Este 'Purgatorio' es un infierno
El montaje de Romeo Castellucci, que se verá en el Grec, incluye uno de los momentos más atroces del teatro actual
En la dulce Viena de la Sachertorte se pueden ver cosas horribles: la guerrera cubierta de sangre seca del canciller Dollfuss asesinado por los nazis (en el Museo de Historia Militar del Arsenal, el estilete que penetró en el dulce corazón de Sissí (exhibido en sus aposentos en el Hofburg) y las claustrofóbicas cloacas por las que escapaba Harry Lime en El tercer hombre (hay un tour turístico por ellas; ponen música de cítara). Pero nada tan perturbador como el espectáculo Purgatorio que estos días ha recalado en el Theater an der Wien y que incluye los que quizá sean los cinco minutos más atroces del teatro contemporáneo. Una de las experiencias más fuertes que se pueden vivir frente a un escenario.
La pieza, sobrecogedora, es una parte de la trilogía Inferno, Purgatorio, Paradiso, de Romeo Castellucci, estrenada en Aviñón y libremente inspirada en la Divina Comedia de Dante. Se presentará en Barcelona en el Lliure (5, 6 y 7 de julio) en el marco del festival Grec. El Infierno, paradójicamente menos contundente, una obra coral basada en el movimiento, estará en el anfiteatro -29 y 30 de junio-, y el Paraíso, una instalación que juega con la luz, en La Capella -del 1 al 6 de julio-.
En Purgatorio, un verdadero infierno que te abisma en el tema de la pederastia, el público se encuentra con las estancias de la casa de una familia acomodada. Una mujer prepara la cena a un niño. Luego éste va a su cuarto y enciende la televisión. Parece que no ocurra nada pero el escenario está lleno de una imprecisa y espesa atmósfera de desazón e infelicidad. El niño se mueve como un sonámbulo, se aferra a un muñeco y se encierra en un armario. No sabes por qué pero se te van poniendo los pelos de punta. Fundido a negro y cambio de escenografía: el amplio salón de la casa. Llega un coche, entra un hombre, el padre. Se le ve abatido. Intercambia unas palabras con la mujer. Ella llora, suplica; inútilmente. Aparece el niño. El hombre lo coge de la mano y lo conduce escaleras arriba.
Durante los aproximadamente cinco minutos siguientes el público, con el corazón en un puño, no ve sino el salón vacío, pero escucha voces ahogadas, llanto, gruñidos bestiales de desahogo que llegan de arriba. Todo transcurre en la imaginación. El silencio de la gente en el teatro en Viena (la tierra del monstruo Josef Fritzl) era impresionante. Un espectador se levantó y se fue, desarbolado.
La obra continúa con la reaparición del padre, abatido, y del niño, que trata de confortarlo. El telón baja y vuelve a subir sobre una escena absolutamente diferente, surrealista y llena de simbolismos: el niño asomado a una suerte de gran ventana o pecera por la que desfilan imágenes oníricas, grandes flores amenazadoras, monstruosas: un carrusel fantasmagórico y fascinante, de poder hipnótico y conmovedor que apela al inconsciente. Un nuevo cambio de escenario y estamos de nuevo en el salón familiar pero devenido distinto: vacío, abierto a los cuatro vientos. Un tiempo y un espacio extraños en los que el padre (ahora un actor-bailarín tullido) se mueve con movimientos espasmódicos ante el hijo, adulto, en una suerte de perturbadora ceremonia de expiación.
Al concluir el espectáculo el público, traumatizado tardó unos segundos en reaccionar, ejemplificando aquel verso dantesco: "Parlar non posso, ché'n gran pene ardo". Sonaron entonces los aplausos, largos, entusiastas.
"¡¿Te has divertido, cerdo?!"
Romeo Castellucci (Cesena, 1960), con aspecto de Passolini tras sus enormes gafas de pasta, recuerda al día siguiente, en una conversación en el propio teatro que su trilogía sólo alude libremente a la Divina Comedia -ésta es "un íncubo" en los tres montajes-, así que no hay que buscar paralelismos directos (aunque las conexiones son más profundas de lo que puede parecer, incluso con la escolástica tomista). Pero tiene claro qué es hoy el purgatorio: "Un lugar en el que se purifica; tiene que ver con la purga para evacuar, con la mierda". Al espectador, dice, se le enfrenta con una experiencia cercana a la catarsis de la tragedia griega. Esa historia "común" de violencia en la familia, apunta, "sugiere la de Abraham e Isaac, con la diferencia de que aquí no interviene ningún ángel para detener al padre que sacrifica al hijo". El director no ha querido ofrecer una lección moral inequívoca, sino un significado abierto y una vivencia teatral que incluye "un sentimiento casi insoportable de vergüenza" para el espectador. El hecho de que la obra no presente una crítica clara a la pederastia no le parece peligroso a Castellucci. "Hay muchas interpretaciones. En todo caso, el padre no es un hombre malo y es de alguna manera víctima de lo que hace". Dice que siempre hay gente que se marcha en la representación o protesta, y personas que se acercan luego a decirle que ellos también sufrieron abusos. Una vez, explica, un hombre empezó a increpar enloquecidamente al personaje del padre en plena función: "¡¿Te has divertido, cerdo?!".
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