Cenicienta
La Cenicienta es, según parece, algo más que una fábula. Las historias sobre opresión injusta y liberación triunfal forman parte de la amalgama esencial de nuestra sociedad, pero La Cenicienta, gracias a la historia de amor incorporada, nos resulta especialmente dulce. Contiene, además, un elemento de gran modernidad: la protagonista no hace nada para salir de su miseria, simplemente merece salir de ella y lo consigue.
La versión escolástica, la de Perrault (1697), se basa en un previo cuento italiano que, a su vez, habría bebido de versiones primigenias que yendo atrás en el tiempo conducirían, como siempre que algo carece de principio conocido, a un remoto origen chino.
Ha de haber algo en La Cenicienta que apela de forma directa a nuestro subconsciente. Y ha de haber algo en Pretty woman, la más reciente, que yo sepa, versión cinematográfica. A simple vista, se trata de una simple versión actualizada del cuento clásico, engarzada sobre una buena canción de Roy Orbison. Nada más. Y, sin embargo, se convierte en un fenómeno incontenible cada vez que se emite por televisión.
A estas alturas, quien pueda soportarla se la sabrá de memoria. Ha pasado 12 veces por las pantallas domésticas españolas, y siempre, siempre, ha obtenido la máxima audiencia. La primera vez superó el 50%. La última, el miércoles, rondó el 26% y llegó a congregar a más de seis millones de telespectadores. Había fútbol, teleseries y programas sobre sexo en la competencia; La Primera se impuso a todos con Pretty woman, la prostituta-Cenicienta y el príncipe azul-tiburón de las finanzas. Por duodécima vez, que no es broma.
Ignoro qué tiene de especial esa película. No sé qué la distingue de otras comedias románticas. Será, como decía, que apela a nuestro subconsciente. Su éxito continuado debe decir bastante, en cualquier caso, sobre lo que esperamos de la televisión y sobre nosotros mismos.
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