Morirse bien
Mercedes falleció el mes pasado con la profunda sabiduría de quien lleva toda la vida muriéndose


En mi familia admiramos a quienes se mueren bien. Es un arte que, desgraciadamente, no está al alcance de todo el mundo y tampoco se puede hacer mucho por dominarlo, pero por lo general consideramos una buena muerte a aquella que no genera más sufrimiento del imprescindible en los demás ni en uno mismo. A ser posible debe llegar tras una vida bien vivida, y una vez inevitable no debe alargarse demasiado, aunque sí lo suficiente como para poder despedirse. Mercedes, mi prima querida de Zaragoza, falleció el mes pasado con la profunda sabiduría de quien lleva toda la vida muriéndose. Le diagnosticaron de niña un problema renal y sufrió innumerables sesiones de diálisis y dos trasplantes. Vivió hasta los 48, cuando decidió que no quería seguir prolongando su existencia con tratamientos agresivos. Cuando la oncóloga le dio las últimas malas noticias, le pidió permiso para hacerle dos preguntas: “La primera es si existe vida después de la muerte. La segunda es qué perfume usa, me gusta”. Paciente consciente y entera, fue crítica con el proceso de diagnóstico de la enfermedad que finalmente se la llevó, por si acaso así mejoraba la situación de otras personas. Incluso cuando quienes la rodeaban no podían más, ella desplegaba su sentido del humor, intenso y negrísimo.
Mercedes pensó en cada detalle de su adiós. Nuestra prima común Ana, que es enfermera y siempre la acompañó, dice que eso ocurre con algunos pacientes crónicos porque han pasado mucho tiempo reflexionando sobre la muerte, algo que el resto intentamos no hacer en absoluto. Pidió que en su funeral sonara Who wants to live forever cantada por Freddie Mercury para que pudiéramos llorar todos a gusto, y dejó una plantita a cada una de sus amigas para que al regarla se acordaran de ella. Dejó también a un amor profundo y desolado, Carlos. Como dijo su amiga de la infancia en el responso, nunca hizo mal a nadie, y si alguna vez lo hizo, fue involuntariamente y por intentar vivir la vida en sus propios términos, consciente del valor que tenía cada minuto. Amaba a los animales, e intentaba no comérselos. Fue pequeña, movida y alegre desde cría hasta casi los cincuenta. Amaba el pueblo remoto donde nacieron nuestras madres, y hace unos años pudo disfrutarlo varios meses, pero tuvo que volver a la ciudad, porque no conducía y si la llamaban para el esperado segundo trasplante no iba a llegar a tiempo.
En realidad yo iba a escribir aquí sobre la obsesión del poder con la longevidad: de Vladímir Putin y Xi Jinping hablando entre ellos de vivir hasta los 150 años; de la fijación de Donald Trump con ganar el Nobel de la Paz y hacer méritos para ir al cielo; de cómo parece que los milmillonarios obsesionados con la longevidad y el transhumanismo están acelerando el crecimiento de la inteligencia artificial de forma imprudente solo para ver si les alarga su tiempo en la tierra, como personajes de la película Mountainhead. Esos hombres aterrados se han convencido de que el envejecimiento es reversible y la muerte, un cabo suelto que se puede resolver. Esa irracionalidad que construyen sobre una base científica nos afecta a todos. Creen que son demasiado ricos, únicos y poderosos como para morirse. Estoy segura de que el fin de la vida les va a tomar completamente por sorpresa, como si algo así solo nos sucediera a los pobres. Por eso he creído más apropiado recordar la buena muerte de Mercedes, Merceditas, alguien que sí supo enfrentarse sabia, dignamente, al destino que nos une
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