Comida, bebida y productos ingeribles
Una vez que el sistema capitalista occidental se entusiasma con productos de culturas no hegemónicas, su producción masiva genera la explotación de las personas y de la tierra
Desnaturalizar lo obvio ofrece muy buenas recompensas, nos permite ejercitar el placer de las sorpresas insospechadas. Con los ojos nuevos de un observador que acaba de arribar a este planeta, nos parecería sorprendente que determinados productos de una sola de las miles de culturas que existen en el mundo se encuentren disponibles en todos los rincones del planeta. Es posible hallar, por ejemplo, una lata o una botella de coca-cola en casi cualquier lugar habitado por la humanidad. La omnipresencia de este objeto nos revela la historia reciente del mundo y nos permite explicar mucho del funcionamiento actual de la economía, la política y las relaciones sociales en los que nos encontramos inmersos. Por contraste, una bebida desarrollada dentro de la cultura mixe o zapoteca con el objetivo básico de saciar la sed de una manera agradable es imposible de hallar, por ejemplo, en China o incluso en la Ciudad de México. La libre circulación de objetos y elementos desarrollados por múltiples culturas es en realidad una ilusión. La interconexión global tan celebrada por el capitalismo no ha hecho posible que toda la humanidad abreve de la inagotable fuente de la diversidad, sino que más bien ha logrado colocar intensivamente unos cuantos productos en todo el planeta convirtiendo a cada vez más personas en sus consumidores reales o, al menos, potenciales. Me pregunto sobre los sabores y las características de las miles y miles de bebidas para saciar la sed desarrolladas dentro de múltiples tradiciones culturales y gastronómicas distintas que mi paladar nunca conocerá. La globalización capitalista en realidad nos ha reducido las opciones, de la increíble variedad de plátanos en existencia, por poner un ejemplo, ha seleccionado un tipo de ejemplar para colocarlo masivamente en los supermercados del mundo.
Sin embargo, podríamos pensar en contra-ejemplos, podríamos pensar en productos, bebidas y alimentos de culturas no hegemónicas que pueden encontrarse ahora en los lugares más insospechados. El cacao, ese producto profundamente identificado con la tradición mesoamericana, ha llegado a casi todos los rincones del mundo convertido en delicioso chocolate y esa palabra se ha instaurado alegremente en múltiples idiomas que necesitan nombrar con gozo este sustantivo. Pero no podemos engañarnos, su distribución masiva en la actualidad nos revela lo que sucede cuando elementos de una cultura no hegemónica son capturados por el capitalismo y, despojados del contexto cultural en el que se desarrollaron, se convierten en mercancías masivas: Unicef calcula que, durante las últimas décadas, aproximadamente 200.000 niños han sido esclavizados en la industria del cacao en diferentes países de África occidental, región en la que se produce cerca del 70% del cacao mundial que es utilizado por las principales marcas de chocolate en el mundo. Los testimonios registrados son desgarradores. Otros estudios reportan que desde 2015 hasta ahora aproximadamente 19.000 niños pueden haber sido víctimas de trata o esclavitud en Costa de Marfil, el país que más produce cacao a nivel mundial. Por otra parte, lejos de esa industria, las múltiples y variadas bebidas hechas con cacao siguen siendo elaboradas por distintos pueblos indígenas y comunidades en este lugar del mundo llamado Mesoamérica, una variedad que poco se conoce y que ha sido documentado por la Biblioteca de Investigación Juan de Córdova, en Oaxaca. Una vez que el sistema capitalista occidental se entusiasma con alimentos o productos de culturas no hegemónicas, su producción masiva genera la explotación de las personas y de la tierra. Esto también se puede decir del aguacate Hass y los efectos sociales y biológicos que el cultivo de este fruto, convertido en producto masivo, tiene ahora como monocultivo intensivo.
La comida y las tradiciones alimentarias se convierten entonces en asuntos profundamente imbricados con sistemas económicos y sistemas de opresión. Más allá de la entusiasta celebración de la diversidad gastronómica, el capitalismo ha convertido los alimentos en mercancías globales y ha creado productos ingeribles que, por su bajo aporte nutricional, difícilmente podemos calificar siquiera como alimentos. Para poder colocar estos ingeribles como mercancías disponibles en todo el mundo ha sido necesario modificarlos para que no ocurra un proceso esperable: la descomposición. La conservación de estos ingeribles se ha vuelto una necesidad estratégica para su consumo y la consecuencia de ello afecta gravemente la salud. Hemos normalizado, por ejemplo, que el pan y la bollería industrial puedan pasar semanas dentro de bolsas de plástico sin que comiencen con el proceso natural de descomposición que se esperaría de un pan.
