Lecturas polisémicas del 9-J

Pedro Sánchez resiste entre la debilidad de sus socios, y Alberto Núñez Feijóo tiene dificultades para consolidarse como jefe de la oposición

Sr. García

Las elecciones europeas son el mejor ejemplo del milagro que constituye la polisemia democrática. Aunque extraigamos de ellas una voz europea, esta surge, en realidad, de electorados tan diversos que para comprenderla adecuadamente es necesario decodificar bien sus distintos significados. Incluso cuando se manifiestan tendencias comunes, estas solo cobran verdadero sentido desde una perspectiva local.

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Las elecciones europeas son el mejor ejemplo del milagro que constituye la polisemia democrática. Aunque extraigamos de ellas una voz europea, esta surge, en realidad, de electorados tan diversos que para comprenderla adecuadamente es necesario decodificar bien sus distintos significados. Incluso cuando se manifiestan tendencias comunes, estas solo cobran verdadero sentido desde una perspectiva local.

¿Qué nos indica una primera lectura general del 9-J en clave europea? Una parte de Europa se sigue moviendo hacia posiciones ultraconservadoras y autoritarias, aunque también emergen reacciones desde la izquierda y la derecha moderadas. Los partidos de ultraderecha ganan las elecciones en cuatro Estados, menos de los esperados. Es necesario precisarlo: no es una ola electoral general sobrevenida, sino una propagación paulatina y sostenida de cambios que se dan en las escenas políticas nacionales. Asusta a la izquierda, pero amenaza sobre todo a la derecha tradicional, a la que ya ha superado en países claves, como Italia, Francia u Holanda.

Es conveniente no magnificar su victoria: siguen y seguirán siendo una minoría. Es una familia política mal avenida, que tiene en común el antiliberalismo de sus valores, pero cuyo nacionalismo decimonónico le impedirá actuar con la cohesión de socialdemócratas o populares. Y es que la normalización de la ultraderecha en las instituciones europeas expondrá a la luz sus problemas internos.

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No será extraño ver, de hecho, un acomodamiento de algunos líderes ultraderechistas. Como apunta Thibault Muzergues en su reciente Postpopulisme (L’Observatoire, 2024), Italia sirve de laboratorio en el que la ultraderecha trata de hacerse mainstream, en detrimento de la vieja derecha, empleando un pragmatismo atlantista en política económica e internacional, aprovechando para incorporar, por la puerta de atrás, una agenda ultraconservadora en la moral y la identidad.

Como actor europeo, la ultraderecha apenas podrá ejercer de minoría de bloqueo. Tendrá la influencia que sus adversarios políticos quieran concederle. El resultado no será una Europa más derechizada necesariamente, pero sí con márgenes ideológicos más amplios. Será responsabilidad del resto de grupos moverse dentro de ellos.

Desde esa perspectiva, destaca el mantenimiento del centroizquierda, donde el castigo al SPD se ve compensado por la recuperación en Francia y la fuerza del PSOE. A ellos se suma el liderazgo que conserva el grupo popular. En conjunto, la lógica de acuerdos moderados y centrípetos seguirá predominando, con líderes especialmente interesados en ello, como Donald Tusk y Pedro Sánchez, que sale del 9-J mucho mejor que Macron o Scholz. He ahí un eje de contrapeso evidente a la deriva ultraderechista.

De hecho, España aparece como el principal miembro de la UE donde los partidos tradicionales prevalecen y la ultraderecha ralentiza su avance, más débil que en otros Estados miembros equivalentes. Es un retrato que contrasta significativamente con el escenario de crispación que impera en la política doméstica. Sería extraño que PSOE y PP perdieran esa oportunidad para rea­firmar el papel de España en una Unión Europea que ofrece terreno de sobras para que ambas fuerzas encuentren más puntos en común de los que, por ejemplo, tiene el PP con Vox.

El recorrido de esa posibilidad depende de una segunda lectura del 9-J, en clave nacional: Sánchez resiste en un contexto de debilidad de sus socios, y Feijóo tiene dificultades para consolidar su papel como jefe de la oposición.

