¿Y si la solución a la crisis de salud mental fuera (también) filosófica?

Es necesario diferenciar los trastornos mentales graves del malestar de la vida. Para lo primero, necesitamos medios para tratamientos eficaces. Para lo segundo, integrar perspectivas y un análisis amplio de nuestra época

Una mujer muestra una pancarta donde se lee "La salud mental debería ser un derecho no un privilegio", en una manifestación por la sanidad, el pasado 10 de octubre.EUROPA PRESS NEWS (EUROPA PRESS VIA GETTY IMAGES)

El omnipresente término “salud mental” hace referencia a dos fenómenos distintos, con causas e implicaciones diferentes. En primer lugar, está el problema de la tremenda lucha de las personas y las familias afectadas por un trastorno mental grave (esquizofrenia, trastorno bipolar, TOC, autismo, depresión mayor recurrente, anorexia, etc.) para llevar a cabo una vida plena.

Estas enfermedades, a veces tan discapacitantes, son ...

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El omnipresente término “salud mental” hace referencia a dos fenómenos distintos, con causas e implicaciones diferentes. En primer lugar, está el problema de la tremenda lucha de las personas y las familias afectadas por un trastorno mental grave (esquizofrenia, trastorno bipolar, TOC, autismo, depresión mayor recurrente, anorexia, etc.) para llevar a cabo una vida plena.

Estas enfermedades, a veces tan discapacitantes, son el resultado de una compleja interacción de factores biológicos y psicosociales, y nuestro deber es facilitar el acceso de los pacientes a los tratamientos empíricamente validados y a todas las ayudas sociales que faciliten su plena integración en la comunidad. Es una acción cara, pero justa; si hay que gastar dinero, debería ir hacia ahí.

El segundo problema es el malestar psíquico, la frustración, el agotamiento, la insatisfacción con la vida..., que a veces se expresa como síntomas de ansiedad y depresión, insomnio, incapacidad para trabajar o desbordamiento ante las múltiples adversidades de la vida (los llamados trastornos adaptativos).

Para este mal de nuestra época, esta epidemia de la insatisfacción, se han propuesto y discutido varios abordajes, que repasamos casi telegráficamente:

1. La psicofarmacología del malestar

Se utiliza masivamente, podemos afirmar que, desde la publicación del libro, Prozac ha vencido definitivamente a Platón. Hay una clara tendencia al alza en el consumo de psicofármacos, llegando a un total de 4,2 millones de tratamientos mensuales de antidepresivos en España. Cuando se toman sin una clara indicación médica, es una suerte de psicocosmética de cuestionable beneficio. Ciertamente, es una solución rápida, de bajo coste y no requiere mucho compromiso del sujeto ni del entorno, pero claramente es un insuficiente parche transitorio a problemas sin resolver. Lo malo es cuando este uso perverso de los fármacos, esta medicalización del sufrimiento humano, genera un discurso indiscriminado anti-medicación, que confunde a aquellas personas que sí la necesitan o podrían beneficiarse de ella. Los psiquiatras vemos esto a diario.

2. La psicoterapia para todos

Promovida por el boom de la visibilización de los problemas de salud mental y el “yo también voy a terapia”, abre un mercado privado impresionante, al calor del colapso de los centros de salud mental públicos. Es una opción beneficiosa para muchos, no cabe duda. El encuentro íntimo, intransferible, con el terapeuta puede posibilitar acompañamiento, autoconocimiento y cambio, no seré yo quien lo critique. Pero ¿la solución a este malestar universal es disponer de un ejército de terapeutas? Una alternativa de extraordinario éxito es la lectura de textos psicológicos y de autoayuda, centrados en el afrontamiento del estrés, la regulación emocional y la psicoeducación. Algunos son estupendos, transmiten gran optimismo y por momentos su lectura sugiere que todo depende, en realidad, de cómo veamos las cosas. Pero su efecto no suele durar mucho.

3. Socializar (y politizar) el sufrimiento individual

La idea, inicialmente, es razonable: la salida a un problema generalizado no debe sustentarse en la responsabilidad individual, sino actuando colectivamente sobre los determinantes sociales de la salud mental: desigualdades de renta, condiciones de trabajo, discriminación... En esta línea está el informe encargado por el Gobierno sobre precariedad laboral y salud mental o la consideración de la depresión como entidad política de Mark Fisher (difundida por Íñigo Errejón o Eduardo Madina). Si llevamos una vida más próspera y confortable, se supone que nuestra salud mental mejorará. Tiene lógica, pero también dos problemas, o riesgos: que entonces cada opción política (de izquierdas o derechas) hable de querer “mejorar la salud mental” de los ciudadanos y el concepto se convierta en un mero señuelo ideológico. Porque se supone que las distintas opciones políticas —aunque no sean las nuestras—, aspiran al bien común y a la prosperidad, unos con unas políticas y otros con otras (creer lo contrario denotaría cierto fanatismo). El segundo escollo es que el malestar psicológico no siempre correlaciona linealmente con los niveles de pobreza y adversidad. Los focos de hastío de nuestra época se producen a veces en barrios acomodados de París, Nueva York o Berlín.., no en Bangladesh o Nairobi, que parecen tener más motivos. La crisis de la salud mental no estalló tras las devastadoras guerras mundiales ni en la gran hambruna china de Mao Tse Tung, sino que lo ha hecho en nuestro momento actual, en el que hay inestabilidad, precariedad y todo es mejorable, sí, pero en el que la pobreza extrema se ha reducido a la tercera parte entre 1999 y 2019. En resumen, es indudable que las condiciones sociales son importantes, pero ¿de verdad que ahí se acaba la cuestión?

El malestar psíquico a veces se expresa como síntomas de ansiedad y depresión ante las múltiples adversidades de la vida, son trastornos adaptativos

Todas las dimensiones de la salud mental son importantes y no excluyentes, pero quizá es preciso ampliar el encuadre y analizar cómo vivimos y con qué propósito, hacernos preguntas que incrementen nuestra perspectiva existencial. En la época de los crecientes intentos de suicidio de los adolescentes, rescatar a Viktor Frankl y simplemente preguntarnos: ¿por qué vivir? (“Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo”). Leer a Byung-Chul Han para tratar de entender esta “sociedad del cansancio”, producto del narcisismo, el multitasking y la tiranía de la positividad, o, en nuestro medio, a Javier Gomá o Jorge Freire, quienes —entre otros— han abordado la necesaria construcción de un sentido significativo, que haga posible tolerar la adversidad. Dice éste último en su fenomenal ensayo Agitación (Páginas de espuma, 2020): “Para que cese el sufrimiento, es necesario dejar de escapar del dolor”. Abordar esta compleja crisis de la mano de Montaigne, Albert Camus, Martin Buber y de aquellos otros muchos pensadores que defendieron que la principal función de la filosofía es enseñarnos a vivir.

Y, finalmente, quizá haya que abordar la dimensión del ser humano que ha sido prácticamente olvidada o convertida en tabú por la psicología reciente: la espiritual. El ocaso de la religión institucional en Occidente generó un socavón enorme en el afán de significado del ser humano, transitoriamente rellenado en el siglo XX por los grandes sistemas ideológicos y los nacionalismos (a través de la Nostalgia del Absoluto, que describió George Steiner). Pero ahora, en nuestro agitado mundo secular y posmoderno ¿cómo encauzamos nuestro natural deseo de trascendencia, de pertenencia a algo más grande que nosotros?, ¿cómo dotamos de sentido a las pérdidas y al sufrimiento inherente a la vida?

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