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Columna
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Latifundio

Según el evangelio de Miguel Ríos, los viejos rockeros nunca mueren, pero se jubilan. No así los viejos políticos, que aunque mueran varias veces, pero nunca se jubilan. Ana Pastor regresó a Los desayunos de TVE con Felipe González, que ha pasado de autodefinirse como jarrón chino a ser una variante geopolítica del abuelo tiene un plan. En este caso un plan de rescate de la autoestima europea, más baja que la del estratega de Ferrari despedido tras la última carrera del campeonato. También Rodríguez Ibarra continuó su lucha a favor del progreso virtual con un artículo en este periódico. Ya solo falta que Fraga monte partido propio.

Las recetas de Felipe y de Ibarra son opuestas. Donde el primero propone políticas comunes, rigor financiero de los Estados, el segundo bendice la libertad del mercado en la Red sin aranceles ni peajes ni propiedad. González ironiza con su pasado, reconoce errores, pero transmite autoridad para exigir que no se rompan los valores que hicieron de Europa un continente envidiado.

A Ibarra es gozoso verle en forma, ganándose la popularidad de los internautas, vislumbrando un mundo nuevo e irreversible. Quizá su razonamiento es algo confuso cuando equipara iTunes y Spotify con las descargas libres. Las primeras son empresas con enorme ánimo de lucro que liquidan, por poco que sea, sus cuentas con los autores y editores de canciones. Que pugnan por hacerse con el grueso del mercado en condiciones casi de monopolio, y que tienen de bondadoso y desinteresado lo mismo que Facebook cuando recibe alborozada la inyección multimillonaria de Goldman Sachs. Compararlos con las descargas ilegales es como asumir que la Coca-Cola y los paquistaníes que venden latas en las calles del Raval son lo mismo.

Salir de la estructura de explotación tradicional que impusieron las casas de discos para rendirse sin rechistar a la hegemonía de dos o tres puestos de ventas mundiales, es tan peligroso como haber entregado la gobernanza europea a las tasadoras, bancos y chiringos financieros. Más allá de la placentera sensación de que Internet escapa a la legislación, hay síntomas evidentes, y esto no parece preocuparle a nadie, de que la Red puede consolidarse como un latifundio más perverso que el que se encontró Ibarra en su tierra extremeña.

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