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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De espías, diplomáticos y República

Intoxicado de conservadurismo, Londres fracasó en 1936 en su análisis de la situación española

En el periodo de entreguerras del pasado siglo Gran Bretaña contaba con los mejores servicios de inteligencia del mundo. No sorprenderá que los relatos de sus triunfos figuren entre los best sellers del Reino Unido. El pasado año se han publicado tres obras sustanciales sobre ellos. Pero en ninguna se aborda uno de sus fracasos más resonantes, precisamente el relacionado con una España de la que, entre 1931 y 1936, se ocupaban cuatro sistemas de información británicos.

El más importante se dedicaba a la interceptación y descifrado de los telegramas y radiogramas tanto de países amigos como de adversarios potenciales. La Government Code and Cypher School, dependiente del Foreign Office, se centró sobre las actividades de la Comintern. La URSS era, como régimen antagónico al capitalista y proclive a exportar su revolución hacia Occidente, el adversario genuino. La operación se rodeó del más espeso secreto. Los mensajes, blue jackets, circularon solo por los niveles más elevados del Gobierno y entre altos funcionarios cuidadosamente seleccionados.

Desde septiembre de 1933 se captaron los mensajes entre Moscú y Madrid. Al principio, no se les prestó importancia. Más tarde el ritmo se aceleró. Los mensajes apuntaron en una dirección única a partir del verano de 1935. Los comunistas debían apoyar las reformas republicanas y luego el Frente Popular. Enfatizaban la moderación, la necesidad de no dejarse llevar por provocaciones de la derecha, el temor a una algarada anarquista, el respeto a las creencias católicas, etcétera. Todos fueron desestimados en Londres.

El segundo sistema era la organización de Inteligencia Naval (OIN), presente en los puertos, pero que siguió la evolución política general, sobre todo tras los acontecimientos de Asturias en 1934. Sus informes son una mezcla de agudeza (identificó la estrategia gilroblista de actuar a base de provocaciones a la izquierda) y de errores de principiante.

El tercer sistema era el más oculto: el Secret Intelligence Service (SIS o, como suele denominársele, MI6). Tenía un viejo pedigrí en España, en donde se había asentado, por la vía de la Inteligencia Naval, durante la I Guerra Mundial. Bajo la cobertura de oficinas de control de pasaportes continuó actuando hasta diciembre de 1923. Durante la guerra química en Marruecos envió informes muy detallados al Foreign Office y a la Inteligencia Militar. Más tarde, tuvo en Valencia un colaborador que informaba sobre relaciones hispano-italianas, la situación en el Mediterráneo y Gibraltar. Cuando, en octubre de 1935, el director del SIS solicitó un aumento de presupuesto, uno de los casos en que se basó fue el español. Ningún informe de esta fuente se ha hecho público. Sí se conoce, gracias a su historiador oficial, Keith Jeffery, que en abril de 1936 el SIS conectó con su homólogo francés, el Deuxième Bureau, y le dio la gran noticia de que “el establecimiento de un régimen soviético en la península Ibérica es algo que difícilmente cabe contemplar con tranquilidad”. Estimamos que esta información destila el carácter del análisis dominante en Londres.

Si así fue, se debió a un fenómeno más espectacular, y no suficientemente esclarecido, que se registró en la representación diplomática británica en España. Un tema cautivador para cualquier estudioso del papel de los diplomáticos en la creación o malinterpretación de realidades foráneas. La contrastación de la información diplomática de aquellos años debería constituir, en mi opinión, un case study poco menos que obligatorio en cualquier escuela diplomática o de inteligencia.

El embajador sir George Grahame había informado con agudeza, penetración analítica y gran conocimiento de las realidades españolas hasta el verano de 1935 cuando se jubiló. Grahame puso al descubierto las maniobras de la CEDA; su política de acoso, derribo y venganza, amén de su proclividad hacia soluciones parafascistas. Su sucesor, sir Henry Chilton, holló el camino inverso. Desde su llegada en el otoño de 1935 se dedicó a frecuentar los círculos monárquicos y se dejó intoxicar por algún que otro eminente político católico. Cuando no dio más de sí echó mano de interpretaciones de su primer secretario, tan indigente intelectual y políticamente como él, o del cónsul general en Barcelona (con su pronóstico sobre el establecimiento en ciertas partes de España de “Gobiernos locales de tipo soviético”). Está por determinar si Chilton oteó por dónde soplaban los vientos en Londres y se plegó a ellos o si también prefirió dejarse mecer por las certidumbres hiperconservadoras de la business community asentada en España.

¿El resultado? La embajada no contrarrestó ni los informes de la OIN ni los del SIS. El fallo en la apreciación de la situación política española en 1936 fue un clamoroso fracaso del aparato político, diplomático y de inteligencia británico en su conjunto. También un fallo humano. Es difícil pensar que sir George Grahame hubiese podido incurrir en él. ¿Y qué pasó con la única evidencia de primera mano, pura y dura, de que disponía el Gobierno británico, las interceptaciones de la Comintern? Fueron a parar a la papelera, en primer lugar del Foreign Office, luego a la de la historia. De donde conviene sacarlos.

Ángel Viñas es catedrático de la UCM y autor de La conspiración del general Franco.

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