José Agustín: un símbolo de la juventud eterna y de la resistencia
José Agustín encarnaba al rebelde que busca sexo y emborracharse y de paso criticar la comodidad de sus padres
Muchos más avezados y atrevidos que yo podrían decir que José Agustín era el Bukowski acapulqueño-morelense. Un escritor de eso que se llamó el realismo sucio, pero no, esa tipología se la ganó otro escritor tropical llamado Pedro Juan Gutiérrez (Cuba, 1950). José Agustín era un autor de la Onda, término que alude a una estética particular y si jugamos con eso un poco, podríamos decir la onda-ola de caleta y caletilla.
¿De qué hablan los escritores tropicales? En el caso del dandy del underground, habla de lo evidente: de la juventud eterna de los lugares turísticos que pese a la mugre, el polvo y la evidente decadencia, se niegan a desaparecer y hacerse viejos.
Hay quien le dice profeta pero no estoy convencida de ello. Más bien, creo que lo notable de su trabajo era llevar a un fin estético cierta habla de las calles de la ciudad de México y hacia el sur-sur de un país que solo usa la playa para lo que es y regresa a su vida cotidiana: lo bajo, lo vulgar, el albur, las expresiones idiomáticas, el inglés mocho, el inglés snob, funcionan en la mezcla con el español culto, el elevado, el universitario. Y esa combinación produce un efecto pop, no hay otro modo de decirlo: es lengua nueva, es palabra reinventada, es palabra cantada.
Sobre todo, la deuda enorme que se le tiene es reconocer en su léxico, en su prosa rica, la tremenda capacidad de escucha, y de romper el cascarón de lo pretencioso, de lo francés de toda la generación de medio siglo, de lo abigarrado y tieso de la élite cultural que presume lo que no tiene. Y en ese cruce de crítica José Agustín puso el dedo simpático y buena onda en la llaga: ahh, de eso se trata. El humor es un arma que corta más que la mala leche, que hiere más que tratados políticos. El humor entra por la puerta principal y nadie sabe cuándo se fue por la puerta de servicio y se robó los cubiertos de plata. Un humor pícaro, pero no por ello inofensivo.
A los 19 años escribe La Tumba, esa novela iniciática, cruel y sensible. Irónica. Con esa novela se inaugura una manera de repensar lo literario, de sacar literatura desde otra parte que no fuera la seriedad intelectual o académica. Irreverente, ya marcaba las diferencias abismales de clase en los diversos méxicos del mundo juvenil y derrochado.
Escribió Se está haciendo tarde (1973), Ciudades desiertas (1982), Cerca del fuego (1986), La panza del Tepozteco (1992) y Dos horas de sol (1994); Amor del bueno, juegos de los puntos de vista (1987) y No hay censura (1988); La nueva música clásica (1969) y La contracultura en México (1996), Contra la corriente (1991). Escribió para teatro Los atardeceres privilegiados de la Prepa 6 (1970), Abolición de la propiedad (1969) y Círculo vicioso (1974). Para televisión, dirigió y condujo el programa “Letras vivas” (1985-1988).
Si Monsiváis fue el sociólogo que miró “hacia abajo”, a los mercados, a la gente del metro, a los rituales de la clase obrera, José Agustín fue el crítico feroz de una clase política corrupta y ensalzada en sí misma. Por eso, la mayoría de sus libros tienen contrastes en los personajes: los resentidos, los pagados de sí, los privilegiados, los júniors. Es por ahí que se cuenta un país: por la separación de esos mundos. Por lo separados que están entre sí.
Nadie como él para contar esa cercanía con el el gabacho, con el gringo. La influencia cultural. El rock como soundtrack eterno. Fiestas de jaibol, suéter de cuello alto, rock, drogas y sexo a morir.
Dos horas de sol es una novela que habla de Acapulco, y la firma del TLC, y un huracán que azota al puerto. Es también una novela política que denuncia las corruptelas de un estado pobre y explotado.
En Se está haciendo tarde también habla de Acapulco, drogas, rock, sexo. Una historia que sabe entender muy bien que no hay paraíso sin infierno, como el puerto mismo. Acapulco es un binomio experimental de paisaje con vida real en bruto. Esa novela la escribió mientras estaba en Lecumberri, acusado de tráfico de drogas. Fue un escape imaginar los manglares de Acapulco mientras la hacía. La trama es similar a Dos horas de sol en el sentido de dos amigos se enredan con dos gringas. Y pasan cosas en el proceso. Nadie como él para contar el exceso, el afán por el placer aunado al peligro, y los contrastes de las vicisitudes humanas en momentos de crisis.
Por supuesto, el gran narrador del puerto es él. Y como el puerto mismo, sus influencias son tremendamente norteamericanas: La generación Beat, Jack Kerouack, William Burroughs, pero también Hemingway, Faulkner. Y por supuesto, la música.
El estilo desparpajado de José Agustín logra que en una primera lectura uno se ría. Detrás de esa risa hay algo más. La risa nunca llega sola. La risa es crítica. O se ríe para no llorar. En su caso, él es capaz de reír solo. Pienso en ese cuento de La reina del metro, donde una chica con una cara muy fea, pero con un cuerpo tremendo es acosada por unos sujeto en el metro, el narrador la salva pero, por supuesto, llevando agua a su molino. Un cínico. Muchos de sus personajes lo son. Quizá sea lo que hace falta para sobrevivir. Un cinismo triste, decantado. Un cinismo que ya intentó algo más.
José Agustín logró ser un símbolo de una juventud contestaría, crítico de la comodidad de sus padres, del sistema, del país que se cree el muy-muy, y de todo eso que sucede cuando esos jóvenes crecen: el aplastamiento burgués inevitable. Fue pues, un símbolo de la resistencia que pierde. Una resistencia irónica, bienvenida: le hace recordar a todos su propio pasado, la belleza que no se tiene, la novia que se dejó, el país que iba a ser próspero. Su obra es un país en obra. Hecha de hormigón, pantalón a la cadera, cierta cadencia al hablar y ganas de no morirse porque quizá hoy, un día de estos, pase algo que nos emocione de verdad.
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