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"Quiero reír hasta el final"

Desde que le diagnosticaron el cáncer de pulmón se lo contaba una y otra vez a Lucila Aguilera, la única mujer legal que tuvo Pepe Rubianes y su gran amiga hasta el final, hasta ayer: "Si tengo que morirme quiero que sea con dignidad y sin perder el sentido del humor, a fin de cuentas esto nos va a pasar a todos y también aquí tiene cabida la ironía, por nada del mundo quiero perder el humor, quiero reír y hacer reír hasta el final".

Y así ha sido. Se ha ido con toda dignidad. Y con humor. Porque lo tuvo, incluido el negro, hasta que en las últimas semanas su cuerpo pocas o ninguna ironía le permitía y dejó de ver a su gente. A excepción de su hermana Carmen, que ha luchado con él con uñas y dientes y quizá con más fuerza que si fuera su propia vida la que estaba en juego.

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Cuando sólo hacía dos o tres días que le anunciaron su enfermedad y comunicó que se retiraba del teatro para ponerse en tratamiento, su amigo desde hace décadas y también actor Carles Flaviá se presentó a ver la función, cosa que extrañó sobremanera a Rubianes, ya que la había visto pocos días antes, hasta el punto de preguntarle "¿Tú, qué haces aquí?". Flaviá, capaz de cualquier cosa con tal de que no se le note que es un sentimental, y que competía con Rubianes a ver cuál de los dos soltaba la burrada mayor y más divertida, le espetó: "Ya ves, he venido a ver tu última representación y, de paso, a que me prestes 100.000 euros y te los devuelvo en un par de años". Rubianes se desternillaba y el otro se decía para sus adentros "misión cumplida". Y eso que ambos sabían que era muy probable que, efectivamente, como así ha sido, aquella función de La sonrisa etíope fuera su última representación.

A partir de aquel día Rubianes llevó una vida de jubilado con achaques, insólita para él. Dejó de escribir, de leer, de crear poemas, actividad que ejercía ocultamente y en la que ponía verdadera pasión. Además de acudir al hospital para recibir sus sesiones médicas, daba paseos todas las mañanas desde el barrio del Raval hasta la Barceloneta, comía frugalmente y, por la tarde, daba unas vueltecitas por el barrio antes de ir a casa de Lucila, donde se encontraba a los pocos amigos que veía. Desde allí se retiraba pronto a su casa, donde se acostaba al poco tiempo de cenar. Durante esos meses también mantuvo sus comidas con Joan Manuel Serrat y Joan Gràcia, de El Tricicle, grupo para el que hizo la única actividad profesional que realizó mientras estaba enfermo, poniendo voz a Dios en su último montaje. Tampoco interrumpió sus encuentros con Joan Lluís Bozzo, de Dagoll Dagom, con el que acostumbraba a cenar desde hace muchos años, ni sus conversaciones con Rafael Álvarez El Brujo.

Todos llevaban mal que Rubianes no dejara de fumar a pesar de la enfermedad. Pero él, que no bebía y llevaba una vida sana, antes y después de la enfermedad, no pudo vencer ese vicio. Aunque en los últimos meses lo practicaba las más de las veces a hurtadillas y a escondidas. Su hermana y su amigo Jaume Sisa llegaban a exasperarse. Pero la regañina le llegaba incluso de gente desconocida que, cuando le pillaban por la calle con el pitillo le increpaban. Y también le sonreían o le daban ánimos. Y eso a Pepe le tenía conmovido. "Es alucinante lo que me está pasando en la calle, no me lo esperaba ni de lejos, me hablan como si fuera alguien muy cercano a ellos y se les nota que sinceramente quieren que me cure", decía el actor.

Era un sentimiento que, seguramente, no albergaba todo el mundo, ya que a Rubianes la derechona más rancia se la tenía jurada, hasta el punto de que más de un energúmeno llegó a insultarle por la calle y alguna que otra emisora madrileña celebraba la enfermedad de Rubianes.

Curiosamente, Madrid, ciudad en la que Rubianes tenía un público enganchado, aunque siempre se le consideró un actor de culto y no arrastró las masas que iban a verle en Barcelona, le recibió y le despidió con bronca de la extrema derecha. Su primera visita a un teatro de la capital fue a la sala Cadarso en 1977 con No hablar en clase, de Dagoll Dagom, grupo en el que Rubianes inició su andadura profesional. Coincidió con el primer 20-N que la derecha celebraba tras la muerte de Franco y les pusieron una bomba, más o menos casera, en el teatro. Al día siguiente representaron la función con piquetes que montó la profesión teatral para protegerles. También hubo piquetes y policía, mucha policía, para proteger de fanáticos de derechas a público y actores en la última representación de Rubianes en Madrid. Fue en septiembre de 2006 y Rubianes era director, no actor, de Lorca eran todos. Entre una representación y otra Rubianes visitó Madrid en varias ocasiones y realizó alguna que otra gira por España, pero no le gustaba mucho salir de Cataluña, donde sus espectadores eran verdaderos adictos y él lo sabía. Pero su personaje de Depacarelli, en Antaviana (que estuvo en Madrid en 1979 en el teatro Martín y en primavera de 1980 en la sala Olimpia), le convirtió en un referente del mejor teatro independiente de la época y aún hoy muchos recuerdan como Rubianes-Depacarelli intentaba asesinar a una viejecita, pero dudaba si hacerlo con "la cordeta, la pistoleta o la blanca paloma" (una faca albaceteña), asesinato que su personaje no llegaba a cometer por una extraña aparición que Rubianes recibía a grito de "¡Ondiá, la consiensia!".

Luego Rubianes llevó en más de una ocasión a diferentes ciudades españolas y latinoamericanas sus desternillantes espectáculos unipersonales con los que se convirtió en un bufón contemporáneo que mezclaba poesía, una interpretación magistral y pura escatología.

El tren

Se me acaba el tiempo

y hay que ceder el sitio.

Así es la cosa

Es curioso ver

como la vida te desliza limpiamente

hacia su lado más extremo

a un ritmo lento o rápido

según convenga

sin compasión, sin pasmos,

sin aspavientos: con

la elegancia de la experiencia

bien ensayada.

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