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Columna
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Laporta y Sarkozy, grande fue la caída

Josep Ramoneda

Seguro que pronto veremos en nuestras universidades proyectos de tesis sobre la fulminante caída de la imagen de Joan Laporta. Y es probable también que algún investigador proponga la comparación con Nicolas Sarkozy, que todavía ha necesitado menos tiempo que el presidente del Barcelona para pasar de la más alta popularidad a la más absoluta miseria demoscópica. No es fácil explicar como dos personas elevadas a los cielos por amplísimas mayorías, llevadas en volandas como símbolos de una modernización imprescindible de sus instituciones, ven su imagen y su prestigio carbonizados a ojos de la opinión pública en un brevísimo periodo. Dos años en el caso de Laporta, los que separan la final de la Copa de Europa de París del voto de censura; un año en el caso de Sarkozy, de su triunfal elección al título de presidente menos valorado de la historia de la Quinta República.

Los dos se han visto atrapados por las mismas leyes de la comunicación mediática que tan bien creían dominar

En este "eterno presente comercial" en el que "el consumismo es lo único que nos da sentido" (James G. Ballard), es probable que los liderazgos políticos y sociales, convertidos en una mercancía más, estén destinados a quemarse tan deprisa como cualquier otro producto de moda. Al fin y al cabo, la curva del éxito-fracaso de Laporta se parece mucho a la de Ronaldinho, la mercancía estrella de su gestión. En cualquier caso, es un aviso para todo tipo de liderazgo mediático: el líder es un producto que está sometido a los vaivenes de la moda. Y puede que pase su momento sin que el interesado se entere de cómo ha sido. Los vaivenes del consumo son muy caprichosos, por más que con la publicidad y la propaganda se intente dominarlos. Y el estado de eterna frustración del consumidor provoca rabietas que cuando la mercancía es una persona se traducen en formas de resentimiento, rechazo y escarnio.

Las grandes instituciones generan hábitos muy resistentes. Laporta y Sarkozy se saltaron el orden de la tribu. Esta ruptura, que probablemente fue decisiva para su éxito, les ha pasado factura. Si Laporta hubiese respetado el escalafón y hubiese aceptado ir de segundo en la candidatura de Bassat, probablemente ahora estaría preparándose para tomar el relevo con el general asentimiento de todas las fuerzas vivas del barcelonismo. Se sintió capaz de romper los equilibrios establecidos y se encontró con demasiada gente pensando que más grande sería la caída, del mismo modo que buena parte de la derecha francesa se frota las manos viendo que Sarkozy se hunde en los sondeos y su convencional primer ministro va para arriba.

Sin embargo, nadie ha hecho tanto para su descrédito como los propios Laporta y Sarkozy. Los dos han caído en la tentación del adanismo, la creencia de que la historia de sus instituciones -el Club de Fútbol Barcelona y la presidencia de la República Francesa- empezaba con ellos, de que todo lo anterior era pura prehistoria y de que sólo desde el día de su llegada las cosas se empezaron a hacer como era debido. "Que aprendan", espetó el presidente Laporta. Los dos han sufrido el mismo síndrome de prepotencia mediática: convencidos de que eran imbatibles en los medios, no han sabido esconder sus aristas. Cada vez más seguros de su omnipotencia, se han mostrado tal como son. Y han pagado esta obscenidad, porque nadie es tan perfecto como para que la exhibición de sus miserias no incomode a los demás. Los dos han creído que todo les estaba permitido. Y así han cruzado todas las rayas que marcaban los límites de su función. Laporta, con una promiscuidad excesiva con los jugadores que ha significado su pérdida de autoridad y el caos en el equipo. Sarkozy, con una promiscuidad excesiva con el mundo del dinero mal vista por la hipocresía social reinante. Los dos han exhibido el lado más chulesco de su autoritarismo, de modos muy parecidos: con incidentes con ciudadanos, con periodistas y con diversas exhibiciones de malos modales. Y los dos han creído que estaban por encima de las reglas no escritas de su cargo.

Este último factor ha pesado mucho en el deterioro de la imagen de Laporta. El presidente ha cometido dos pecados mortales en el Barça: politizarlo y dar la sensación de que se aprovechaba del cargo en beneficio propio.

Laporta no ha entendido o no ha querido entender los matices de la dimensión cívica y política del Barça. El eslogan Més que un club ha funcionado como punto de reconocimiento de todos los barcelonistas, porque tiene una virtud a la que este país es muy sensible: la polisemia. Cualquier aficionado del Barça se puede sentir identificado con él, porque puede significar catalanismo o nacionalismo, pero también puede significar civismo, o tradición democrática, o simplemente una manera diferente de entender un club de fútbol. Al poner al Barça bajo la bandera del "visca Catalunya lliure!", Laporta introduce una fractura, le da una dimensión sectaria: convierte la bandera de una parte en la bandera de todos. Y por tanto, deja de ser el presidente de todos para serlo de unos cuantos. En el momento de la caída, se agarra equivocadamente a este error: Laporta sería, según él, un héroe independentista; por tanto, una víctima del anticatalanismo. Está bien si le sirve para lamerse las heridas que le ha dejado el voto de censura, pero es un error si lo convierte en el análisis sobre el que fundar su estrategia de futuro.

El segundo, y probablemente el más grave, de los errores de Laporta ha sido la sensación de que el Barça era para él un trampolín para su futura carrera en otros ámbitos, el político, primero, y el económico, después. Sus flirteos con la política han resultado letales para sus intereses. Los rumores -que él nunca atajó, más bien lo contrario- sobre su intención de dar el salto a una candidatura al Ayuntamiento de Barcelona o a la presidencia de la Generalitat puede que dieran réditos a su vanidad, pero desconcertaron a los aficionados. El barcelonismo tiene sus liturgias para amparar la hipocresía que toda institución genera. El carácter semirreligioso de la adhesión al club requiere que el presidente transmita la sensación de que este cargo no es de paso, que lo es todo para él y que no lo necesita para mejorar su posición. Laporta, por una ambición que le sale por los ojos y porque por su edad tenía vida más allá del Barça, no ha tenido la contención necesaria para transmitir esta confianza. Y a partir de aquí las cábalas han sido infinitas. El retrato del joven rupturista, innovador y un poco impertinente se ha ido ajando hasta convertirse en una mezcla de autoritarismo, prepotencia, desdén y un alarmante sentido de la impunidad que le hace despreciar una derrota por 23 puntos. Algunos dicen que se le ha contagiado el síndrome del futbolista.

Laporta y Sarkozy pueden consolarse pensando que sus instituciones son muy conservadoras y que han chocado con un parapeto de intereses y hábitos muy difícil de doblegar. En parte, es verdad. Pero han creído que con su imagen bastaba y han sido atrapados por las mismas leyes de la comunicación mediática que tan bien creían dominar. Uno debe saber dónde se mete, porque la mejor manera de descarrilar es equivocar los ritmos y las maneras del cambio. Sarkozy todavía tiene tiempo para rehacerse. Laporta está jugando la prórroga y, de momento, se ha metido ya algún gol en propia puerta.

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