Yo, rata de laboratorio
Una colaboradora de EL PAÍS participa en un novedoso ensayo clínico para probar un suplemento nutricional para el síndrome de la vejiga hiperactiva
Para que un producto llegue a las farmacias es obligatorio realizar antes diversas pruebas con él. Cuando se ha identificado una sustancia que puede tener un uso terapéutico, primero se prueba en cultivos celulares y animales, generalmente ratas de laboratorio o ratones. En esas primeras pruebas se analiza su posible toxicidad y si provoca efectos adversos graves, además de su esperada eficacia terapéutica. Una vez que se ha comprobado que no es tóxica, no causa problemas graves y se ha demostrado eficacia en modelos animales, llega la verificación definitiva, se prueba en seres humanos. A est...
Para que un producto llegue a las farmacias es obligatorio realizar antes diversas pruebas con él. Cuando se ha identificado una sustancia que puede tener un uso terapéutico, primero se prueba en cultivos celulares y animales, generalmente ratas de laboratorio o ratones. En esas primeras pruebas se analiza su posible toxicidad y si provoca efectos adversos graves, además de su esperada eficacia terapéutica. Una vez que se ha comprobado que no es tóxica, no causa problemas graves y se ha demostrado eficacia en modelos animales, llega la verificación definitiva, se prueba en seres humanos. A esta última y crucial prueba se le llama ensayo clínico.
Marcela González Gross, doctora en Farmacia y directora del departamento de Salud y Rendimiento Humano en la Facultad de Ciencias de la Actividad Física y el Deporte de la Universidad Politécnica de Madrid, dirige también un grupo de investigación especializado en realizar ensayos clínicos. “Hemos adquirido cierta fama, tanto a nivel nacional como internacional”, explica González Gross. Esta especialista explica que, por esa reputación, les contactó una empresa islandesa que quería hacer “un ensayo clínico con un suplemento nutricional para el síndrome de vejiga hiperactiva”.
Este ensayo, que el grupo dirigido por González Gross comenzó en el año 2020, pretende probar que un suplemento alimentario es eficaz contra los síntomas de un síndrome que, según su propia directora, “padece un 12% de la población”. El síndrome de vejiga hiperactiva provoca una necesidad repentina y frecuente de orinar que puede llegar a ser difícil de controlar y cuyas complicaciones, según información de la estadounidense Clínica Mayo, pueden llegar a ser tan serias como la aparición de sufrimiento emocional o depresión, ansiedad, alteraciones del sueño o problemas de sexualidad.
El ensayo clínico del grupo de la investigadora analiza si el suplemento tiene eficacia para acabar con este problema en 200 voluntarios. Y yo soy una de ellos.
Voluntaria y no remunerada
Entré en el ensayo por casualidad. Una amiga investigadora me habló de él y me dijo que estaban teniendo problemas para encontrar voluntarios. Y, como yo cumplía los requisitos que requería el ensayo, me apunté. Las leyes, españolas y europeas, exigen que la participación en un ensayo clínico sea voluntaria y no remunerada. Una vez que el grupo de investigación me aceptó, llegaron las pruebas. Antes de empezarlas, tuve que rellenar siete formularios. Desde el consentimiento informado, en el que firmo que entiendo lo que supone participar en el ensayo, hasta exhaustivas indagaciones sobre la frecuencia de mis micciones, mis hábitos de vida y mi alimentación.
Después de enviarles toda esa información llega el día del comienzo de mi participación en el ensayo. Me citan en el laboratorio de bioquímica de la facultad de Ciencias de la Actividad Física y el Deporte de la Universidad Politécnica de Madrid. Allí me espera Jaime López-Seoane, licenciado en Nutrición y Dietética y estudiante de doctorado, cuya tesis va a centrarse, precisamente, en este ensayo clínico. En el ensayo, es el responsable del contacto con las personas que se presentaron como voluntarias.
Diario miccional
Cuando llego, lo primero que hacen es un análisis de mi orina. Está todo bien, me explica López-Seoane, sobre todo lo fundamental: no tengo ninguna infección que me descartaría para el ensayo. Después, me explica en qué va a consistir mi participación. Debo hacer lo que se conoce como un diario miccional.
Durante tres días, cada vez que orine tendré que apuntar la hora de la micción, el grado de urgencia que he sentido, si he tenido algún escape y la cantidad de orina. Para esto me da una jarra medidora que recogerá mis orines cada una de las veces. Los dos nos reímos de la jarrita y López-Seoane me cuenta que, una vez acabada la participación en el ensayo, algunos de los voluntarios usan la jarra en la cocina: “Total”, asegura, “después de haberla metido en el lavavajillas…” Lo cierto es que parece una jarra perfecta para repostería, pero antes de eso, deberá contener mi orina.
