‘Chemsex’: radiografía de un problema de salud pública
A las consecuencias clínicas de las fiestas que mezclan sexo y drogas (mayor riesgo de transmisión de VIH y otras ITS o graves efectos en la salud psíquica) se unen otras más invisibles enraizadas en un entramado de problemas emocionales, de aceptación y de autodestrucción
Son muchas las capas que envuelven y conforman el fenómeno creciente de las fiestas chemsex. La capa exterior, esa que nos habla de interminables sesiones de sexo y drogas, es tan estridente que eclipsa el fondo del problema y corremos el riesgo de quedarnos en la superficie. Pero, a no mucho que profundicemos, encontraremos un entramado de factores –desde el estigma del VIH a la homofobia interiorizada– que explican por qué esta práctica se ha convertido en un problema de salud pública.
El término, de origen británico, surge de la unión entre las palabras chem y sex, es decir, drogas y sexo. Nada nuevo si se tiene en cuenta que, ya desde la Grecia clásica, se encuentran referencias a la utilización de sustancias psicoactivas en un contexto sexual. Pero el chemsex tiene un patrón de consumo característico, tanto en el tipo de sustancias como en el perfil de usuarios y en el desarrollo de los encuentros sexuales, que lo vincula a prácticas de riesgo que favorecen una mayor probabilidad de transmisión del VIH y otras infecciones de transmisión sexual (ITS), así como a diferentes problemas psicoemocionales y a complicaciones para la salud. Metanfetamina, mefedrona, poppers o GHB/GBL son de las más consumidas en el chemsex, pero también éxtasis, ketamina o cocaína, todas potenciadoras de la desinhibición y que disminuyen la percepción del riesgo.
El perfil de usuarios, principalmente el de hombres gays, bisexuales y otros hombres que tienen sexo con hombres (agrupados bajo las siglas GBO), es especialmente vulnerable a los riesgos y daños asociados a su práctica. Otro factor que se añade a la problemática es el de la proliferación de aplicaciones móviles que se utilizan tanto para buscar parejas sexuales como para la compraventa de las sustancias, lo que favorece que se viralice como conducta de ocio. Todo ello eclosiona en un tipo de fiestas sexuales –en grupo habitualmente, pero también en tríos, en parejas…– que se pueden prolongar durante días y en las que se desvanece fácilmente todo lo que tenga que ver con la prevención y el cuidado de la salud.
Profundizar más allá del cliché
Los expertos hablan de un desafío de proporciones aún desconocidas. “Se sabe que el chemsex es predominantemente urbano, más frecuente en Madrid y Barcelona, así como en destinos turísticos populares entre los gays como Torremolinos, Sitges, Ibiza o Valencia”, explica Jorge Garrido, director de Apoyo Positivo, asociación dedicada a la promoción y asistencia de la salud y muy centrada en VIH y otras ITS. Pero es muy difícil conocer su verdadera magnitud porque se mueve en los circuitos clandestinos de las sustancias ilegales y en la opacidad de las aplicaciones con geolocalización. Para obtener una aproximación no queda otra que tirar de encuestas. La más reciente, la EMIS-2017 (encuesta europea online entre hombres que tienen sexo con hombres, y en la que participaron 10.652 residentes en España) revela que, de los que habían tenido relaciones sexuales en los 12 meses anteriores, el 14,1% había practicado chemsex en ese periodo, y el 7,6% en las últimas cuatro semanas. La tasa se elevaba en algunos subgrupos, como el de hombres con VIH o el de quienes cobraron o pagaron a cambio de sexo.
Es la fotografía de un cliché. Pero la radiografía nos habla tanto de causas visibles como invisibles detrás del fenómeno. “Las aplicaciones proporcionan inmediatez, disponibilidad y accesibilidad a parejas y drogas, pero no son la causa”, puntualiza Garrido. Fueron las asociaciones, recuerda, las primeras en darse cuenta del viraje que estaban experimentando las juergas de sexo y drogas. “A medida que íbamos viendo cómo el consumo sexualizado de estas sustancias, que antes era puntual, terminaba convirtiéndose en una cultura del ocio, y cómo se iba permeabilizando dentro del colectivo gay, bisexual y de hombres que tienen sexo con hombres, quisimos entender por qué se estaba expandiendo”.
“Detectamos un número significativamente alto de pacientes con historial de abusos, de acoso por su orientación del deseo o por su identidad sexual”, explica Jorge Garrido desde Apoyo Positivo
Es entonces cuando ven que detrás hay un entramado de problemas emocionales y de salud mental. “Nos llamó la atención que no se trataba, en principio, de perfiles conflictivos: eran jóvenes de mediana edad, de entre 30 y 40 años, con un cierto nivel de estudios… No eran grupos en riesgo de exclusión social”, detalla Garrido. Se trataba de ver qué los llevaba a adentrarse en esa espiral de consumo autodestructivo: “Al hacer una intervención más en profundidad, detectamos una mala gestión emocional. Nos encontramos con un número significativamente alto de pacientes con historial de abusos, de acoso por su orientación del deseo o por su identidad sexual”. Y aparecen también las fobias: “Vivimos una masculinidad tóxica, consecuencia de la cual encontramos en los propios GBO una homofobia interiorizada y, en los infectados por VIH, una serofobia latente. Hay traumas no gestionados, una no aceptación de la sexualidad. Se instaura la cultura del rechazo hacia lo que pueda parecer femenino, se condena la pluma”.
