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Elecciones en Estados Unidos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el vientre de la bestia. Donald Trump en el Madison Square Garden

El liberalismo prefiere seguir creyendo que el candidato republicano es un desliz o una anomalía, y no lo que resulta evidente, que Trump es el sistema, uno de los resultados más probables del experimento estadounidense

Donald Trump
El expresidente Donald Trump, candidato presidencial republicano, habla en un acto de campaña en el Madison Square Garden, el domingo 27 de octubre de 2024, en Nueva York.Alex Brandon (AP)

Scott Lobaido rasga la bandera gringa que ha pintado para 20.000 exultantes personas en la arena del Madison Square Garden y del fondo del lienzo, como si viniera de una tierra inhóspita o tal vez del corazón de la patria, emerge Donald Trump con el Empire State en brazos. Parece haberlo rescatado de alguna parte y traerlo de vuelta a su lugar.

Elon Musk
Elon Musk y la ex primera dama Melania Trump escuchan mientras el candidato presidencial.Alex Brandon (AP)

Lobaido es un artista de Staten Island, en el sur de la ciudad de Nueva York, que ha pintado innumerables veces a su líder político y también la bandera de su país. Nada indica que a estas alturas aspire o le haga falta pintar otra cosa. Con la ayuda del tenor Daniel Rodríguez, cuya vibrante versión de America the Beautiful irrumpe en los parlantes del estadio y enardece todavía más a los presentes, Lobaido ha asistido a su consagración a los 59 años.

Es domingo 27 de octubre y faltan apenas nueve días para que Estados Unidos elija a su cuadragésimo séptimo presidente en una carrera que ahora mismo parece trabada en un empate técnico. La candidata demócrata Kamala Harris se ha ido a Filadelfia, dado el carácter histórico de la ciudad, pero sobre todo porque el estado de Pensilvania resulta crucial en las aspiraciones de triunfo de ambos contendientes. Donald Trump, el líder republicano, ha venido a Nueva York y ha programado su evento en el Madison Square Garden, la arena de los más publicitados conciertos, las más electrizantes peleas de boxeo y la casa de los Knicks y los Rangers, equipos de basket y hockey sobre hielo de la ciudad.

Hulk Hogan
El exluchador Hulk Hogan se rompe la camiseta durante un acto de campaña del candidato republicano.SARAH YENESEL (EFE)

Su decisión ha desconcertado en buena medida a los analistas de mesa, pues Nueva York es un Estado demócrata en el que Trump no va a vencer, no tiene supuestamente nada que hacer aquí, donde en mayo último fue hallado culpable de 34 cargos judiciales. Pero, al fin y al cabo, Trump es neoyorkino, por más que los neoyorkinos quieran deshacerse de él. Su equipo sabe que no van a ganar el Estado, pero sí pueden generar considerables efectos simbólicos en una recta final normalmente caracterizada por su indiscutido, frenético pragmatismo. Esos golpes de timón son los que han convertido a Trump en la figura política que es.

Nueva York es su hogar y, a pesar de que su hogar lo rechaza, no tiene por qué huir de él. Viene a levantar el puño y a dar pelea, que es lo que pidió a sus seguidores que hicieran después de que en julio pasado una bala rozase su oreja derecha en un intento de asesinato, mientras efectuaba otro mitin en Butler, Pensilvania. Además, un mitin en Nueva York nunca es un mitin en Nueva York. Es un evento con resonancias en todos los rincones del país, también en aquellos Estados que van a definir las elecciones. La jugada es astuta, en cierto sentido impredecible, y transmite la idea de que Trump no está desesperado por el triunfo, que puede avanzar a un ritmo distinto y tomarse ciertas licencias.

