Lídia Jorge camina por Guadalajara, ella solo quería ser un puerto de mar
Un día con la escritora portuguesa, que presenta en la FIL su último libro, ‘Misericordia’, un friso humano sobre la experiencia de su madre en un geriátrico donde la noche es la gran protagonista
Le preguntaron un día a la escritora Lídia Jorge qué hubiera querido ser y ella respondió con sinceridad: “Un puerto de mar”. La respuesta era tan buena que el periodista se sintió engañado y no la publicó. Hoy la pregunta es otra: ¿para cuándo el premio Nobel? En plena calle, paseando por Guadalajara (México), la portuguesa extiende con una mano su falda como un ala de cuervo y esta vez sí, bromea en español siseante: “Ya tengo preparado mi vestido largo”. Ríe y sigue su camino.
No es cuestión extravagante. Lídia Jorge ha ido acumulando reconocimientos a lo largo de su vida, que ya alcanzó 77 años, entre otros muchos el Gran Premio de la Asociación Portuguesa de Escritores, el Gran Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances o este mismo año el Médicis Extranjero por su última novela, Misericordia. El Médicis se creó en 1958 para honrar a aquellos autores cuya notoriedad no estaba a la altura de su talento y lo han recibido grandes cabezas como Doris Lessing, Julio Cortázar, Paul Auster, Philip Roth, Orhan Pamuk o David Grossman, entre los no franceses. Sin embargo, no hay una nube de seguidores alrededor de ella cuando se desplaza por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, ni cuando pronuncia una conferencia en el Paraninfo de la universidad tapatía. A Lídia Jorge la leen miles de personas en el mundo, pero son las pequeñas y cuidadosas editoriales independientes, atentas siempre al ingenio, las que se esmeran en mostrarle al mundo la ruta del tesoro. En México lo hace Elefanta y en España La Umbría y la Solana. Solo si Estocolmo anuncia un día que esta autora ha llegado a la más alta meta de las letras, como ocurrió con la francesa Annie Ernaux el año pasado, la gran industria de los libros saldrá por su parte del pastel.
En Guadalajara contará la autora que nació en un pueblo del sur de Portugal donde la gente vivía en la Edad Media, cautivos de la tierra, levantando la mirada hacia los aviones que sobrevolaban el cielo del Algarve. “La vida humana estaba prisionera de su destino, los campesinos seguían el ritmo solar y de la luna, esperando las estaciones para recolectar la cosecha. Sumisos”. Las injusticias entre ricos y pobres y el ser humano en sí mismo, los resume en otra anécdota. Cuando iban al mercado de productos agrícolas, el comerciante usaba dos balanzas, una para comprar y otra para vender. ¿Por qué no vamos al que solo tenga una?, le preguntó a su madre. “Todo el mundo tiene dos balanzas”, respondió aquella.
Entre las fincas que heredó de sus abuelos acaba de vender una por 5.000 euros, un terreno donde ya la maleza ha devorado los antiguos caminos de herradura. A sus hijos no les ha hecho gracia semejante regalo, pero ella aprobó el canje porque el comprador tiene un proyecto que será beneficioso para la tierra abandonada, dice en la mesa de un restaurante. Quizá así pueda encontrar sosiego en la playa sin que la martiricen aquellos veranos de su infancia, terribles para sus paisanos agricultores. Los mismos en que aquella niña extravagante que era se asomaba a la ventana y recitaba a Emily Dickinson. Come despacio un filete de res achicharrado, así lo ha pedido, y unas verduras, interrumpiendo con el tenedor sus propios recuerdos: el de su abuela, “detrás del arado, soltando un puñadito de semillas pequeño y otro más grande. Después, a la vuelta, lanzaba un puñadito de abono más pequeño y otro más grande”. Así bordaba las eras.
“Escribí para no olvidar”.
“Escribe mojando su finísima pluma en el polvo de la historia”, confirma el mexicano Javier Guerrero, profesor del departamento de Español y Portugués de Prince, para presentar la conferencia de Jorge en este día nublado de la FIL. En efecto, buena parte de la literatura de la portuguesa se hunde en el pasado colonial por tierras y guerras africanas, entre misioneras y niños muertos, hombres que nunca volvieron a casa, caminos polvorientos y plagas de cigarras. En Angola y Mozambique cultivó la autora sus experiencias como profesora de secundaria. Después llegaría la revolución de Los Claveles portuguesa que acabó con la desarticulada dictadura salazarista y con las colonias, también materia para los libros de Jorge, recogida en Los Memorables.
