándem en torno al Manifiesto por una lengua común se han lanzado a otra operación intoxicadora, una más en el acrisolado currículo de ambas cabeceras, desde el falso suicidio del estudiante Enrique Ruano en 1969, hasta la falsa conspiración del 11-M de 2004. Esta vez, en su punto de mira están diversos altos cargos de Esquerra Republicana, pero el mensaje de fondo es que la Generalitat constituye una máquina de malbaratar el dinero público, por lo que ni necesita ni merece una mejor financiación.

Los excesos sólo son reprobables si se asocian con formas de nacionalismo catalán o de intencionalidad identitaria

El primer golpe lo recibió el presidente del Parlament, Ernest Benach, a cuenta de su coche oficial tuneado: el mero uso sistemático de este término, tuneado, para aludir a los complementos instalados en el vehículo ya delataba la voluntad demagógica y peyorativa del medio que destapó el supuesto escándalo. Pero eso sólo fue el banderazo de salida. Desde entonces, una bien orquestada combinación de seudonoticias -a menudo, en portada-, editoriales y artículos de opinión no ha cesado de bombardear a los lectores con enunciados del tipo "despilfarro en la Generalitat catalana", "lluvia de dinero", "gastos injustificables", "excesos económicos", "el derroche del tripartito", etcétera. Pasándose por salva sea la parte cualquier asomo de deontología profesional, los dos diarios de marras han mezclado churras con merinas y han metido en el mismo saco de presuntos "gastos superfluos de la Administración catalana" cosas tan dispares como "informes adjudicados a dedo, altos cargos, subvenciones al pancatalanismo y alquiler de oficinas". Al parecer, las demás administraciones no tienen altos cargos y todas sus oficinas lo son en régimen de propiedad. ¡Qué suerte!

Es cierto que, en esta cacería de brujas derrochadoras, el departamento de la Vicepresidencia y su titular, Josep Lluís Carod Rovira, se han llevado la peor parte. Por alguna razón, el coste de eso que los medios aludidos llaman "las embajadas de Esquerra" y las subvenciones a las escuelas rosellonesas de La Bressola o a Acció Cultural del País Valencià son partidas presupuestarias especialmente pecaminosas. Sin embargo, la campaña ha ido mucho más allá: se ha hurgado lo mismo en los ingresos profesionales del ex consejero Joan Carretero que en las nóminas institucionales de diversos miembros del Gobierno (Joan Saura, Antoni Castells y, por supuesto, Carod), se ha denunciado el coste de la remodelación de la sede de Interior y hasta se ha puesto de relieve que el presidente Montilla cobra el doble que Rodríguez Zapatero. Para que luego digan que es poco catalán...

Con todo, lo más curioso de esta cruzada a favor del ahorro y la austeridad en el gasto público es su carácter absolutamente unidireccional: los "excesos económicos" sólo son reprobables si aparecen asociados con alguna forma de nacionalismo catalán o de intencionalidad identitaria. Al vicepresidente Carod se le imputa un enorme "gasto en pancatalanismo mundial" (sic), pero nadie acusa al Instituto Cervantes -con un presupuesto 20 veces superior al de las subvenciones incriminadas- de promover el panespañolismo planetario. Las oficinas de la Generalitat en el exterior totalizan -¡horror!- 40 empleados, pero nadie explica cuántos miles de funcionarios y contratados tiene la diplomacia española desplegados por el mundo. Y desde luego, esos diarios tan críticos e insobornables no preparan ninguna investigación periodística acerca de la política de subvenciones y gastos suntuarios de la Generalitat valenciana o de la Comunidad de Madrid. ¿Acaso no sería interesante saber cuánto dinero público ha pagado el presidente Camps por el circo de la fórmula 1 o qué sumas destina la presidenta Aguirre a agitación y propaganda, si sólo el fracasado filme Sangre de mayo le ha costado 15 millones de euros?

En fin, la campaña está ahí, persistirá, y sería erróneo desdeñar su capacidad envenenadora y distorsionadora de la imagen de Cataluña en el resto del Estado. Porque esto es lo peor, lo más nocivo de tales fabricaciones mediáticas: que, fuera del principado, influyen y contaminan incluso a aquellos que no se las creen, o no del todo. Les pondré un ejemplo reciente, publicado en estas mismas páginas. En la entrevista que EL PAÍS le hizo el pasado día 2, el presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, respondía a las demandas catalanas de una mejor financiación con un dato -la televisión autonómica extremeña sólo cuesta 14 millones al año-, una pregunta -"¿cuánto gasta en el ámbito lingüístico Cataluña?"- y una conclusión: "Uno prioriza el gasto como quiere".

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Y bien, si en 2008 un político de izquierdas, un hombre joven, culto y con título universitario como Fernández Vara, aún no ha entendido que la política lingüística de Extremadura la hace el Estado y la pagamos entre todos; que los medios de comunicación públicos potentes, capaces de explicar el mundo en la lengua de los extremeños, son los de Radiotelevisión Española y también los pagamos entre todos; que para la Generalitat la defensa, potenciación y promoción del catalán no es ni un capricho, ni un lujo, ni un gasto superfluo, como no lo es la promoción del castellano para cualquier gobierno español; si, a estas alturas, todavía cabe plantear la disyuntiva entre más ordenadores en las escuelas o dinero para el catalán, entonces que nadie se sorprenda de ver crecer, por estos predios, el cabreo y el desapego hacia España.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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