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Del aislamiento a la plena integración

El empeño de un país encerrado en sí mismo por convertirse en un pilar del proyecto europeo

Felipe González y Fernando Morán firman, en presencia del Rey, el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas en el Palacio Real,  el 12 de junio de 1985.
Felipe González y Fernando Morán firman, en presencia del Rey, el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas en el Palacio Real, el 12 de junio de 1985.Alfredo García-Francés

Para la España que con las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 emergía de la larga noche del franquismo, la recuperación de las libertades y la apertura al mundo exterior formaban dos caras inseparables de un mismo anhelo. Esa aspiración, diáfanamente plasmada en la primera portada de este diario (“el reconocimiento de los partidos políticos, condición esencial para la integración en Europa”), convertía en máximo y casi único programa político de las clases dirigentes el dictum orteguiano: “España es el problema, Europa la solución”.

No cabe extrañarse por ello que para la generación de políticos españoles que iba a llevar a cabo la transición a la democracia, la tradicional distinción entre política interior y exterior no solo fuera imposible de dibujar, sino que funcionara de forma inversa a lo habitual. Porque si lo común es que los Estados utilicen los instrumentos de la política exterior para proyectar su identidad, principios y valores a su entorno, intentando conformar este a su imagen y semejanza y así afianzar su seguridad y prosperidad, en el caso de la naciente España democrática, lo que los españoles deseaban era importar esos principios y valores y hacerlos suyos. Frente al franquismo, que había definido su identidad en oposición a otros, fundamentalmente la comunidad liberal-democrática de naciones, la generación de la Transición aspiraba a homologarse con el entorno democrático europeo.

Esto explica que, frente a los lamentos que hoy son moneda común acerca de la (supuesta) pérdida de soberanía y los consiguientes arrebatos a su defensa y preservación, lo primero que hicieran los españoles con su recién recuperada soberanía fuera correr a llamar a las puertas de la (entonces) Comunidad Económica Europea para que les permitiera poder compartir su recién adquirido preciado bien y poner fin así a la degradante anomalía que suponía el régimen de Franco.

España, recordemos, no había sido miembro fundador de la ONU ni de ninguna de las organizaciones internacionales en las que se basó el orden liberal-internacional de la posguerra. No logró, pese a los ejercicios de virtuosismo anticomunista del régimen de Franco, formar parte de la Alianza Atlántica, viéndose obligado a formar parte de la estructura de seguridad occidental por la puerta de atrás facilitada por el humillante acuerdo bilateral con EE UU alcanzado con la Administración de Eisenhower en 1959.

La europeización de España sirvió además como marco donde encajar los proyectos nacionales de vascos y catalanes

En paralelo a la marginalidad atlántica, solo compensada por una retórica iberoamericana de escasas consecuencias, el régimen de Franco fue siempre un apestado diplomático en el ámbito europeo. Además de las múltiples condenas internacionales a las políticas represivas del régimen, la Asamblea Parlamentaria de la Comunidad Europea, mediante el famoso informe Birkelbach (1961), negó a la España de Franco la posibilidad de convertirse en miembro asociado de la CEE, obligándole, aquí también, a conformarse con un acuerdo comercial de segundo orden, al tiempo que concedía una perspectiva de adhesión a países como Turquía o Grecia. Mientras que Eisenhower abrazaba a Franco, los europeos abrazaban a todo aquello que éste más odiaba: los liberales, democristianos, socialistas, comunistas, masones y, en general, demócratas agrupados en torno al contubernio de Múnich (1962). El diferente rasero empleado por norteamericanos, más centrados en la seguridad, y los europeos, más preocupados por las libertades y, por tanto, más firmes en el rechazo a Franco, no haría sino ahondar en el europeísmo de la sociedad española, dando paso colateralmente a un antiamericanismo instintivo que provocaría más tarde algunos importantes quebraderos de cabeza a los socialistas con motivo del referéndum de 1986 para la retirada, después permanencia, en la OTAN.

El legado de aislamiento internacional del franquismo llevó a la democracia española a rechazar definirse como una democracia “nacional”. Al contrario, en lugar de aspirar a ser un Estado-nación independiente, buscó convertirse en un Estado-miembro de la Comunidad Europea. De esta manera, al tiempo que se redactaba la Constitución de 1978, se aspiraba a compartir la soberanía de la nueva democracia con otras a fin de garantizar a sus ciudadanos un máximo de derechos, libertades, paz, seguridad y prosperidad. España iba a ser un Estado social y derecho, sí, pero a la vez a sufrir una mutación constitucional de profundísimo calado al aceptar formar parte de otro Estado de derecho más amplio, el europeo.

La europeización de España servía, además de para extender el marco de libertad, seguridad y prosperidad en el que se desenvolvería la democracia, para ayudar a encontrar un marco de convivencia en el que encajar los proyectos nacionales de vascos y catalanes, objeto de especial represión durante el franquismo. Una España integrada en Europa diluía la identidad nacional de una manera aceptable para todos, permitiendo dibujar un futuro de lealtades cruzadas, identidades múltiples y competencias distribuidas en distintos niveles de gobierno. Como ocurriera con los alemanes, que también vieron en la integración europea una vía de escape honorable para un pasado trágico, los españoles pudieron recurrir a la identidad europea para intentar superar sus históricos problemas de articulación nacional y territorial. Al igual que los alemanes decidieron que un buen alemán solo podría serlo si era un buen europeo, los españoles, dudosos de lo que constituía un buen español, también convinieron en ser ante todo buenos europeos.

Cuarenta años después de aquellas elecciones, el europeísmo de los españoles, aunque se ha resentido por los efectos de la crisis, sigue intacto en su aspecto esencial: el identitario. Mientras que en numerosos países de nuestro entorno Europa se ha configurado, al menos para algunas fuerzas políticas, como el “otro” opresor que desfigura la identidad nacional y del que, por tanto, hay que emanciparse, en España las fuerzas más críticas con el proceso de integración europeo envuelven su desafección en la bandera de “mejor” Europa u “otra” Europa, nunca en términos de un retorno a la soberanía nacional y consiguiente deseuropeización de nuestras leyes y costumbres. E incluso aquellos que, como en Cataluña, aspiran a crear un nuevo sujeto político nacional siguen adoptando el modelo de europeización que inspiró a los constituyentes de 1978, pues también dicen aspirar a entregar su soberanía, una vez conseguida, a las instituciones europeas. Que desde 1977 hasta ahora todos los caminos conduzcan a Europa, aunque sea en círculo, prueba la extraordinaria fortaleza del sueño europeo de los españoles. Algo que desde luego hay que celebrar. Pero también cabe preguntarse por qué 40 años después los españoles siguen buscando la solución de sus problemas en Europa en lugar de buscar dichas soluciones en casa y dedicarse, que ya es hora, a resolver los problemas que Europa tiene, que son muchos y variados y requieren el concurso de la España democrática.

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