'Toro salvaje II'
PARA UNA CIUDAD, Nueva York, que siente verdadera reverencia por sus cómicos, el pasado martes fue un día triste. Aquí el artista que hace reír a una sociedad con tanta necesidad de válvulas de escape es considerado una especie de héroe nacional. Durante años los héroes indiscutibles del humor han sido los protagonistas de la serie Seinfeld, tanto, imagino, como lo fueran los hermanos Marx en los treinta. De alguna manera los diálogos de Seinfeld son herederos de esa tradición de humor judío, de ese amor por la réplica absurda y rápida, en muchas ocasiones improvisada, que llenó de risas los teatros del Lower East Side y que hizo más llevaderas las amarguras del exilio. Si los hermanos Marx fueron Chico, Groucho, Harpo y Zeppo, nuestros héroes contemporáneos han sido Elaine, Seinfeld, George y Kramer. Cuatro amigos diletantes, con poco oficio y poco beneficio, que se pasan la vida en el diner de la esquina compartiendo sus manías y sus sueños. Quién me iba a decir a mí que iba a vivir enfrente de la acera más fotografiada por los adoradores de Seinfeld, la esquina del Tom's Restaurant, ese deli barato donde se reúnen a tomar ensalada y sándwiches de pastrami los cuatro amigos. Siempre hay algún turista americano haciéndose la obligada foto bajo el luminoso. Dentro del deli, un retrato de Kramer, el personaje locario de la serie, preside la comida diaria de los clientes habituales. Si estos cuatro actores son popularísimos en todo Estados Unidos, aquí en Nueva York se les considera la quintaesencia de la parodia del neoyorquino: maniático, rudo, impaciente, divertido y dispuesto a tomar por paletos a todos aquellos que vivan fuera de la isla de Manhattan. Algo de eso contaban las viejas películas de Woody Allen. La serie terminó hace años, pero gracias a las reposiciones la popularidad no ha bajado, y cada noche, a las once, nos sentamos frente a la tele a recibir nuestra comunión diaria. Seinfeld siempre es socorrido si quieres hablar con un extraño: mucha gente se sabe diálogos de memoria y es como recurrir a un chiste que a todo el mundo hace gracia. Más complicado ha sido, como era de esperar, el futuro de los actores. Les ha ocurrido aquello que aterroriza a tantos cómicos: son tan queridos por sus personajes de ficción que el público no les quiere haciendo otra cosa. El único que logró escapar del encasillamiento fue el propio Seinfeld, que llena teatros con sus monólogos. Pero el pasado martes ocurrió algo que dio un giro dramático a esta historia, convirtiéndola en uno de esos argumentos que alimentan la literatura y el cine americanos: el éxito y la caída. Kramer, el payaso, el que tenía el arte del gag mímico que funciona desde el hombre de Atapuerca y que te arranca la risa más infantil, ha pasado los 20 últimos años tratando infructuosamente de ser conocido por su verdadero nombre, Michael Richards, pero el público se lo ha negado. La semana pasada Richards se encontraba en un club de Los Ángeles haciendo un monólogo cómico. El género del stand up es duro, hay que tener una pasta especial para aguantar a un público a veces grosero, no siempre dispuesto a prestarte atención. Hay también una especie de tradición espantosa, la de los hecklers, alborotadores que van a chafar la actuación. Kramer, probablemente algo borracho, vencido, desesperado por hacerse oír, increpó a un grupo que había entre el público. Eran negros. El actor estaba tan fuera de sí que empezó a gritarles pronunciando la palabra prohibida, la palabra que puede costarte la expulsión de la vida social, esa que los norteamericanos nombran con una N. Nigger, negro, palabra para nosotros no ofensiva pero que aquí retrotrae a quien la pronuncia a los tiempos más vergonzosos de la historia del país. Las palabras del viejo cómico fueron éstas: "¿Qué pasa, negros? Os habéis pasado todo el tiempo hablando y hablando, negros. Por menos de esto hace 50 años os hubieran colgado boca abajo y os hubieran metido un tenedor por el culo. ¿Qué, os escandalizáis, os sorprende lo que tenía por dentro? ¿Es que ya no se puede llamar a un black por su nombre, nigger?".
Alguien gritaba desde el público: "¡Esto es inadmisible! Cállate, fracasado, desde que terminaste Seinfeld no has hecho nada, ni en las películas ni en la tele".
Como era de esperar, toda la escena fue grabada desde un teléfono móvil y colgada en YouTube. Ahí la podemos encontrar si pinchamos Kramerracista, y asistir al momento en que un cómico se busca la ruina. De ahí saltó a las primeras páginas de los periódicos. El adorado Kramer veía por primera vez escrito su nombre, Michael Richards, en la primera página de The New York Times, de The Washington Post, de The New York Sun. Su amigo Seinfeld, leal a su compañero, convenció a la estrella de la televisión David Letterman para que le dejara aparecer la noche del martes pidiendo perdón. Apareció. Pálido, vestido de negro como si estuviera anticipando su propia muerte, tratando de justificar lo que para su público es injustificable. Los críticos han sido brutales: no habrá segunda oportunidad para el actor. ¿Quién va a querer contratarle? ¿A quién va a hacer gracia? Está muerto. Fue como mentarle en Alemania a un judío la cámara de gas. No hay disculpa posible, pero sí debe haber reflexión: ¿Qué tenía en el corazón un hombre que hasta el momento había representado para el público la bondad, el humor casi infantil? Muchas razones cruzan nuestra mente: el miedo al fracaso terrible que amenaza constantemente la vida de la gente aquí, la insoportable represión bajo la que actúan a diario, que les amordaza la lengua, pero no el pensamiento. Y algo peor: la tragedia del cómico que hizo reír y ya no lo consigue. Mal final para una vida, es como si a Harpo le hubieran pillado abusando de una niña; buen final para Scorsese: un nuevo Toro salvaje. Igual de triste.
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