No dejes la corteza de la sandía en la playa
Al contrario de lo que se pueda pensar, la piel de una fruta no fertiliza la arena. Varios ciudadanos relatan cómo reciclaron los residuos de sus escapadas costeras
Canarias, Baleares, Portugal, la Costa del Sol, el Levante. Con la flexibilización de las restricciones de movilidad y el verano que ya acecha, los destinos playeros vuelven a estar entre las opciones predilectas para una escapada. El que no se ha ido ya tiene un amigo que lo ha hecho y se lo ha contado. Este retorno parcial del turismo vuelve a poner en peligro la limpieza de los arenales, descansados durante las fases más estrictas del confinamiento. Sea cual sea nuestro destino, playas masivas, calas de ensueño o costas rocosas, conviene no perder el terreno ganado y dejar la mínima huella ambiental: tan solo el año pasado, cerca de 4.800 kilos de residuos se extrajeron de costas y mares españoles, según el proyecto Libera. A continuación seis bañistas narran sus experiencias playeras y explican cómo se ocuparon de los distintos residuos que generaron.
Álex Rodríguez, ingeniero informático de 33 años, ha recorrido medio mundo en los últimos años. Gran estratega de los planes vacacionales, experto en deportes acuáticos y un sabueso de las ofertas de aerolíneas, este madrileño habla maravillas de uno de sus últimos destinos, la playa de la Laguna Azul en la costa oeste de Chipre, donde viajó por la mezcla de aventura y tranquilidad que ofrecía el paraje.
“Sobre las nueve de la mañana dejamos el coche en el aparcamiento localizado en baños de Afrodita y caminamos una hora y cuarto bordeando la costa hasta llegar a la playa. Es una buena ruta”, narra. “Después, hay pequeños espacios de arena de difícil acceso bajando por un pequeño acantilado. ¡Ahí coloqué mi toalla!”.
En materia de civismo, Rodríguez tiene todo bajo control. Aparte de la toalla y las gafas de bucear, a la playa llevó un táper con sandía cortada, un plátano, un bocadillo, una puntera cantimplora CamelBak con agua fría y un frasco de vidrio con frutos secos. “Tan solo tuve que ocuparme de la cáscara del plátano [que tiene que tirarse al cubo de basura orgánica] y el envoltorio del bocadillo, que por cierto era un sobre de papel [al contenedor azul] que reutilicé del cruasán del día anterior, así no uso papel de aluminio”, precisa.
En las playas más remotas, como es el caso de la Laguna Azul, es complicado hallar contenedores selectivos. Como mucho existe un único cubo para todos los desechos. “Al igual que hago en la montaña, siempre me llevo la basura para echarla en los cubos correspondientes que normalmente se encuentran en la ciudad”, prosigue. Veterano, da una recomendación: “En estos sitios playeros suele haber contenedores expuestos, es decir, con la tapa abierta. Asegúrate de que tu basura no salga volando más tarde y acabe en el mar”.
Rodríguez se entristece por la proliferación de basura playera. Se ha topado con latas, pajitas, mascarillas e incluso juguetes. El podio de objetos abandonados más frecuentes lo comparten las piezas de plástico mayores de 2,5 centímetros y las colillas, según datos del proyecto Libera, que el próximo 12 de junio celebrará una gran batida nacional para retirar aquellos residuos de los que otros se desentendieron. El madrileño no es de los que se traga el mito de que los restos orgánicos abonan la naturaleza. Se trajo la sandía pelada de casa, sin corteza. “Que sea biodegradable no significa que lo puedas tirar en cualquier sitio. No solo tarda mucho tiempo en descomponerse, sino que si todos hiciéramos lo mismo las playas paradisíacas pasarían a ser un montón de cáscaras acumuladas. Yo lo llamo biodesagradable”, sentencia.
