Elegía
Cuando dentro de algunos años cualquier persona pueda viajar en tren de Vigo hasta A Coruña en una hora ya no recordará la herida abierta estos días en los montes de Dodro, el tremendo puente elevado sobre el Ulla a la altura de Leiro y de Catoira y las enormes pilastras que han convertido la antaño bucólica y perdida aldea de Manselle en un Brooklyn sin compasión.
Lo que no han podido destruir los incendios se lo lleva por delante la alta velocidad y uno mira el paisaje y se indaga a sí mismo buscando una explicación ante tamaña afrenta y no encuentra otro consuelo que ese amargo romanticismo que se opone ahora a la obra destructora del buldózer, a la dictadura de tiralíneas de los ingenieros de caminos, a la impostura estética de los constructores de puentes, a la patraña ideológica de esos gobernantes olímpicos que parecen medir su trayectoria en los asientos del poder en relación a la cantidad de presupuesto destinado a esa velocidad que, según su parecer, nos adentrará en otro escalafón del progreso.
Galicia emprendió hace 40 años el camino sin retorno de despedir a una ancestral cultura agraria
Maldito progreso el que viene a visitarnos después de tantas ansias, tras el añorado atraso que va dejando en los arcenes a campesinos que toman los tranquilizantes del seguro, a las vacas como especie en vías de extinción y a la aldea como un arrabal más de la gran urbe que extiende sus tentáculos hasta donde nadie diría que llegaría. Así que toca ver iglesias del siglo XVII entre autovías y pequeños caminos interrumpidos por túneles que dan miedo y esas canteras a cielo abierto dónde anteayer se oyó el "queixume dos pinos".
Lamento amargo y sin sentido, puesto que siempre hubo reaccionarios que no creyeron en la llegada del hombre a la Luna, ni mucho menos en la revolución que ni falta hace irse a aquellos años en que las cadenas de montaje o la vacuna contra la polio destruyeron al mismo tiempo que crearon nuevas esperanzas en la especie.
Galicia, puesto que aquí estamos una vez más como el guardián entre el centeno, hace ya al menos cuatro décadas que ha emprendido ese camino sin retorno de despedir a una ancestral cultura agraria para dar paso a esa modernidad que aquí ha llegado en tiempos de la posmodernidad o, mejor dicho, cuando toca ya el fin de la historia. Cualquier pilastra en medio de la aldea es pues un hito en esa cruda transformación de un siglo que va expulsando de la autopista a los conductores más lentos para dar paso a los grandes motores de la era de la velocidad. El burro, el carro, el arado, los montes de mimosas, las manzanas por el suelo, el heno en los palleiros, la milleira o la vendimia, el pan de millo, el cuerno del pescadero o las hierbas de San Xoán son sólo un aroma turístico que desprende ese anteayer que ni por todos los diablos podía anticipar que un día de agosto abriríamos la ventana y veríamos los montes convertidos en un parque eólico y la memoria de infancia en un parque jurásico.
Vano resulta ya cualquier empeño en detener esta hemorragia de comunicaciones y redes que ha dejado las parroquias idílicas de anteayer hechas un remiendo de chalets suizos y perros de defensa, rapaces que participan en carreras clandestinas por las viejas corredoiras y jubilados que han dejado a monte las pequeñas parcelas familiares. Y una y otra vez da la impresión que lo mismo pasó en Manchester o en el Ruhr o en Pittsburgh o en cualquier sitio donde el progreso se abrió paso a dentelladas, para al cabo del tiempo volver a encontrar belleza en la destrucción, esa impura belleza de ciudades como Bilbao o Vigo, asomadas desde siempre al precipicio industrial de sus grandes fábricas, astilleros y altos hornos.
Algo rosaliano, oscuro, desasosegante tiene esta obra que no parece de civilización alguna sino que proviene de lo más irracional del ser humano en su afán de doblegar los montes y las rías. Algo que cuando dentro de veinte años pasemos sobre el Ulla un día de agosto y a lo lejos divisemos las torres normandas sancionaremos de un vistazo rápido y cansado. Hay que coger el tren, no cabe duda, pero no sabemos a qué precio.
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