En su última novela, sin embargo, el puerto de mar recibe un barco completamente distinto: Misericordia relata el último año en la vida de su madre, internada en una residencia de ancianos, atrapada en una invalidez que no frena sus pensamientos, a los que puso fin la pandemia del coronavirus. La noche es la gran protagonista del libro, la que asedia la cabeza insomne de una mujer que no alcanza el botón de auxilio, la que posa sus garras sobre la almohada y la atenaza en la oscuridad. La noche como enfermedad, como muerte y como conciencia que interroga. “Durante la noche, hay noches en las que la noche viene”. El relato no es solo la anécdota de una persona en un geriátrico. Lídia Jorge también se escapa de esos muros a través de las experiencias exteriores de los cuidadores del centro y de los familiares, dibujando así un enorme friso humano propio de las obras redondas. En ese centro llamado Hotel Paraíso, la vejez es solo la exageración de la juventud: “Al que era caritativo se le humedecen los ojos de forma permanente ante la decadencia de los demás. Al que era egoísta se le humedecen los ojos ante su propia decadencia. El que era pacífico se vuelve inmóvil. El que era inquieto se vuelve escéptico. El que era irónico se vuelve desdeñoso. El que era gracioso se puede volver maloso o incluso cruel”. La vejez.
A la autora también las lágrimas la visitan con facilidad. Enmarcada su cara en una media melena rubia impecable que esconde las puntas hacia el cuello, sus ojos verdes se licúan cuando piensa en su madre, en su padre, en errores de su adolescencia o en la presentación de esta última novela, que le deparó una gran sorpresa en Portugal. Cada anécdota es un cuento en su boca. Su antiguo amigo y también escritor, el hoy cardenal José Tolentino de Mendonça, nombrado por el papa Francisco prefecto del dicasterio para la Cultura y la Educación, acudió a Portugal para presentar Misericordia. Allí leyó un discurso, esa fue su respuesta a la última carta que le escribió la autora y que nunca contestó. A Lídia Jorge se le llenan otra vez los ojos de agua. Y bromea sin acabarse aún el filete: “Los que son ateos se enfadaron porque venía un cardenal a presentar mi libro”. Era su amigo de juventud.
Antes de levantarse, con el filete todavía mediado y sin postre, pregunta a la mesera por un hombre. No está hoy en el restaurante. “Me dijo que coleccionaba billetes de todo el mundo. ¿Usted sería tan amable de entregarle este de 10 euros?”. Mujer detallista, calmada, silenciosa, atenta.
Y de nuevo a la Feria de Guadalajara para seguir firmando libros con delicadeza y sosiego: una dedicatoria pensada para cada uno, fecha y ciudad. Sentada con las piernas perfectamente alineadas se concentra en esa tarea como estudiante disciplinada, casi temerosa. Cada cosa en su lugar, todo ordenado, ni un pelo fuera de su sitio. Este último libro bien pudo haberse titulado Hotel Paraíso, que da nombre al geriátrico, pero su madre le pidió que le nombrara Misericordia, y así lo hizo, obediente. Su madre lo fue todo para ella, en la lejanía del padre.
“Mija, yo sé que un escritor es una persona que publica libros famosos, su casa queda como un museo para enseñanza de la sociedad entera, su fotografía anda por todas partes, un escritor es una persona ilustre ¿Y una escritora?”, le interpela el personaje de la madre desde su silla de ruedas. “Es muy sencillo, una escritora es una mujer que le hace el amor al universo, y eso es todo”, responde la hija. “Entiendo, no necesita entonces publicar libros importantes, no gana mucho dinero con ellos, su fotografía no anda por todos lados y su casa no se convierte en museo”.
¿Si hubiera sido hombre las cosas habrían sido distintas? “Sé que habría asistido a muchas residencias literarias, habría escrito mucho más, seguro, pero no sé si habría sido de mejor calidad”.
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