Un intempestivo sueño entre la tierra y el cielo
La cosa en sí no puede, en principio, ser más curiosa: nos encontramos en el Museo del Prado con una "pequeña" exposición de pintura victoriana, que compendia prácticamente lo mejor de lo realizado en este arte en el Reino Unido durante el siglo XIX, pero a través de la colección de un museo de Puerto Rico. Aunque esta iniciativa está cargada de un buen conjunto de razones de toda índole, quizá sea preferible orillarlas para centrarse en lo que es y significa la ciertamente singular pintura británica del siglo XIX, sepultada internacionalmente en el olvido hasta hace unas pocas décadas, cuando, con motivo de la definitiva crisis del vanguardismo lineal al comienzo de 1970, se empezó a revisar la historia completa del arte de nuestra época. Fue entonces, en efecto, cuando, en primer término, se recuperó, junto a otras manifestaciones decimonónicas similares, el interés por la obra de la Hermandad Prerrafaelista, que se había dado a conocer a partir de 1848, y, en segundo, unos años después, por la del amanerado gusto clasicista de ciertos académicos virtuosos, como Poynter, Leighton y Alma-Tadema, a los que el historiador del arte William Gaunt bautizó como los miembros del "Olimpo victoriano". Significativamente, en la muestra que comentamos, están representados reputados miembros de ambas corrientes, con lo que, como se apuntó al principio, sin ser una exposición "grande" -cuenta con la presencia de media docena de pintores, todos, salvo uno, Burne-Jones, mediante un cuadro-, sintetiza el meollo esencial del asunto abordado. Alguien podría alegar que falta Whistler para recrear al completo el conjunto, pero la presencia de este artista anglo-estadounidense, de "grosera" inclinación francesa, habría mancillado, por su parte, la pureza british de la selección. No en balde, en 1877, el entonces todopoderoso John Ruskin escribió una crítica injuriosa de un cuadro de Whistler, seguida del sonoro proceso judicial que interpuso éste contra aquél, cuya sentencia condenó al primero, pero arruinó al segundo, haciendo buena la proverbial maldición española de que "¡Dios te dé pleitos y los ganes!".
El rasgo dominante de Dante Gabriel Rossetti fue la forma más extremada de la pasión
Prerrafaelistas u olímpicos, los únicos que rompen con la unidad cronológica generacional fueron sus respectivos mentores ideológicos: por un lado, John Ruskin (1819-1900), nacido antes, y, por otro, Walter Pater (1839-1894), nacido después; ambos, en cualquier caso, considerados no sólo como los mejores y más influyentes críticos de arte británicos del siglo XIX, sino dotados por igual de un estilo literario de una rara excelencia. Creo conveniente hacer esta acotación porque las artes plásticas y la literatura estuvieron muy ensambladas en el Reino Unido durante el XIX, como se corrobora con tan sólo citar los nombres de Rossetti, Thackeray, Swinburne o Browning. Sea como sea, hay que añadir que la mayoría de los miembros del Prerrafaelismo y del olimpismo victoriano nacieron a lo largo de la década de 1830, que fue, a su vez, la misma en la que vieron por primera vez la luz los impresionistas, lo cual aclara lo suficiente las cosas como para ahorrar comentarios.
Pero ¿cuál es lo que diferencia a los prerrafaelistas y a los olímpicos entre sí? Los primeros, por ejemplo, se dieron a conocer como grupo en 1848, mientras que los segundos, sin más interrelación que la temática y el éxito, lo hicieron, sobre todo, a partir de la década de 1870. Por lo demás, ambas tendencias bebieron en las mismas fuentes del primitivismo vanguardista de semejante forma trasnochada, si bien los prerrafaelistas adoptaron el ideal medievalista, atizado en el continente por los nazarenos alemanes casi medio siglo antes, y los olímpicos, por su parte, el ideal ático que el británico Flaxman puso de moda casi un siglo antes. De todas formas, aunque podríamos seguir enumerando esas diferencias anecdóticas que jubilosamente entretienen a los profesores de arte, creo más instructivo centrar la contraposición enfrentando los modelos individuales del prerrafaelista Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), representado en la exposición con el rotundo cuadro titulado La viuda romana (Dis manibus) (1874), y Frederic Leighton (1830-1896), que lo está con una obra no menos pujante y característica, la titulada Sol ardiente en junio (circa 1895). Antes, no obstante, de proceder a este análisis antitético, no podemos dejar de señalar que estos dos cuadros reseñados y, en puridad, casi todos los demás que ahora se exhiben junto a ellos, de los que son autores John Everett Millais, William Holman Hunt o Edward Burne-Jones, están afectados por igual por un mismo prototipo ideal femenino de ensoñada mujer, que Maurice Bowra describió certeramente como una romántica manera femenina de mirar lo femenino y que el propio título de la presente convocatoria recoge mediante el rótulo de La bella durmiente.
