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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Minicentrales y tráfico de influencias

La Fiscalía del Tribunal Superior de Xustiza de Galicia acaba de presentar una denuncia contra el director general de Industria de la anterior Xunta de Galicia (Ramón Ordás) y un cuñado suyo (Luis Castro Valdivia), al considerar que existen claros indicios de que ambos han podido cometer un delito de tráfico de influencias, al que se añaden asimismo indicios de delitos de cohecho y prevaricación.

En esencia, la denuncia se basa en que Castro tejió una red de sociedades instrumentales, con el fin de conseguir 16 concesiones administrativas de la Xunta para explotar minicentrales hidroeléctricas y desarrollar parques eólicos, contando para ello con el apoyo de Ordás en su condición de alto cargo de la Xunta.

Según el fiscal, se trataba de sociedades de pantalla (con capital muy escaso, carentes de personal y sin capacidad técnica para acometer sus proyectos energéticos), a través de las cuales se pretendía intencionadamente ocultar la identidad de los verdaderos propietarios y eludir requisitos legales para las concesiones, como el tener que constituir un plan eólico empresarial. Así las cosas, desde que Ordás tomó posesión de su cargo en 1999, Castro pasó de aparecer vinculado a tres firmas del sector, a estar relacionado con al menos 35 empresas energéticas creadas o adquiridas entre esa última fecha y el año 2005.

Si los hechos que relata la fiscalía son ciertos, los indicios del delito de tráfico de influencias parecen sólidos. Este delito puede ser cometido tanto por un funcionario público como por un particular. En el primer caso, el delito consiste, en esencia, en influir en otro funcionario, prevaliéndose del ejercicio de las facultades de su cargo, con el fin de conseguir una resolución que le pueda generar un beneficio económico para sí o para un tercero (artículo 428 del Código penal).

En el segundo caso, el delito existe cuando el particular influye en un funcionario, prevaliéndose de cualquier situación derivada de su relación personal con éste o con otro funcionario para conseguir idéntica resolución (artículo 429).

En ambos casos, una vez constatada la finalidad antijurídica, el delito existe ya con la simple influencia, sin necesidad de que se llegue a conseguir efectivamente la resolución; no obstante, si la resolución se dicta y se llega a obtener el beneficio económico perseguido, como presuntamente sucedió en el supuesto que se analiza, las penas previstas para el delito se agravan.

Por lo demás, el tráfico de influencias es independiente del castigo por un posible delito de prevaricación (imputable al director general o a cualquier otro funcionario) si las resoluciones dictadas para las concesiones administrativas pueden llegar a ser calificadas como injustas y arbitrarias. En tal hipótesis existiría -como acertadamente apunta la fiscalía- un concurso de delitos.

Por otra parte, conviene aclarar que el delito de tráfico de influencias no requiere la presencia de dinero u otras dádivas dirigidas a sobornar a los funcionarios, dado que en este requisito reside precisamente la diferencia fundamental con el delito de cohecho. Por tanto, en la hipótesis -apuntada también indiciariamente por la fiscalía- de que pudiese demostrarse un ofrecimiento de dinero u otras dádivas para intentar corromper a los funcionarios públicos (o una solicitud por parte de éstos) existiría además un delito de cohecho, que también es compatible con el delito de prevaricación.

Finalmente, es importante resaltar que la fiscalía no descarta que otras personas puedan llegar a verse implicadas en el presente caso en calidad de partícipes de los hechos realizados, sea como cooperadores necesarios, sea como meros cómplices. Y es que, en efecto, a diferencia de lo que sucede en el Derecho administrativo o en el Derecho mercantil, en el Derecho penal lo decisivo es siempre averiguar, más allá de la forma jurídica, la contribución material de cada sujeto a la ejecución del hecho delictivo. Por ello, a los efectos del Derecho penal adquiere gran relevancia indagar la titularidad real que se oculta tras la fachada de las sociedades instrumentales.

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