El “Cuadrángulo Norte”: el arte como denuncia de la violencia y el expolio en México y Centroamérica
El Centro Cultural Tlatelolco presenta una exhibición de 22 artistas que ahonda en la lucha diaria de poblaciones de Mesoamérica contra proyectos extractivistas, la desidia oficial y el crimen organizado
Robin Canul es un testigo de la avaricia que arrasa las selvas del sur de México. Este periodista de Yucatán ha documentado con su cámara cómo las fauces metálicas de las máquinas agroindustriales arrancan de raíz los árboles del bosque para hacer espacio a enormes plantaciones de soja, caña de azúcar o arroz. El colmillo depredador ha avanzado tanto que pone en riesgo paraísos como Bacalar, la laguna turquesa que es una de las joyas de Quinta Roo. “Están sucediendo cambios muy importantes en la selva y muy poca población lo sabe”, denuncia Canul frente a una imagen que muestra a un tractor destrozando un trozo del follaje, una de sus fotografías que forma parte de la exposición Arte: territorios de denuncia organizada por el Centro Cultural Tlatelolco, de la UNAM, en el centro de Ciudad de México. “Es solo una postal muy mínima de la magnitud de lo que se está perdiendo en la selva, de la ruptura de este corredor biológico por la agroindustria”, dice el fotógrafo.
La destrucción de las selvas del sur de México es una de las muchas pesadillas que denuncia la exposición, abierta al público desde esta semana y hasta el 8 de septiembre. En ella participan 22 artistas de El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala y creadores del sur de México, una vasta zona que el poeta Rodrigo Balám, de Chiapas, ha designado como el “Cuadrángulo Norte”. Muchos de estos artistas han sufrido la violencia y el acoso que pretende callarlos, pero también la persecución política, el desplazamiento y el exilio. “El arte es también una manifestación de la libertad de expresión, por eso también está siendo atacado y perseguido en algunos de estos países y, sin embargo, es un altavoz que permite que estos discursos de libertad en toda la región sean defendidos, apoyados, acompañados y escuchados”, explica Sofía Carrillo, curadora de la exhibición.
El fotógrafo Canul comenzó a documentar la destrucción de las selvas en 2012. Su amor por el territorio maya y la cultura de la que él forma parte lo llevó a escuchar con atención las denuncias de agrupaciones locales y su grito de auxilio, casi nunca escuchado por las autoridades. “Entendí que el paisaje cultural y el paisaje social estaban cambiando y decidí apropiarme del registro documental, a través del audio, de la fotografía de largo aliento y del vídeo para contar lo que pasa en el territorio maya peninsular y mirar con otros ojos a la agroindustria, las granjas porcinas, los parques eólicos y proyectos nuevos como el Tren Maya y trabajar con colectivos de base comunitaria que están defendiendo el territorio”, explica Canul. Sus fotografías transmiten al espectador rabia, indignación, frustración, pero también esperanza. En ellas se aprecia los estragos de la destrucción, sí, centenares de árboles muertos en enormes territorios arrasados para la agricultura en gran escala, pero también se ve la sonrisa de una niña que muestra llena de ilusión una mazorca. “Trato de divulgar lo que está pasando con el ingreso de estas industrias que nadie pidió”, comenta Canul, que lleva un detallado registro de los daños causados por grandes empresas (menciona Monsanto, Bayer y hasta agrupaciones menonitas) en los territorios mayas.
Canul no esconde su indignación por la desidia de las autoridades, aunque la lucha de los pobladores haya tenido frutos, como el fallo de la Suprema Corte que revocó los permisos de Monsanto para la siembra de soja transgénica en México, lo que él define como “una victoria mundial”. El fotógrafo agrega que a pesar de ese logro, los estragos ecológicos continúan en la región. “Ha hecho un daño gravísimo a la salud de la población, a los ecosistemas, al agua por la contaminación de plaguicidas”, lamenta el artista.
La destrucción de la selva se une a otros horrores, como la violencia política de Daniel Ortega en Nicaragua y sus terribles consecuencias, entre las que destaca el exilio de sus artistas, periodistas e intelectuales. La exposición no se anda con remilgos y nombra a estas situaciones sin adjetivos: “dictadura”, llama al régimen de Ortega, que ha hecho que la artista Milena García, que se define como disidente política, dejara el país. García presenta en la exposición su obra Vivimos esperando, en la que reflexiona sobre “el tiempo y la expectativa de que las cosas nunca cambien”, esa espera en el extranjero que “adquiere una dimensión crucial en los procesos de desplazamiento forzado, de tránsito y de solicitud de asilo político”, explican desde la exposición. Una espera que “se convierte en un espacio cargado de tensión e incertidumbre”. El demonio del exilio, en fin, exorcizado con ayuda del arte.
Al expolio y la avaricia, a la dejadez oficial, se unen la violencia del crimen organizado, la desesperación humana de los millones de migrantes que atraviesan la región en busca de una mejor vida en Estados Unidos, la separación de las familias decretada por las medidas impuestas por Donal Trump, la sed que claman poblaciones enteras a las que se les niega el acceso al agua o que han sido despojadas de ese recurso o la angustia de las víctimas del “régimen de excepción” impuesto por el presidente Nayib Bukele en El Salvador, un uso excesivo de la fuerza para detener la violencia, pero que ha llenado la cárcel de personas a las que se les acusa sin poder acceder a procesos justos.
Sofía Carrillo, la curadora de la exhibición, estaba consiente junto con su equipo de lo fuerte de estas historias, por lo que intentaron que la muestra fuera “ligera”, que la experiencia de quienes la visitan no fuera traumática, sino un bello llamado de alerta desde el arte y con las voces de los artistas. “Sentíamos que el guion curatorial lo estábamos llevando hacia una visión muy densa, todo mostraba el dolor, y entendimos que queríamos hablar del arte como una herramienta y una manifestación de la libertad”, explica. Es así como la exposición invita a los visitantes a navegar en imágenes, sonidos, las voces de quienes sufren los atropellos, pero también ese mundo de colores y belleza que forma la gran extensión de lo que se conoce como Mesoamérica. “Es poner un altavoz para que se escuche, para defender la libertad de expresión como derecho humano básico, porque el arte se convierte en una forma de denuncia”, dice la curadora. Este espacio, agrega, convoca a artistas que están en situación de riesgo, que son perseguidos y amenazados. Allí, en ese lugar emblemático de Tlatelolco, la región mítica de Ciudad de México donde los estudiantes gritaron libertad, estos artistas encuentran el lugar para gritar a su vez los dolores que golpean a sus comunidades, la violencia y el expolio.
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