Ni prevención ni protección
Habla Garrido de autodestrucción. Como especialista en enfermedades infecciosas, el doctor Pablo Ryan, del Hospital Universitario Infanta Leonor (Madrid), ve a diario las consecuencias clínicas del chemsex. “Cada vez nos encontramos más ITS y ETS, sobre todo debido a la percepción disminuida del riesgo. Las drogas dan una sensación de euforia y de invulnerabilidad”. Al mismo tiempo, señala, se da la paradoja de que el control de la infección por VIH que proporcionan los tratamientos antirretrovirales ha propiciado una relajación de las precauciones: “Los tratamientos funcionan muy bien y los pacientes saben que no transmiten el virus; además, los usuarios de chemsex que no tienen VIH tienen a su disposición la PrEP (profilaxis preexposición), por lo que saben que no van a infectarse. Así, disminuye la prevención y la protección, y el preservativo prácticamente no se utiliza”, expone Ryan. La consecuencia es un enorme incremento de otras enfermedades de transmisión sexual, como la gonorrea o la sífilis. “Tampoco ayuda que algunas de estas drogas se consuman por vía parenteral [es decir, no digestiva, como puede ser la intravenosa]. Es el llamado slamsex, que favorece aún más la transmisión de infecciones”, añade.
Siguiendo en el contexto específico del VIH, existe en la comunidad médica una preocupación especial en torno al modo en el que algunos tratamientos antirretrovirales pueden interactuar con ciertas drogas utilizadas en el chemsex. La información es limitada –lógicamente, no existen ensayos clínicos de pacientes que tomen antirretrovirales y drogas–, pero se sabe que algunos antirretrovirales modifican la forma en la que se metabolizan las drogas, pudiendo provocar tanto un incremento de su toxicidad como una sobredosis. Asimismo, desde el GTT (ONGD dedicada a elaborar información sobre tratamientos del VIH y el sida desde la perspectiva comunitaria) advierten: “Si una droga o sustancia disminuye las concentraciones de un medicamento antirretroviral, el tratamiento podría dejar de funcionar correctamente y, en consecuencia, perderse el control de la infección por VIH. Y, si una droga o sustancia aumenta las concentraciones de un medicamento del VIH, podría aumentar el riesgo de desarrollar efectos secundarios asociados al fármaco”.
Además, las drogas, en particular en el ámbito del chemsex, pueden tener una influencia negativa en la adherencia al tratamiento antirretroviral. Esta pérdida de adherencia, según el estudio Impacto clínico del ‘chemsex’ en las personas con VIH, se puede producir por distintos motivos: por una percepción anormal de la importancia de la medicación; por una alteración del patrón del sueño; por la imposibilidad de ingerir al tener problemas con la masticación y la deglución, o porque algunos antirretrovirales se deben tomar con comida y estas drogas pueden reducir el apetito. El impacto más fuerte se prevé en quienes realizan consumos muy intensivos, que podrían llevar a la pérdida frecuente de tomas y, por tanto, comprometer la eficacia del tratamiento.
Pero las consecuencias clínicas, coinciden los expertos, van más allá y envuelven especialmente la esfera de la salud mental. “Muchas de estas personas parten de una vulnerabilidad previa que les hace estar más predispuestos a tener un consumo problemático con estas drogas”, explica el doctor Ryan, y Jorge Garrido lo corrobora: “El chemsex se ha asociado con sobredosis, suicidios, adicciones, problemas de salud mental, agresiones sexuales… A lo que hay que sumar el impacto negativo en el rendimiento profesional y en la vida social y afectiva”. Volviendo a la EMIS-2017, el 5,9% de los participantes presentaba un grado severo de ansiedad y/o depresión y el 21,4% tuvo ideas suicidas en algún momento durante las dos últimas semanas previas a la encuesta.
Una estrategia de reducción de daños
El camino pasa por entender que se trata de un problema de salud pública. Así lo han entendido las ciudades de Madrid y Barcelona, que han incluido el chemsex dentro de sus planes municipales de adicciones. “Todos debemos involucrarnos”, advierte el doctor Ryan. “Los médicos debemos ser proactivos y preguntar a nuestros pacientes por su consumo con las drogas. Y no podemos decirles que la droga es mala, que no la tomen, sino que hay que intentar una estrategia de reducción de daños; dentro de esta estrategia, en la que damos consejos para prevenir ITS o evitar la pérdida del control, procuramos que no utilicen la vía inyectada, porque hemos visto que se asocia a mayores síntomas psicopatológicos graves, como paranoias, conductas suicidas o psicosis”.
Jorge Garrido, desde Apoyo Positivo, concluye: “Hay que ir a ver qué está pasando con el consumo sexualizado de sustancias más allá del colectivo GBO. Ver cómo gestionamos nuestra sexualidad y nuestra erótica, cómo nos relacionamos emocionalmente. Es la asignatura pendiente”.