El expresidente y candidato republicano a la reelección Donald Trump, este domingo en el Madison Square Garden de Nueva York.
Donald Trump hace un gesto en el escenario durante un mitin en el Madison Square Garden.Andrew Kelly (REUTERS)

En 2016, cuando Trump ganó sorpresivamente las elecciones presidenciales con una insolencia y desfachatez impropias de los códigos formales de la democracia estadounidense, su persona fue catalogada como una figura bananera. Se trataba de un desliz o una anomalía del sistema. Ocho años después, cuando no hay en Trump nada bananero, sino todo estadounidense, a menos que sus compatriotas estén dispuestos a admitir que frecuentemente lo bananero y lo estadounidense son lo mismo, el liberalismo prefiere seguir creyendo que Trump es un desliz o una anomalía, y no lo que resulta evidente, que Trump es el sistema, uno de los resultados más probables del experimento gringo, algo tan constitutivo de la nación norteamericana como lo es el supremacismo y la certeza mesiánica de la excepción.

Cada lunes a las nueve de la noche sintonizo el show estelar de Rachel Maddow en MSNBC, y aunque no leo The New Yorker desde ningún apartamento de la Quinta Avenida o el Soho, sí lo hago desde mi renta en Prospect Park South, y aún no he encontrado ni en la televisión ni en las revistas de la conciencia demócrata una línea o un juicio sobre Trump que no sea admonitorio o que no se dedique a reprenderlo o a exponerlo como un farsante desde cierta suficiencia y distancia moral, lo que ha catapultado su imagen una y otra vez. Inspira incluso cierta compasión el candor con que los medios de prensa tradicionales se llevan las manos a la cabeza cuando ven que las denuncias de sus mentiras surten escaso o ningún efecto en su contra, más bien lo opuesto.

Donald Trump
El expresidente Donald Trump en el Madison Square Garden. Evan Vucci (AP)

Uno puede decir que Estados Unidos, asumiendo que Estados Unidos son sus instituciones, aún no ha entendido a Trump, o lo han entendido muy bien y simplemente no están en condiciones de detenerlo, pues hacerlo implicaría detenerse a sí mismos, una reforma política que probablemente ya se encuentre fuera de las posibilidades históricas de este país, cuya existencia en definitiva es casi un milagro. El vigor económico, su fuerza multicultural y el empuje racionalista han mantenido en pie un proyecto nacional también constituido y agrietado por un feroz segregacionismo y el fundamentalismo religioso de decenas de ramas protestantes menos cristianas que gnósticas, ya que solo el gnosticismo pudo permitirles inventar un alma propia y arrancar de cero en estas tierras, como suelen creer que sucedió.

***

Al filo del mediodía cuasi invernal, avanzamos amontonados, a paso de hormiga, hacia las entradas habilitadas del Garden. Cada miembro del tumulto teme quedarse afuera de la instalación. El evento no arranca hasta las dos y treinta de la tarde y todavía restan un par de horas de fila. Dos señoras menudas de ascendencia asiática cargan con banderas trumpistas y de sus cuellos cuelgan carteles que llaman a su líder un elegido de Dios y alguien que pelea contra el mal. Un señor blanco ondea una pancarta con Biden sostenido como una marioneta por Kamala Harris y Bernie Sanders. Una mujer afroamericana del Bronx, extrovertida y elocuente, quiere que bajen los impuestos y odia tener que decirlo, pero lo dice: “Los haitianos sí están comiendo gatos en Springfield”. Unas mujeres ucranias de lentes extravagantes sonríen y asienten. Una familia china reparte octavillas que explican de modo didáctico los horrores padecidos por su pueblo bajo el régimen de Mao. A cada tanto la espera adormece los ánimos y algún entusiasta arenga al grupo con consignas: “¡Fight!” “¡Fight!” “¡Fight!”. Un chico judío no tiene más remedio que tapar su kipá con una gorra roja MAGA (Make America Great Again).

