La rosa de Pedro Sánchez
Cuesta trabajo creer que el ganador pueda resucitar el PSOE que él mismo ha malogrado
Pedro Sánchez ha resucitado de sus cenizas como la rosa de Paracelso. Es un cuento de Borges y una alegoría de la fe. Tenerla no requiere de pruebas. Por eso el viejo Paracelso se resistió a obrar el milagro que le reclamaba un discípulo: "Demuéstrame que puedes devolver a la vida la rosa que acabo de arrojar al fuego".
Y no lo hizo el sabio. O sí lo hizo cuando el ambicioso alumno ya se había marchado. Puede entenderse la euforia de Sánchez en la moraleja del cuento borgiano. Nadie ha creído más que él en sí mismo. Y todos o casi todos los escépticos habíamos ridiculizado su viaje de pastor mormón, pueblo a pueblo, casa a casa.
Es la victoria de la obstinación, de la perseverancia, pero Sánchez no debería incurrir en la pretensión o en el error de atribuírsela como un milagro particular. Sobre todo porque su principal mérito no proviene del proyecto, o del programa, sino del poder de identificación que ha supuesto el rechazo a la investidura de Mariano Rajoy.
Tanto se amontonaban los escándalos del PP, tanto adquiría prestigio y relevancia la doctrina del monosílabo. La actualidad, la coyuntura, beneficiaban la candidatura de Sánchez. Le permitían canonizarse en su pasaje de responsabilidad. Porque dimitió como diputado. Y porque la interinidad del PSOE y la sensibilidad hacia la estabilidad política, derivadas ambas del fracaso electoral del sanchismo, complicaba a los socialistas la posibilidad de emprender posiciones beligerantes hacia el PP.
Pedro Sánchez era un mal candidato con un lema fabuloso. "No es no" ocupa ocho caracteres, espacios incluidos. Y tanto representa una apelación a las emociones como encubre su negligencia política. No sólo ha logrado convertir en "derrocamiento" su legítima deposición de la secretaria general, sino que ha conseguido abstraerse de sus propios desastres electorales. Se jibarizaba el PSOE, se desnutría. Y lo hubiera seguido haciendo de haberse convocado las terceras elecciones, pero Sánchez ha alcanzado a presentarse a la militancia como la encarnación de la pureza. Los milagros necesitan la credulidad de la feligresía. Y Sánchez se hizo rosa sobre los rescoldos de su herencia.
Es donde se antoja más elocuente la estrategia fallida de Susana Díaz. Y donde se retrata la impotencia de un ejército que había alistado a más generales que soldados. La presidenta andaluza reunió a los barones y a los patriarcas. Reconcilió a las antiguas familias, aglutinó el poder institucional, pero semejante ejercicio de músculo oficialista y de aparato burocrático no hizo sino beneficiar al corpulencia de Pedro Sánchez.
Primero porque se le estaba concediendo el tamaño de un gigante. Y en segundo lugar porque el mensaje simple y categórico del "No es no" alimentaba el antagonismo de la casta y las bases, el sistema y el antisistema, lo antiguo y lo nuevo.
Se trata de una simplificación, de un territorio emocional, pero los procesos de autodestrucción que se han producido entre los laboristas y los socialistas franceses exponen la subordinación del cartesianismo a las vísceras. Sánchez ha interpretado mucho mejor el tablero de juego que su adversaria. Y su adversaria ha sido incapaz de de desenmascarar al impostor, entre otras razones porque tampoco Susana Díaz ha estimulado el aura de victoria lejos de su territorio de conquista. Es un fracaso personal. Es el fracaso de un partido deslegitimado y el abrupto final de una época.
Cuesta trabajo creer que Sánchez pueda liderar y resucitar el PSOE que él mismo ha malogrado, pero estamos en los tiempos de la superchería de la superstición. Y no parece importar a los militantes socialistas que la rosa de Sánchez sea de plástico.
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