En el diario también tengo que anotar todos los líquidos que bebo a lo largo del día y en qué cantidad. No parece nada complicado, solo un poco engorroso, sobre todo cuando esté fuera de casa. “Cuando salgas de casa tendrás que llevarte la jarra”, me explican. Lo primero que pienso es lo que tengo previsto hacer los próximos tres días, nada que me complique demasiado la vida, y si tengo algún bolso grande en el que llevarla cuando salga.
Después de hacer el diario durante tres días, empezaré a tomar el suplemento. Dos cápsulas diarias. Discutimos si es mejor que lo tome por la mañana o por la noche. O una por la mañana y otra por la noche. Decidimos que vamos a empezar con las dos cápsulas por la mañana e iremos viendo cómo va la cosa. Una vez que tengo toda la información llegan más pruebas: me mide y mientras lo hace me explica que casi todas las personas miden menos de lo que creen.
Medidas y más medidas
Yo me río, pero cuando me dice el resultado, mucho menos de lo que yo creía que medía, me río menos. Me pesa en una báscula especial en la que tengo que subirme descalza y que además de registrar mi peso (con esto tampoco me río nada), analiza mi composición corporal, es decir, la cantidad y distribución de grasa y músculo. También me miden la cintura y la cadera.
Y después llegan las pruebas de mi estado físico. Primero una de equilibrio, tengo que sentarme y levantarme rápido poniendo los pies exactamente sobre unas plantillas y con mis manos en los hombros. Creo que no voy a poder hacerlo, pero, para mi sorpresa —no para la de López-Seoane—, lo hago muy bien. Y la última, una prueba de fuerza en la que tengo que apretar un aparato con cada una de las manos y todo lo fuerte que pueda. Durante los segundos que dura la prueba, me anima: “Venga, aprieta, aprieta, aprieta…”. No sé si ha sido por sus ánimos, pero me dice que lo he hecho muy bien. Y que al contrario de lo que suele ocurrir, mis puntuaciones finales son mejores que las primeras. Vaya, pienso, parece que por fin estoy aprendiendo a crecerme en las adversidades...
Las pruebas del estado de mis músculos, y del de todos los participantes en el ensayo, están relacionadas con el propio síndrome de vejiga hiperactiva. Se trata de una enfermedad idiopática, lo que quiere decir que no se saben sus causas. Así que pienso que en el ensayo deben querer comprobar también si hay una relación entre un mal tono muscular, que para mi sorpresa parece que yo no tengo, y la aparición del síndrome.
Ya han acabado todas las pruebas. López-Seoane me da el bote con las cápsulas que deberé empezar a tomar dentro de tres días. Es un bote de metal con una etiqueta en la que aparece el número que me identifica en el ensayo, ya que este es totalmente anónimo; los números de expediente y serie del producto; el nombre del fabricante y una advertencia: “Solo para fines de ensayos clínicos”.
Lo que no sé yo, ni tampoco lo sabe el responsable de mi ensayo, es si las cápsulas que contiene mi bote son o no son del suplemento que se va a poner a prueba. Porque el ensayo en el que participo es aleatorio y doble ciego. Según un ensayo clínico previo hecho en Islandia, parece tener efectos beneficiosos para las personas que padecen síndrome de vejiga hiperactiva.
En un ensayo clínico la mitad de los voluntarios recibe la sustancia cuya eficacia se quiere comprobar y la otra mitad recibe un placebo, otra sustancia inocua y sin efectos. La apariencia es exacta, pero el contenido, no. Esto es necesario para poder comparar al final del ensayo si los que recibieron la sustancia a examen tuvieron beneficios sobre los que recibieron el placebo.
Como el ensayo en el que yo participo es doble ciego, ni los investigadores ni las personas voluntarias sabemos si lo que contiene el bote es el suplemento o el placebo. Estos son los ensayos clínicos más rigurosos, porque de esta forma se evitan sesgos que podrían alterar los resultados. Además, este es aleatorio, lo que quiere decir, que la elección de los voluntarios que recibirán el placebo es también al azar.
Dentro de seis semanas, que es el tiempo durante el que debo tomar las cápsulas, tendré la segunda cita, de nuevo en Laboratorio de Bioquímica de la facultad de Ciencias de la Actividad Física y el Deporte de la Universidad Politécnica de Madrid. Entonces, Jaime repetirá todas las pruebas que me hicieron en la primera. “Es imprescindible hacer esa repetición en las mismas condiciones para que los resultados obtenidos con la sustancia que estamos probando puedan atribuirse, sin duda, al propio producto” explica López-Seoane. Así que pasaré por la báscula y Jaime volverá a medir mi altura (espero no haber encogido más), mi fuerza y mi equilibrio. Rellenaré formularios de consumo de líquidos y estilo de vida y tendré que hacer, durante los tres días previos a la cita, un nuevo diario miccional. Ese día acabará mi participación en el ensayo. También sabré entonces si lo que he estado tomando ha sido el producto que se está probando. En unas semanas les contaré aquí mismo si he tenido suerte y no me ha tocado el placebo.
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