Hay un problema moral en Estados Unidos y no es solo Trump
En más de un sentido Estados Unidos está hoy como Venezuela estaba hace 25 años: polarizada, dividida, con la mitad de los votantes atrapada por el resentimiento e hipnotizada por un demagogo mesiánico y ególatra
El jefe de policía de Aurora, Colorado, dijo: “La visita de Trump es una oportunidad para mostrarle a la nación que esta es una ciudad considerablemente segura y que no ha sido invadida por una banda venezolana”. El alcalde republicano dijo: “La verdad es que la preocupación por la actividad de las bandas venezolanas ha sido groseramente exagerada”. El gobernador demócrata apuntó en la misma dirección que los otros funcionarios. Pero el candidato presidencial republicano llegó a Aurora prometiendo rescatar a esa ciudad de 400.000 habitantes de la invasión de “criminales viciosos y sedientos de sangre”.
El rescate se llama “Operación Aurora” y consiste en resucitar una anciana ley, el Acta de Enemigos Extranjeros de 1798, que le da al presidente el poder unilateral de cazar, detener y deportar masivamente extranjeros —o incluso recluirlos en campos de concentración— apenas llegue a la presidencia. Basta con ser un inmigrante no ciudadano etiquetado como delincuente. Para Trump, la ciudad es una “zona de guerra” del “crimen inmigrante”.
Aunque la falsedad de estas afirmaciones ha sido comprobada, Trump ha seguido machacando esta violenta retórica antiinmigrante como el mantra de su campaña.
Ya se sabe lo que hay detrás. El expresidente ha centrado toda su carrera política en la creación de un enemigo interno para agitar el sentimiento nacionalista, la paranoia y la xenofobia latente en la sociedad estadounidense. Sabemos cuál es el guion de la película de fantasía apocalíptica que Trump lleva años sembrando en la mente de los ciudadanos: Estados Unidos es un “país ocupado” y a punto de ser conquistado por una invasión de millones de migrantes —a los que llama “animales”, “criminales”, “terroristas” y “enfermos mentales”—, una invasión bárbara. Su rival demócrata, Kamala Harris, a quien etiqueta como marxista de extrema izquierda, quiere entregar el país a los bárbaros. Solo él puede salvar a la nación y devolverle su grandeza.
Aunque en los últimos años ha habido una crisis migratoria impulsada por una variedad de razones, todo lo anterior es una patraña, cuyas mentiras flagrantes han sido refutadas sin cesar. Más o menos la mitad de los votantes que irán a las urnas el cinco de noviembre, lo tiene claro. ¿Pero qué hay de la otra mitad? ¿No es escandaloso que cerca de 50% de los votantes —vale decir medio país— haya sucumbido a una campaña de desinformación y falacias cuidadosamente orquestada?
El problema no es solo que esos votantes estén a punto de darle a Trump el inmerecido premio de una segunda presidencia, sino que con sus votos estén aprobando de modo voluntario una ficción basada en el odio al inmigrante y en una supuesta superioridad y pureza racial blanca que va contra vía de la multiplicidad racial y cultural del país. El riesgo de fondo consiste en premiar un proyecto de país deshumanizador que tendrá consecuencias de todo tipo. Siguiendo la torcida lógica trumpista, la primera de ellas es que los inmigrantes serán considerados seres de otra especie. No son iguales a “nosotros” — ”We the people”. Son inferiores, salvajes y degenerados que solo vienen a corromper a una sociedad virtuosa, la nación más grande de la historia.
Pero el guion va más allá de los inmigrantes, la xenofobia y el nacionalismo, a los que Trump acude como pivotes de campaña. Con su verbo incendiario, el candidato explota los bajos instintos, el tribalismo y la ansiedad cultural en un mundo de cambios vertiginosos, con miras a conseguir una patente para remodelar al país a la imagen y semejanza de los ideólogos de ultraderecha que lo acompañan.
Ellos, los Stephen Millers, los Steve Bannons y los Elon Musks de la hora, quieren deshacer tornillo a tornillo avances democráticos y derechos arduamente conquistados para reemplazarlos con un sistema altamente jerarquizado y discriminatorio en el que unos serán más iguales que otros. Son los cerebros de una reingeniería social reaccionaria. Comienza por el gobierno y sus instituciones, pero abarca todos los ámbitos de la sociedad, incluso las decisiones sobre el propio cuerpo, como lo evidencia el ataque contra los derechos reproductivos de las mujeres. Esta agenda lleva más de tres décadas en desarrollo, pero su acelerado avance solo fue posible gracias a Trump.