Tras el fracaso de julio pasado, la oposición esperaba (y muchos dirigentes socialistas temían) que las europeas se convirtieran en una segunda vuelta donde la sociedad española rechazara sin matices los acuerdos de Sánchez con los independentistas para iniciar la legislatura. Para ello, el PP no solo necesitaba ganar las elecciones, sino que debía producirse una debacle del apoyo al PSOE. Con ese plan, se avanzaron las elecciones gallegas para tratar de iniciar una ola de nieve que se llevara por delante la legislatura.

Los resultados han refutado esa expectativa. La victoria del PP no logra distanciarle del PSOE. De hecho, retrocede más de un millón de votos ante la suma con Ciudadanos en 2019, el mismo millón que aumentan Vox y la otra candidatura ultra. Y aunque el PSOE pierde cerca de dos millones de votos, mantiene su distancia con respecto al PP en las generales de julio. Estos resultados no solo desmienten que la amnistía sea la palanca que hará saltar a Sánchez de La Moncloa. Evidencian que la estrategia de deslegitimación de la vía de Sánchez para normalizar Cataluña beneficia más a la ultraderecha que al PP. Quizá sea una cuestión de tiempo que en la sede de Génova se planteen si, de nuevo, es un problema de la estrategia o del liderazgo que la aplica.

En este contexto, Feijóo podía tener incentivos para iniciar una huida hacia delante, en forma incluso de una moción de censura contra Sánchez. Su principal obstáculo es que ahora mismo todas las opciones para un fin anticipado de la legislatura solo dependen del independentismo catalán, y muy en particular, de Junts.

Ahí cabe introducir una tercera lectura del 9-J, en clave catalana: los resultados generan incertidumbre en el ámbito independentista y clarifican el proceso de negociación de un nuevo Gobierno catalán. En contraste con el mal agüero pronosticado por PP y Vox, el 9-J confirma nuevamente la crisis electoral del independentismo catalán.

Es plausible esperar que estos resultados refuercen las opciones de Salvador Illa para alcanzar la presidencia de la Generalitat, siempre que ERC no reaccione ante su declive electoral con los complejos que Junts trata de imbuirle. Los datos del 9-J no abonarían esos complejos.

Junts obtiene el peor resultado del espacio de CiU en cualquier elección desde 1977, solo por delante de los que obtuvo en las generales de julio pasado, se deja más de la mitad de sus votos de 2019 (y un tercio de los que obtuvo hace un mes), y se queda con un único europarlamentario, la delegación más pequeña en 40 años de presencia europea. En contraste, el retroceso de ERC es algo más contenido, lo que le permite mantener fuerza relativa ante Junts. La suma de ambas candidaturas apenas supera el resultado del PSC en unas pocas decenas de miles de papeletas.

Ante este pésimo escenario que deja el 9-J, PP y Junts tratarán de hacer una digestión acelerada de los resultados europeos. Resulta irónica la concertación de intereses que ahora mismo se da entre ambos partidos. Junts necesita bloquear la investidura en Cataluña para obligar a una repetición electoral, y el PP necesita lo mismo en las Cortes Generales, para evitar la estabilización del castillo de naipes que gobierna Sánchez. Lo que no está claro es que lo que le conviene a uno en Madrid sea lo mejor para el otro en Barcelona, ni a la inversa, dado el riesgo de que tanto bloqueo lleve a Sánchez a un nuevo salto acrobático, alineando en otoño calendarios electorales inéditos y temibles para sus adversarios.

También tienen otra cosa en común PP y Junts: en ambos casos, crece la incertidumbre entre sus electores menos fieles sobre la fiabilidad que desprenden las apuestas tácticas de Feijóo y Puigdemont en estos momentos. El panorama europeo del 9-J impone aquí mucha precaución: puestos a desestabilizar al Ejecutivo español, la derecha tradicional tiene hoy menos margen que en el pasado para hacerlo con éxito, porque ya hay —en el Congreso y en el Parlament— fuerzas dispuestas a reformular todos los consensos con menos escrúpulos y más descaro.

Es un riesgo del que ni siquiera Sánchez se encuentra a salvo mientras siga sosteniendo su apoyo electoral sobre el encogimiento de aquellas otras fuerzas a las que necesita para completarla.

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