Sin agua, luz o gasolina, la normalidad se resiste a volver en Florida
En St. Petersburg, una de las ciudades más afectadas por el golpe sucesivo de los huracanes ‘Helene’ y ‘Milton’, el proceso de volver a las actividades cotidianas no termina de arrancar
La gente lo tiene claro: el agua lo trajo Helene, y los vientos, Milton. Todos lo saben y lo repiten —”eso está ahí desde Helene”; “ese poste lo tumbó Milton”— pero en el fondo, no les importa. Los daños son daños, da igual la causa. Tras el paso del segundo huracán en dos semanas, en la ciudad de St. Petersburg, en la costa oeste de Florida, no hay nadie que se haya escapado sin siquiera un rasguño. Al recorrerla, es imposible encontrar una calle sin residuos de árboles o ramas caídas y las intersecciones con los semáforos apagados, que son la mayoría, son un juego de azar o un ejemplo de civilidad: cada quien espera su turno para avanzar.
Pero hay poco tráfico y la ciudad está todavía medio vacía. Muchos residentes han optado por mantenerse alejados hasta que haya servicios básicos. La luz sigue cortada para alrededor de dos millones de hogares en el Estado y para la mayoría del condado de Pinellas, donde está la ciudad. El agua potable no volverá hasta el lunes; mientras tanto, se ha recomendado que los residentes hiervan agua antes de usarla, así sea para cepillarse los dientes. Y entre el 70 y 50% de gasolineras están desabastecidas en los condados costeros donde Milton tocó tierra.
Al entrar a la ciudad, una de las más damnificadas, primero por las inundaciones y luego por los vientos, hay un estrago que se ve antes que cualquier otro. El techo rasgado del Estadio Tropicana, hogar de los Tampa Bay Rays, equipo de beisbol de la ciudad, ondea con la brisa del mar que abraza la península que forma el condado de Pinellas y la Bahía de Tampa. La postal, que perfectamente podría ser la publicidad de una película apocalíptica, anuncia que por aquí “la normalidad” no se ha posado recientemente.
A unas cuadras al sur de la arena —que había sido preparada para recibir a miles de rescatistas que después del techo roto se trasladaron a tráileres en el gran aparcamiento que queda enfrente— se encuentra el barrio de Fruitland Heights. Si no fuera porque casi todos los negocios están cerrados porque no tienen electricidad, las mujeres negras sentadas en los porches y los niños montando bicicleta y correteándose por las calles dan una sensación de un sábado de verano, sin clases y sin preocupaciones. Pero solo una de esas cosas es verdad. Los colegios están cerrados hasta nuevo aviso, pero en esta vasta sucesión de casas humildes todos están preocupados.
Allicia Johnson mira al vacío desde la puerta abierta de su casa alquilada de un piso y 60 metros cuadrados. Vive ahí con su hijo, con quien pasó el azote de Milton. “Desde que se empezó a meter el agua estuvimos con un balde sacándola rápido para que no estropeara los muebles. Da mucho miedo asomarse por la ventana y sentir que si sacas la mano puedes tocar el agua”. No sabe si venía del mar o si era agua de lluvia, solamente que “estaba muy sucia”. Johnson no se pudo dar lo que califica como “el lujo de evacuar” la ciudad en la que nació y en la que ha vivido toda la vida. No tenía cómo salir y tenía que estar presente para defender lo poco que es suyo.
Normalmente, trabaja como recepcionista y ama de llaves en dos resorts de lujo de la zona. Pero desde hace dos semanas apenas ha ido un par de días para limpiar el desastre que dejó Helene, y no sabe cuándo la volverán a llamar. Teme que no la llamen, que los daños hayan sido tan severos que los hoteles tengan que cerrar un tiempo. Y cada día que no trabaja, no cobra. Por lo menos pudo salvar sus pertenencias, salvo unas cuantas toallas con moho, y todavía tiene techo; aunque sin luz su ventilador no anda y se ve obligada a sentarse en la puerta de casa para refrescarse un poco. Solo le queda esperar exactamente en la posición en la que está. “Los programas de asistencia me pueden ayudar con comida, eso es lo único realmente esencial”, suspira.
Apenas 10 kilómetros al norte están los barrios de Snell y Venetian Isles, algunos de los más afectados hace dos semanas por las aguas del mar que trajo Helene y cubrieron todo. En una calle cerrada rodeada de casas grandes con muelles privados y, como prácticamente todas esta zona, con pilas de muebles destrozados amontonados en las aceras, conversan dos vecinos mientras limpian un área verde compartido. Matthew Couch, médico, y Chad Hall, dueño de su propia empresa de construcción, se saben afortunados. Aunque hablan de la posibilidad de mudarse a algún lugar menos propenso a los desastres naturales, se podrán quedar en sus casas. Fueron construidas hace menos de diez años y, por lo tanto, bajo nuevas regulaciones que dictan que se deben erigir sobre una base de por lo menos tres metros de altura para protegerlas de inundaciones. La mayoría de sus vecinos no están en esa situación.
“En las casas más viejas lo perdieron todo. En un año todas serán derribadas y los constructores estarán haciendo casas nuevas. Sí, se tendrán que mudar, pero son como los granjeros pobres que están sentados sobre una mina de oro”, dice Hall. Couch, mientras apunta hacia enfrente, a una casa que parece ya abandonada con todo lo que alguna vez estuvo dentro regado en el césped, agrega: “Esa entró en el mercado un día después de Helene por dos millones de dólares”. Por aquí los huracanes ponen en acción la selección natural, nada más que eso.
Pero los persistentes cortes de luz, la falta de agua potable y la escasez de gasolina igualan a todos. En cuanto a esta última cuestión, desde Sarasota hasta St. Petersburg, unos 70 kilómetros de territorio densamente poblado, apenas un puñado de gasolineras están funcionando. Las filas de vehículos son eternas. Dos horas y media de cola han hecho algunos. Todavía más, aseguran otros en los corrillos de frustración colectiva que se forman en las gasolineras con servicio de tienda, pero sin combustible. No hay ninguna palabra de las autoridades ni del usualmente muy vocal gobernador Ron DeSantis sobre el desabastecimiento.
La situación, que pone de relieve de una manera inesperada la dependencia absoluta al petróleo, requiere soluciones creativas. En otra de las calles cerradas de Venetian Isles Jeff Paddock se pelea con una manguera. La está intentando meter en el motor de su barco, que está aparcado enfrente de su hogar, para poder usar la gasolina que está dentro para hacer funcionar un generador que les dará electricidad en casa. Un día más, la normalidad se resiste a volver en Florida.
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