La colocación masiva de estos productos va acompañada de una publicidad también omnipresente que los hace apetecibles hasta irlos convirtiendo en marcadores de clase, poder comprar un refresco embotellado adquiere una nueva carga semántica: la capacidad adquisitiva. De esta manera, beber pulque se convierte en un marcador de pobreza frente a la posibilidad de adquirir una botella de alguna bebida alcohólica industrializada que exhibe el logo de una marca que la publicidad haya hecho deseable. Esta operación hace que nos olvidemos del hecho objetivo de la calidad de una bebida, a un tiempo que nos enferman nos hacen pensar que aquella elección es la mejor, que un producto industrializado al que se le han añadido químicos dañinos es obviamente mejor que una bebida propia de nuestra tradición realizada con los mejores insumos y en una producción pequeña. Un poco de sentido común que nos cure de los efectos de la publicidad nos puede indicar que, en realidad, lógicamente, se trata de lo contrario.
En este contexto, elegir las bebidas y los alimentos que compramos o que consumimos no concierne solo a una elección individual. Sabemos que ya nuestro propio contexto cultural nos provee de tradiciones culinarias que privilegian algunas opciones, el llamado “gusto adquirido” evidencia la complejidad del desarrollo de las preferencias de nuestro paladar, entiendo así que mi entusiasmo por la yerba mora cocida me entrega un abanico de sabores sutiles, este gusto adquirido desde mi contexto cultural no se corresponde con el de otras personas para quienes la yerba mora resulta desagradablemente amarga.
Además de esta predisposición cultural, por llamarlo de algún modo, la elección de lo que elegimos para alimentarnos también está determinado por otros sistemas. Los dados vienen cargados de antemano. Ante las recientes declaraciones del Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud de México, Hugo López-Gatell que calificó a los refrescos como “veneno embotellado”, las reacciones en contra se centraron en el derecho a la libertad de elección sin tomar en cuenta que para elegir es necesario tener distintas alternativas. En un contexto en el que el consumo de productos ingeribles creados dentro del capitalismo se ha convertido en un marcador de clase por la publicidad que orienta la capacidad adquisitiva, resta poco espacio para la elección individual; toda decisión personal, para serlo verdaderamente, necesita y presupone información previa de nuestras opciones; la información necesaria sobre los productos ingeribles del capitalismo difícilmente las encontraremos en los etiquetados de los productos y mucho menos en las campañas publicitarias. De este modo, la supuesta capacidad de elección se halla siempre, de antemano, constreñida.
En un giro perverso, el propio cuestionamiento sobre la calidad alimenticia de estos productos ingeribles ha sido también capturado y se está convirtiendo también en un marcador de clase. El acceso, en ciertos lugares y contextos, a productos de buena calidad nutricional en tiendas orgánicas a precios elevadísimos contrasta con el consumo de productos ingeribles, pero dañinos, en poblaciones empobrecidas. La diferencia entre el costo de una sopa instantánea cargada de conservadores peligrosos para la salud y el de una pasta en una tienda orgánica se ha vuelto abismal.
Por otra parte, resulta engañoso apelar a la elección individual de lo que comemos y bebemos cuando los productos ingeribles del capitalismo dependen de recursos comunes. ¿Cómo hablar de decisiones individuales cuando se utilizan recursos colectivos? En el caso de la producción de refrescos, el agua resulta un insumo fundamental y hasta donde tenemos conocimiento el agua que se utiliza para este proceso no ha sido creada de la nada en un laboratorio, el agua para consumo humano disponible en el planeta no es propiedad de nadie, no es un producto de una empresa o persona, se trata de un bien colectivo fundamental. En cálculos mínimos aproximados, es necesario utilizar tres litros de agua para la producción de un litro de refresco; esto, sin contar la huella hídrica de toda la cadena completa de producción y distribución que dispara el número de litros de agua necesario por cada litro de refresco. Esta situación ha llevado a terribles injusticias en las que diferentes comunidades han tenido que pelear por el agua potable disponible para sus habitantes en contextos en los que el Estado ha concesionado sus fuentes de agua a empresas refresqueras a cambio de pagos ridículamente mínimos. Por otra parte, los efectos de las botellas PET en la que los refrescos son distribuidos sobre la contaminación del medio ambiente trascienden el ámbito de lo personal. El consumo y la disponibilidad de los productos ingeribles creados en el sistema capitalista no pueden reducirse a un asunto de elección personal pues su producción está ligada a bienes comunes que atañen temas tan fundamentales para la vida como el agua o la esclavitud infantil. La presencia de estos productos ingeribles de las grandes marcas en casi todos los rincones del planeta debería ser un recuerdo constante de esa pulsión por la muerte del sistema capitalista que ha convertido incluso algo tan placentero y gozoso como la comida en veneno empaquetado.
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