Con inexistentes huellas urbanas alrededor y esculpida en la roca, la playa de La Rijana, un antiguo fondeadero y refugio naval, se sitúa cerca del municipio de Gualchos, a una escasa hora en coche de Granada. Belén Díaz y su pareja, médicos cercanos a la treintena, la escogieron para celebrar el fin de la residencia y desconectar de la ciudad. “Es una cala pequeñita, de rocas y nos pareció que habría menos gente”, detallan. “Y tiene vegetación. Encontramos un arbolito que da sombra para leer. Si no te mueres de calor”.
Hay que recorrer unos 200 metros desde el aparcamiento habilitado en la N-340, la carretera que une Almería y Málaga, para pisar este apacible arenal, al menos en este atípico mayo. “Pero el acceso es sencillo”, tranquiliza la pareja. Díaz se declara muy habituada a reciclar. Pertenece a ese 83,5% de los ciudadanos que afirma separar a diario todos o casi todos sus residuos, según un estudio de la consultora IPSOS para Ecoembes. A La Rijana llevaron “lo mítico”: libros, crema, una botella de agua, un bote de patatas y, como almuerzo, pastelas, una especie de empanada de origen marroquí. “Sabemos que la botella de plástico y el bote van al amarillo. No tuvimos dudas”, afirman. Pero echaron en falta más contenedores: tuvieron que tirar los envoltorios de las pastelas [que deberían ir, si no están muy manchados, al cubo azul] al único contenedor que había en la playa, que hacía las veces de basura normal. “El resto, bote y botella, lo llevamos a casa y lo reciclamos”, terminan.
Durante unas vacaciones de una semana, Álvaro Martín, ingeniero industrial de 32 años, viajó a Formentera junto a su pareja y visitó la playa de Ses Illetes, una de las más emblemáticas de la isla balear y parada de culto de influencers. Recuerda sus 450 metros de arena blanca como si fueran un sueño. “Encontramos un paisaje muy cuidado. Destacaría la limpieza de las aguas y el entorno. Además no había mucha gente por la pandemia”, esgrime.
Martín buscaba tranquilidad y arenas exquisitas. En Ses Illetes acabó pasando el día entero: llevó unas latas de cerveza, botellas de agua y una neverita para enfriar los líquidos. Para comer, unas ensaladas de pasta en recipientes de usar y tirar de aluminio [cuyo destino es el cubo amarillo] que compró en un supermercado. “Al viajar en avión no puedes llevar tantas cosas”, sostiene con lógica aplastante. Metió en una bolsa que traía cada desecho de la jornada. En esta ocasión, la playa estaba bien equipada. “Tenía distintos cubos y nada más comer llevamos la basura separada allí. Todo estaba bien indicado”, rememora. Pese a su intachable comportamiento, Martín hace autocrítica a pie de campo. “No me da igual dónde tirar los residuos, pero no soy de los que piensa todo el rato en lo medioambiental. Del 0 al 10 soy un 7”.
Al sur de la isla de Gran Canaria se ubica la playa de Maspalomas, un enclave rodeado de complejos hoteleros y uno de los núcleos turísticos más importantes del archipiélago en el mundo prepandemia. A Juana Sánchez, de 32 años e ingeniera en una empresa aeronáutica, este gigantesco arenal se le antojó un destino logísticamente sencillo para descansar una semana. “Quería tranquilidad. Con la pandemia no me quería exponer mucho”, relata. “Me bastó con un test de antígenos para viajar y además un amigo vivía allí”.
En su estancia en la isla, Sánchez pasó por las conocidas dunas de Maspalomas y no se cruzó con demasiados turistas. “Lo recomendaría porque en esta época estaba más desierto y más limpio. Aunque algunas cosas tiradas vi, sí”, señala. Su producción de basura fue minimalista: apenas unas colillas, unas latas de cerveza, alguna bolsa de patatas y papel de aluminio. Aunque le pone empeño, se reconoce dudosa a la hora de reciclar. “Mi eterno dilema. Las latas y el vidrio sí, pero luego con las bolsas de patatas y el papel de aluminio [ambos van en el cubo amarillo] siempre me entran dudas”, analiza. “Eso sí, las colillas me las llevo a casa”.
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