Segundo hijo de un poeta napolitano carbonario exiliado en el Reino Unido, Dante Gabriel Rossetti heredó, junto a sus hermanos William Michael y Cristina, la pasión lírica paterna, aunque no la política, que, en su caso, quedó compensada por su simultánea dedicación a la pintura. En realidad, el rasgo más decisivamente dominante de Dante Gabriel Rossetti fue la forma más extremada de la pasión, que volcó tanto en el arte como en la vida. Sin recursos económicos, rebelde por naturaleza y, dentro de lo que cabe, bastante autodidacta, Rossetti amó sin medida; esto es: a toda mujer bella que se le puso al alcance y, atormentadamente, a quienes fueron sus dos genuinas musas. La primera, Elizabeth Siddal, con la que se casó en 1860 tras diez años de intensísima relación erótica, pero que fatalmente murió sólo dos años después de los esponsales al ingerir una dosis excesiva de láudano, lo cual culpabilizó de tal manera al artista que introdujo en el ataúd de la difunta toda su producción poética manuscrita, para cuya recuperación se vio obligado, años después, a una macabra excavación de la tumba. Por si no fuera poco lo ya vivido, Rossetti, que se hizo adicto progresivamente al alcohol y al cloral, se enamoró perdidamente de Jane, la mujer de su amigo y colega William Morris, con la que se fugó en 1874. Por unas cosas y por otras, no es, pues, extraño que Rossetti muriese, no sin antes haber intentado suicidarse con láudano, totalmente destruido en 1882 a los 54 años. Al margen de estos inquietantes y extenuantes avatares existenciales, la producción poética de Rossetti, reunida en sendos libros, La casa de la vida y Baladas y sonetos, es, sin duda, una de las mejores de la formidable lírica inglesa del XIX, lo cual equivale a decir que de todo el mundo, pero su obra pictórica no le va a la zaga, no sólo porque su ideal femenino de mujer ensimismada, melancólica e inalcanzable, obsesivamente representado en sus cuadros, no tuvo parangón hasta que fue parodiado en las "mujeres fatales" de fines del XIX, sino porque su sofisticada y originalísima técnica pictórica le distinguió del resto de los mortales.
Precisamente no se le puede escatimar capacidad técnica a Frederic Leighton, hijo de un célebre y acaudalado médico británico, pues se formó en Italia, Alemania y Francia con quien estimó los mejores. Era, además, guapo, distinguido, inteligente, culto, brillante, simpático, muy viajado y amigo de la más exquisita crème social de tres continentes. Voluntarista y metódico hasta lo indecible, este superdotado, por si fuera poco, lo hacía todo bien, desde montar a caballo hasta bailar. En este sentido, no está de más rememorar lo que dijo una entusiasmada joven de la aristocracia italiana a la que sacó a bailar el joven Leighton: "No sé cómo será como pintor, pero para el vals es el mejor de Roma". Pues bien, este dechado de talentos y virtudes, que se demoró en su aplicada formación artística casi durante tres lustros, volvió a Londres en 1860 y, casi de inmediato, empezó a triunfar, sobre todo, a partir de la década de 1870, cuando formalizó definitivamente su estilo maduro, con idealizadas recreaciones del mundo clásico antiguo, que lo llevaron al máximo de la gloria, incluida la entonces insólita distinción para un pintor de ser nombrado par en la Cámara de los Lores, por lo que hoy todavía es conocido como lord Leighton. Con semejante vía esplendorosa no debe extrañarnos que este olímpico, elevado al Olimpo, no cambiara su refinado estilo pictórico, a cuyo pulimento se entregó hasta el último suspiro. De este esmerado momento final es el cuadro que ahora se exhibe con el título de Sol ardiente de junio, donde una hermosa joven, cuyo excitante cuerpo podemos apreciar a través de la gasa transparente que lo cubre, se deja arrastrar lánguidamente por el sopor estival hasta caer en un profundo sueño, ovillada sobre los cojines que cubren los asientos de mármol de su terraza frente a las refulgentes aguas clásicas del Mediterráneo. Aunque la escena le fue inspirada a Leighton por la postura que tomó en su estudio una de sus modelos dormida y, por tanto, fue copiada del natural, se han señalado precedentes históricos tradicionales, como los de Miguel Ángel y Rosso Fiorentino, aunque es obvio que vistos al trasluz de Ingres y su nutrido grupo de secuaces, como, entre otros, Delaroche, Gleyre, Gerôme y, sobre todo, Bouguereau. Salvo el áspero y genial Ingres, toda la restante plétora era el summum del virtuosismo académico, salpimentado con notas de exotismo y erotismo; es decir: lo máximo para ver la vida y el arte desde la barrera, a prudente distancia, cuando ninguno de ambos puede crear problemas. Hasta ahí alcanzaba a llegar el olimpismo: a degustar todo, menos lo fundamental. -
La bella durmiente. Pintura victoriana del Museo de Arte de Ponce. Hasta el 31 de mayo. Museo del Prado. Edificio Villanueva. Madrid. Patrocinado por el BBVA. www.museodelprado.es/
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