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El año que difuminó la frontera entre cine y televisión

Las plataformas aceleran la creación de series remontadas como películas y de películas dividas por capítulos

El actor Jorge Suquet en el rodaje de Libertad. / FOTO DE EMILIO PEREDA
Tom C. Avendaño

Para ver Libertad, el último trabajo de Enrique Urbizu, uno puede acercarse al cine que más a mano le quede de los cientos que la estrenaron el pasado viernes, o encender la televisión (o el ordenador, el móvil, la tableta) y buscarla entre las series de Movistar +. Los dos medios son el hábitat natural de la misma historia. Con la salvedad de que en un formato dura 135 minutos y en el otro son cinco capítulos de 50, el producto es el mismo y no hay una versión más oficial que otra. Que la hubiera sería incluso extraño. La difusión de las fronteras entre qué es un producto cinematográfico y uno televisivo se ha convertido en una de las grandes tramas de 2021 en la cultura audiovisual. No porque sea un debate nuevo (Cahiers du Cinema declaró como mejor película de 2018 la tercera temporada de Twin Peaks), sino porque nunca habían coincidido tantos ejemplos tan seguidos en un proceso tan acelerado.

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En enero llegó a España Small Axe, que contaba cinco historias de racismo contra la comunidad afrocaribeña de Londres. Los capítulos tenían duración de largometraje, no estaban conectados entre sí y los había rodado Steve McQueen (cineasta ganador del Oscar por 12 años de esclavitud). Llamarlo cine, o colección de cinco películas, sería quedarse cortos e ignorar que el conjunto es parte del proyecto; llamarlo televisión no sería hacerle justicia. En febrero, Disney + estrenó La bruja escarlata y Visión, una serie que continuaba (y modificaba) la historia que cuentan las películas de Marvel: no era una subtrama anecdótica, sino un suceso clave del que partirán futuros estrenos en salas. El hecho de que ocurriese como serie era, además, esencial, pues la televisión era casi un personaje más. La semana pasada, HBO España publicó el montaje del director Zach Snyder de La Liga de la Justicia, estrenada en cines en 2017 y convertida ahora en una épica de cuatro horas dividida en seis capítulos. Es decir, formalmente es una serie, y lo único que la convierte en película es que debe consumirse de una sentada. El lío es tal que en junio de 2020, el estudio responsable del remontaje, Warner, la anunció como una cosa y en enero de 2021, aclaró que era la contraria. Sin cambiar nada, el mismo producto ya no era televisión, era cine. Y la diferencia entre una cosa y la otra, irrelevante.

Estos casos, junto a la mencionada Libertad y las películas destinadas a salas, pero estrenadas en televisión por culpa de la pandemia, prácticamente han puesto fin a décadas de separación entre cine y televisión. Siempre fue una diferenciación escurridiza. Al cine se le presuponía una aptitud autoral: el director crea significado con cada decisión que toma (imagen, sonido, guion… el lenguaje cinematográfico); la televisión se producía con menos dinero y tan rápido que no había hueco para autores más allá de la audiencia, que era quién determinaba cuánto duraba una historia. Sin embargo, dos de las películas más aplaudidas de Ingmar Bergman, Escenas de un matrimonio (1973) y Fanny y Alexander (1982), son series remontadas como largometrajes, igual que Libertad. A la primera se le negó la posibilidad de aspirar al Oscar por haberse emitido en televisión; la segunda ganó el de Mejor Película Extranjera. Hitchcock rodó Psicosis (1960) como si fuera un filme para televisión. Roberto Rossellini dejó el cine en 1963 para dedicarse a la pequeña pantalla. Nadie diría que el director de Roma, ciudad abierta carece de intención autoral.

Las dos pantallas se fueron fusionando con los años. “De alguna manera la televisión había asumido el papel de la serie B en el cine. Había una parcelación que se fue rompiendo en los noventa con experiencias pioneras como las de Twin Peaks o Expediente X. La primera temporada de 24 estuvo en la lista de Cahiers du Cinema de las mejores películas de 2002”, explica Francesc Xavier Pérez Torio, autor de Shakespeare: el guionista invisible. Así, hasta la actual abundancia de títulos que pertenecen a ambos medios a la vez. “Es algo consustancial al cambio de siglo”, explica Jorge Carrión, autor de Teleshakepeare y Lo viral. “De hecho, no sé si el debate está siquiera vivo hoy en día, o si lo está tanto como hace unos años, fuera de la industria o de gente que quiera trabajar solamente en cine”.

Si el proceso viene de largo, últimamente se han juntado factores clave. La llegada de las plataformas, que permiten el consumo personalizado de audiovisuales. El control que los creadores televisivos han logrado sobre la duración de su trabajo (es imposible contar con éxito una historia sin calcular cuándo va a acabar, como bien saben los guionistas de Perdidos; o cómo va a acabar, como bien saben los de Juego de tronos). Un público más acostumbrado a programas de una temporada, y a películas más largas, o contadas por entregas.

“No se hayan difuminado los límites, es que el sistema entero se ha invertido. Los largometrajes parecen haber recibido la categoría de ‘relato corto’ mientras que la televisión es la ‘novela’ del relato audiovisual”, alerta desde Nueva York la periodista y crítica cultural Lauren Mechling. “Ver la televisión se solía asociar a ser un flojo, algo con lo que conectabas por ratos. Ahora es un medio que recompensa a los espectadores que nos gusta prestar atención, y atrae a creadores que quieren revestir su trabajo de capas y pistas y múltiples significados. Cualquiera que crea que el cine es un arte superior, y a alguna de esas personas las conozco, no es solo un esnob, sino que se lo está perdiendo”.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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