A mi lado hay un círculo de jóvenes que acaban de conocerse. Van a votar ahora por primera vez y cualquiera puede percibir que la emoción los desborda. Son cinco, están orgullosos de haber venido hasta aquí. Miran los edificios alrededor, sus techos y azoteas, intentan localizar algunos francotiradores que los resguarden. Hay dos inmuebles residenciales, un Starbucks, un restaurante indio de pollo frito, la oficina de una empresa de telecomunicaciones. Les parece una locura y una irresponsabilidad de la organización haberlos encerrado en esta calle estrecha, rodeados de tantas ventanas, pero la verdad es que yo no conozco otro modo de acceder al Madison Square Garden, ni ninguna calle de Manhattan que no sea estrecha o esté rodeada de ventanas. Uno de ellos teme que le disparen tal como le hicieron a su ídolo.

Donald Trump
Donald Trump abraza a Melania Trump durante el mitin.Andrew Kelly (REUTERS)

Un hombre alto habla de varios temas con un amigo en tono modulado, cauto, en medio del gentío, y llega a inspirarme respeto por la convicción con que expresa sus ideas y la disciplina espiritual que evidentemente lo acompaña. Entonces se acerca poco a poco a lo que a mí me parece es el núcleo duro de la vida del hombre blanco norteamericano de clase media. ¿Cómo organizar la experiencia pragmática de la competencia y el estatus dentro de la idea de Dios, cómo funciona el recurso interior de la creencia que, en cualquiera de sus variantes bíblicas, prácticamente todos ellos profesan? Después de algunas vueltas, el señor llega a la definición del dinero como energía. Ya la soledad no puede leerse como alienación ni el dinero como fetiche. La soledad es plenitud religiosa y el dinero, más allá de todas las transacciones, es un vehículo o una convención de lo divino.

Intento seguirlo, pero una vez cruzamos el cerco y entramos al Garden, el tumulto lo diluye. La lista de los oradores es larga, casi treinta, y el mitin no va a acabar hasta la noche. Lo que sucede, y al parecer siempre funciona de ese modo, sea en un plazo de seis horas o diez años, es que la masa se cierra, se compacta, entra en su misión vital, cada quien sube la parada y autoriza al colega a la liberación de un nuevo insulto, como una subasta que se paga con calumnias. Es un juego adictivo cargado de adrenalina. Yo diría que se trata de un asunto de termodinámica, de fricciones.

Ninguna promesa o sentencia, ni la burla a los demócratas, ni la reducción de impuestos, ni el llamado a hacer historia, ni el deber con la patria, ni la reconducción de la economía, despiertan en el Madison Square Garden las pasiones que despiertan el odio a los migrantes y el afán de exterminio del pueblo palestino. Hay chiflidos, golpes en los asientos, choques de manos, palmadas en los hombros.

En ocasiones todo parece un sketch, pero no lo es, porque lo que Trump ha revelado de la sociedad norteamericana es algo que el pacto bipartidista mantenía bajo siete llaves y que ahora, expuesto, les avergüenza profundamente. La parodia no viene de una deformación de los gestos, sino que la parodia y la astracanada son una representación realista del orden del consumo y la acumulación, trátese de las aspiraciones del pequeño propietario o de las ambiciones del multimillonario, como puede verse en Succession. En ese sentido, Trump, sobre todo, los ruboriza.

Cuando Sid Rosenberg emerge del túnel, saluda a la gente como si él mismo fuera la estrella del lugar, como si todo ese público estuviese allí por él, y a medida que el show transcurre, su comportamiento va a volverse una tendencia, aunque nadie llegará tan lejos como la abogada Alina Habba, que baila y se mueve al ritmo de un tema pop y que en la tribuna parece más bien la actriz que interpreta a una abogada que en la vida real se llama Alina Habba. La percepción del pintor Lobaido se generaliza, todos están en la cima del mundo, salvo los que provienen del mundo del espectáculo televisivo, la familia Trump o los que tienen demasiado dinero en un escenario donde no hay nadie que no tenga ya demasiado dinero.

