Horizonte de sucesos
Para entendernos, un agujero negro es una especie de desagüe cósmico, donde se precipitan, como en la concha de un lavabo, mundos, estrellas, nebulosas, galaxias enteras con toda su dotación de chispas y niebla, y, lo que es más problemático, el espacio y el tiempo. La potencia gravitatoria del agujero negro resulta tan intensa que ni los mapas ni los relojes pueden resistir indemnes a su succión: conforme nos aproximamos a esa boca tenebrosa, las distancias se deforman y las horas comienzan a tartamudear, como si de repente habitáramos en el interior de una pelota de papel arrugada por un niño. Evidentemente, existe una frontera invisible en los alrededores de un agujero negro más allá de la cual la curiosidad es sinónimo de aniquilación. Si nos acercamos demasiado al abismo veremos cosas que jamás nadie creería, igual que la criatura de Ridley Scott, pero ese milagro duraría un minúsculo instante: el que tarda la gravedad masiva del monstruo en devorar todo cuanto encuentra a su paso, en convertir energía y materia en una papilla de átomos, moléculas y chatarra electromagnética, incluido nuestra leve carne y nuestros frágiles huesos. A ese punto de no retorno, al otro lado de cuya línea el conocimiento significa la desintegración, se le da el nombre de horizonte de sucesos de un agujero negro.
Ese fue el título que Antonio Acedo eligió cuando nos propuso colaborar con él en una exposición o lectura que debía celebrar los esponsales de la imagen y la palabra, fotografía y literatura, que a pesar de vivir en habitaciones contiguas, a menudo ni siquiera se saludan al cruzarse en el rellano. Poco antes de que le concedieran el Premio Andalucía de Periodismo, Antonio había ido reclutándonos de uno en uno, a una decena de escritores sevillanos, con objeto de que pusiéramos frases en sus visiones y de que tradujéramos en sujetos y predicados instantáneas que había ido recogiendo de aquí y de allá durante sus tres lustros de carrera. Instantáneas que, como un agujero negro, amenazan con hacer estallar al espectador si el espectador pisa un filo intangible, el que le separa del otro lado del precipicio donde tal vez, pero sólo tal vez, reside la verdad; instantáneas que permiten entrever lo que podría ser el mundo si nos liberásemos de estas manidas convenciones de espacio, tiempo y materia que nos hacen manejar coordenadas y calibrar los objetos por lo que pesan, o por lo que cuestan, o por la resistencia que ofrecen al golpe o al abrazo; instantáneas, en fin, que se detienen antes de caer del todo en una realidad incómoda o cruel, y que por eso son un horizonte de sucesos. Antonio Rivero, Braulio Ortiz, Alejandro Luque, Javier Mije, Manuel Haro, yo mismo y otros que no cito por falta de papel, nos hemos enfrentado a la tarea de llenar un agujero negro. De llevar al lenguaje escenas de playas desiertas, o sombras mutiladas por el crepúsculo, o vegetales que crecen en el intersticio entre cosas; hombres que pasean por el vacío con las manos en la espalda, como acordándose de algo, construcciones que se elevan sobre el cielo nublado de un holocausto, niños que han perdido el balón en un patio, zonas secretas del cuerpo que los ojos no pueden atisbar en el aislamiento de la frente, novias entre el humo, esquinas y algún amanecer. Desde el 25 de mayo las visiones de Antonio Acedo y nuestra torpe aproximación a ellas ocuparán la Casa de las Sirenas de Sevilla, para que todo aquel que lo desee recorra unas y otra y experimente por sí mismo qué se siente al bordear un agujero negro. Antes de que la carne explote en mil pedazos y nos reduzca a hidrógeno y carbono, que es también la fuente de las estrellas.
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