La clave del éxito de este hombre ha consistido en combinar en una sola figura al patán y al vengador. El primero normaliza la degradación, el ultraje, la mofa y el insulto; el segundo promete resarcir a todos los que, por causas legítimas o no, estén envenenados por algún tipo de resentimiento, algunos de ellos larvados de manera subterránea por décadas de creciente inequidad socioeconómica y guerras culturales.
Esta narrativa viene arrastrándose desde que Trump empezó su primera campaña presidencial en 2015 llamando a los mexicanos violadores, los “bad hombres”. De hecho, se ha convertido en parte del discurso público hasta llegar a ser aceptada sin mayores reparos por buena parte de la población. Y ahí está el detalle que no hay que pasar por alto. Según un reportaje del The New York Times, muchos de los votantes de Trump, incluso aquellos mejor informados, más acaudalados y educados, no creen que vaya a cumplir con las amenazas más radicales de su campaña.
Por ejemplo, no creen que vaya a instrumentalizar la justicia para perseguir y encarcelar a sus enemigos —lo que ya hizo en su presidencia—, o deportar masivamente a millones de migrantes indocumentados —lo que también llevó a cabo a razón de un millón por año—, o purgar el gobierno de quienes crean que perdió las elecciones de 2020.
Con extraordinaria candidez, muchos de los votantes de Trump se niegan a ver que sus exabruptos pueden convertirse en realidad apenas pise de nuevo la Casa Blanca. Prefieren, eso sí, pensar que los medios inventan o exageran, que Trump dice lo que dice para hacerse publicidad, que se trata de una estrategia retórica para asustar a sus adversarios.
Esto fue lo que le dijo Tom Pierce, un ex ejecutivo de finanzas, al reportero del Times, Shawn McCreesh, cuando le preguntó sobre los planes de Trump: “Él puede decir cosas y hacer enojar a la gente, pero cuando se da la vuelta dice, ‘No, no lo haré’. Es una negociación, pero la gente no lo entiende”. El autoengaño del señor Pierce es sintomático de lo que ocurre con buena parte de la sociedad estadounidense.
Como venezolano tengo algo de experiencia con amenazas que son tomadas por ardides para negociar. Como Trump, Hugo Chávez fue también un demagogo carismático y populista. Llegó al poder en 1999 prometiendo arrasar con la clase política que lo precedió, acabando con las “cúpulas podridas y corruptas”. Para echar abajo la democracia venezolana, copó el aparato del Estado con sus adeptos más fanáticos, al igual que hoy lo propone Trump. Los venezolanos le entregaron su voto a Chávez, a cambio él llevó a cabo una reingeniería total del país llamada revolución bolivariana e impuso el socialismo del siglo XXI.
Un cuarto de siglo después, la que fuera una de las naciones más ricas de América Latina es un Estado fallido y, lo que es peor, una nación arruinada de la que huye todo el que puede. Ya sé que Estados Unidos no es Venezuela. No, no lo es, pero en más de un sentido Estados Unidos está hoy como Venezuela estaba hace 25 años: polarizada, dividida, con la mitad de los votantes atrapada por el resentimiento e hipnotizada por un demagogo mesiánico y ególatra, al que está a punto de darle un cheque en blanco.
La responsabilidad de quienes hemos vivido la destrucción de una democracia a manos de grupos extremistas, fanatizados y corruptos, es alertar sobre lo que vemos y señalar un mejor camino cuando este existe. En este momento, hay que decir que la barbarie no viene de afuera, es la que entrañan Trump y sus sicofantes al enarbolar una utopía reaccionaria que demanda el regreso a una nación pura gobernada por hombres blancos.
La democracia moderna está basada en un sistema de derechos y libertades no solo para algunos ciudadanos sino para todos, pero se suele olvidar que una sociedad democrática implica también deberes. Uno de los deberes principales del ciudadano es usar el pequeño gran poder del voto para conjurar el peligro inminente de que la democracia sea derribada desde adentro. Otro es ayudar a construir una sociedad más justa y equitativa. En eso consiste la grandeza de la democracia frente a los otros sistemas políticos, incluyendo la plutocracia racista y sexista que busca implantar Trump. En momentos en que el experimento democrático americano se encuentra al borde del abismo, no sobra recordarlo.
Como venezolano que vio caer la democracia en su país, sé lo urgente que es defenderla en Estados Unidos. Y como inmigrante latinoamericano que ha recibido muchas y grandes oportunidades en este país, no pienso dejar de cumplir mis deberes ni entregarle mis derechos a una falange de extremistas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.