David Rem, un supuesto amigo de Trump de la infancia, saca un crucifijo durante su alocución y exorciza el estadio. Llama a Kamala Harris el Anticristo y se estremece al borde las lágrimas. Robert Kennedy Jr., que corrió para estas elecciones como presidente y que lastimosamente ya no parece saber ni quién es, dice con su voz gangosa que apoya la candidatura republicana porque desde ahí va a poder combatir las enfermedades crónicas y proteger el deporte femenino, socavado por la presencia de hombres que compiten como mujeres. Hulk Hogan, que es una exageración de la exageración que Trump ya es, rompe su camiseta y ruge como en cualquier competencia de wrestling. Pero no son ellos los que articulan la máquina de guerra. Es Giuliani, cuando dice que los palestinos quieren matar a los bebés estadounidenses de dos años, o el magnate Howard Lutnick, quizá el más supremacista de todos los presentes, en una velada en la que el asesor Stephen Miller llegó a decir que “América es para los americanos y solo para los americanos”.

La prensa ha establecido los paralelismos correspondientes con el mitin nazi que en febrero de 1939 una organización llamada German American Bund celebrara también en el Madison Square Garden, aunque en ese entonces el recinto estaba ubicado en la Octava Avenida entre las calles 49 y 50. Isadore Greenbaum, un fontanero judío de 26 años que luego combatiera en la Segunda Guerra Mundial como miembro de la Marina, intentó llegar a la tribuna y arrebatarle el micrófono a Fritz Kuhn, líder de aquella organización, pero antes fue interceptado por la turba y golpeado con saña hasta que la policía lo rescató.

Donald Trump es, en efecto, un hombre megalómano, xenófobo y racista. Es también un prototirano que hasta cierto punto solo la solidez de las instituciones políticas estadounidenses han logrado frenar. Miente continuamente, pero él no es una mentira. Sus palabras no son verdad, pero él, como palabra o como signo, sí lo es. El ego de Trump no puede separarse del ego nacional, no es distinto de él. Mientras más pasa el tiempo, menos puede verse a Trump como una persona. Es una especie de medium o un vacío alrededor del cual se articulan una serie de fuerzas abstractas, muchas veces contradictorias entre sí.

La polivalencia de su imagen lo ha vuelto más resistente que lo que cualquiera habría supuesto. Es una criatura insólita, un golem blanco que recoge en sí cada variante disponible del sujeto yanqui moderno. En él desembocan el Sur desquiciado y racista y el Norte industrial, el Este de los padres fundadores, el Oeste inhóspito e inabarcable, la industria del entretenimiento de las costas atlánticas y pacíficas, el Mid West de haciendas y cowboys, las élites financieras y el white trash fabril que el mundo posfordista tirara a la basura. Trump tiene fieles dependientes de cada una de estas economías. No se me ocurre ninguna otra persona en el país, y probablemente no la haya, que pueda organizar un evento conservador de tal magnitud en el corazón de Manhattan, desajustar lo que se encuentra celosamente compartimentado.

Hay alrededor del mundo muchas secuelas de su esquema, muchas copias. Cada una de ellas tiene su pintor Lobaido, su magnate Musk, su comediante Hinchcliffe, su abogada Habba. Son un producto estándar, con sucursales nacionales autogestionadas. La publicidad impuso finalmente un eslogan como la figura política más relevante de Occidente y el magnate inmobiliario se convirtió en el profeta crepuscular del neoliberalismo. El mundo tecnócrata y financiero se ha mezclado con la sed milenarista gringa y Trump y su carisma, casi accidentalmente, han instituido no un movimiento político, sino una secta de la fe.

Ha deformado un partido para abrirle paso a una congregación, el culto nativista MAGA. Aún no cuentan con escritura sagrada o propósito ulterior plenamente suyos, pero pueden llegar a tenerlo. Quizá este no sea más que otro capítulo fundamentalista en la historia político-religiosa norteamericana, ¿pero cuántos capítulos así puede permitirse un país, por más poderoso que sea? Ver a la mitad de la nación intentando aniquilar a Donald Trump es como ver a un cuerpo queriendo deshacerse de su sombra. Y triunfe o fracase en las próximas elecciones, Trump va a permanecer, porque habiendo vencido sobre todo los demás, Estados Unidos aún no sabe cómo derrotarse.

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