Juan José Arnedo, apasionado testigo y actor de un siglo
Se ufanaba de tener el carné número 1 de la Federación Socialista Madrileña
En sus casi cien años de vida, Juan José Arnedo (Fuenteálamo, Albacete, 1918) ha sido testigo y actor de lo peor y lo mejor de nuestro siglo XX. Hasta tal punto lo fue que, cuando ya en sus últimos años, el médico le preguntaba que “qué había sido”, se contaba a sí mismo por etapas, por acontecimientos: la República, la guerra, los primeros años de la dictadura, etcétera.
Estudió Magisterio en Madrid durante la República; fue movilizado y combatiente republicano (“sin pegar un solo tiro”, añadía siempre, aunque tampoco le gustaba mucho hablar de ello), condenado a muerte, indultado, preso en el penal de Chinchilla. Fue inhabilitado para todo ejercicio público y se le impidió seguir estudiando Derecho; luego se hizo emprendedor, como decimos ahora: emprendedor de muchas cosas, empresario finalmente. Pero sobre todo, fue una persona activa, optimista, entusiasta, amable, generoso hasta límites insospechados, admirable marido, padre, hermano, abuelo, bisabuelo múltiple y amigo de muchos amigos, de al menos tres generaciones, que mucho le queríamos.
Al final de la guerra se casó en Valencia con Elena Soriano, también maestra republicana y escritora, por cuyo talento literario sintió una enorme admiración y a quien ayudó en todas las empresas literarias, desde la edición de sus primeras y grandes novelas como la trilogía que incluye La playa de los locos (Suances, donde se falla el premio que lleva su nombre por iniciativa de él), hasta la formidable aventura literaria de la revista El Urogallo (“que cuando canta se delata y muere, pero canta”), donde se publicó mucha buena literatura y a escritores entonces desconocidos. Un papel conyugal, no muy frecuente en la época, en el que Arnedo se desenvolvió con valentía, orgullo y sabiduría. Cuando el hijo de ambos, Juanjo, murió en circunstancias trágicas, resistió y ayudó a su mujer a verter su dolor en Testimonio materno, libro de emociones tumultuosas, que es también una reflexión lúcida sobre el lado oscuro de la mítica generación de los ochenta. El libro le valió a doña Elena notoriedad y reconocimiento, pero por ser motivado por la tragedia familiar cedió los derechos a la Cruz Roja Española, que creó con ellos una fundación para atender a jóvenes toxicómanos, Crefat, en cuya administración han seguido participando Juan José y su hija Elena. La apasionada y respetuosa gestión del legado de Elena Soriano, muerta en 1996, llevaron a Arnedo a promover la publicación con carácter póstumo del libro El donjuanismo femenino (Península, 2000) con una bellísima introducción de su hija Elena.
Pero Arnedo, viudo, fue también capaz de reinventarse, y, aunque siempre atendido por Elena, de hacer muchos nuevos amigos, de pertenecer a nuevas tertulias, de mantener la militancia socialista (se ufanaba de tener el carné número 1 de la Federación Socialista Madrileña), de ayudar a más gente, de contribuir a la nueva etapa del Ateneo de Madrid, de sufrir con su Atleti, de seguir completamente activo, de acudir a múltiples acontecimientos culturales; como la Academia de la Historia donde fue a escuchar una conferencia que yo daba sobre el gran pedagogo y jurista Rafael de Altamira.
En las últimas semanas, he sido testigo de su resistencia física y anímica ante el deterioro implacable del final, del esfuerzo que todavía hacía por no quejarse, por sonreír a los que le visitábamos, por recibirlos bien. Su hija Elena Arnedo Soriano, mi amiga de siempre, le va a echar muchos de menos. No será ella sola. Seremos muchos.
Josefina Gómez Mendoza es profesora emérita de la Universidad Autónoma de Madrid.
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