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Gloria Cañez, 50 balas para silenciar las tres décadas de lucha de una mujer sin miedo

“Incansable luchadora social”, consiguió después de 30 años recuperar para una comunidad rarámuri de Chihuahua las tierras arrebatadas a sus ancestros. Fue asesinada por ello junto a su hija por el crimen organizado

Alejandro Santos Cid
Agentes de la Policía municipal investigan el lugar donde fueron asesinadas Gloria Cañez y su hija.
Agentes de la Policía municipal investigan el lugar donde fueron asesinadas Gloria Cañez y su hija.Ayuntamiento de Balleza

Gloria Cañez Chávez “no tenía ni miedo ni flojera”, era “entrona”, una “incansable luchadora social”. Tan férrea en sus convicciones que hicieron falta 51 balazos para silenciarla después de 30 años de lucha, de que asesinaran a su marido, de décadas de hostilidad. Cañez Chávez batallaba para recuperar las tierras de sus abuelos, terrenos forestales que históricamente pertenecen a los rarámuri, un pueblo indígena de la sierra de Chihuahua, y que fueran ellos quienes pudieran trabajar los campos que sus ancestros habían trabajado antes. Murió un sábado, el segundo de septiembre, acribillada por armas idénticas a las que usan las tropas de la OTAN, viejos fusiles soviéticos y pistolas como las que lleva la policía estadounidense. Todo un arsenal de guerra para llenar de plomo a dos mujeres desarmadas: ella y su hija, Sally Avella Cañez, que tuvo la mala suerte de acompañarla en ese momento. Ser mexicano significa correr el riesgo de convertirse en daño colateral, suele decir el escritor Juan Villoro. Tenían 63 y 23 años.

—[Gloria] era una madre que quiso sacar a sus hijos adelante y los sacó a pesar de la perdida de su esposo. Les dio estudios, agarró las riendas de todos los negocios de su esposo, iba a trabajar en el monte, cargaba con indígenas y todas las personas de allí para llevarlos y traerlos de Chihuahua, darlos de comer... No tenía ni miedo ni flojera ni se andaba quejando. Yo la considero así, entrona en todos los aspectos. Tenía un compromiso muy fuerte hasta el final.

Quien la describe es una de sus amigas, que pide que su nombre no aparezca en este artículo “por seguridad”, que en este caso es un eufemismo de miedo: miedo a que el mismo grupo criminal que asesinó a Cañez Chávez (63 años) y su hija (23) vuelva para eliminar los cabos sueltos, a aquellos que todavía se atreven a hablar en la sierra de Chihuahua. En la región, denuncia, hace tiempo que el Cartel de Sinaloa y sus filiales locales impusieron la ley del silencio, ante la activa inactividad de la policía. El crimen organizado controla el negocio de la tala y la venta de madera en la zona, y Cañez Chávez acababa de conseguir, por fin, la concesión para ella y otras 60 personas, “en su mayoría rarámuris y algunos mestizos”, de las tierras que llevaba tres décadas reclamando.

Que el conflicto por la explotación y tala de esos terrenos fue el motivo de los asesinatos es una realidad que hasta las autoridades aceptan. “Estamos buscando cuál es el grupo criminal predominante en la zona, pero indudablemente tenemos a ciencia cierta que el crimen fue por una disputa por el recurso maderable con auxilio de alguna asociación delictiva de la región”, aseguró en entrevista con este diario el fiscal de distrito de la zona sur del Estado, Juan Carlos Portillo. A las allegadas de las víctimas esa declaración las indigna. “Que no me vengan a mí con esos cuentos de que no saben qué grupo delictivo opera en la zona, si se ponen a buscarle a poquito han victimado familias enteras, es el Cartel de Sinaloa”, sentencia la misma persona.

No es la única declaración de la Fiscalía que ha despertado recelo entre los que conocían a Cañez Chávez. El Ministerio Público ha difundido que la mujer no era activista ni defensora de la tierra, una estrategia que busca no abordar el homicidio como un crimen político. “Gloria es reconocida por toda la comunidad como una incansable luchadora social, defensora de su territorio y comunidad, lo que la hace defensora de derechos humanos. Durante casi tres décadas fue la líder que peleó por dar voz a un grupo que pertenece a las minorías, esas que nadie escucha, por las que pocos se preocupan y que hasta incomodan a funcionarios por el descuido en el que las tienen”, defiende el activista de Chihuahua Gabino Gómez, compañero ocasional de Cañez Chávez, en una carta pública.

Gloria Cañez Chávez
Gloria Cañez Chávez (derecha) y su hija Sali Avella Cañez, en una imagen de sus redes sociales.

“Nada vale más que la vida de mis hijos”

En 2014, el marido de la defensora, Rubén Avella Molina, corrió la misma suerte: también en un tiroteo; también por un conflicto por la tierra. Él y un hermano de Cañez Chávez habían sido acusados de asesinato en 2010. Pasaron cuatro años presos, pero fueron liberados ante la falta de pruebas, de acuerdo con los allegados de las víctimas, que defienden que fue un caso fabricado para quitarlos de en medio por su activismo social. “No hubo pruebas porque no fueron ellos”, afirma sin un ápice de duda la misma amiga. En cuanto salieron libres, un grupo armado los asesinó.

Tras el homicidio de su marido, Cañez Chávez se alejó un tiempo de la vida pública. Dejó de subir a la sierra, de participar en asambleas, de ser el rostro visible de la protesta. “Dijo: ‘Nada vale más que la vida de mis hijos’, y se mantuvo un tiempo al margen, pero ya después se decidió otra vez a empezar la lucha”, narra su amiga. La defensa del territorio rarámuri la compaginaba con el trabajo en el monte, en un pequeño terreno donde pastoreaba a sus vacas y labraba el campo.

La defensora tenía tres hijos: Sally, a la que asesinaron junto a ella, otra mujer y un hombre. Tras el asesinato de su padre, Sally decidió dejar los estudios y ayudar a su madre en la lucha por la tierra, narra la amiga. “La muchachita le había dicho: ‘Yo no te voy a dejar sola, te voy a ayudar en lo que pueda’. Por eso no sacó su carrera profesional, quería apoyar a Gloria”. Por eso estaba con ella aquel día.

El camino para recuperar la tierra no fue fácil. Tuvieron que demostrar ante los tribunales que los terrenos pertenecían a los rarámuri, que sus abuelos habían habitado esos parajes antes que nadie. “Yo tuve que andar buscando fotografías de mis ancestros donde constara que esas tierras les pertenecían a ellos”, le contó un día a su amiga. “Y antes la tecnología no estaba tan avanzada, fue muy complicado recabar todos los datos que les pedían, todas las evidencias, testigos y pruebas para avanzar”, sintetiza ella.

El caso era complicado porque los propietarios de los ejidos que cercaban sus terrenos tenían también intereses sobre ellos. No era extraño que entraran a talar sin permisos, cuando la propiedad de las tierras todavía se disputaba en los tribunales. Y la mano invisible que mueve esos negocios pertenece a los carteles. “Ahorita en Chihuahua la madera está controlada al 100% por el crimen organizado, entre ellos se dividen los ejidos, deciden a dónde se va la madera, quiénes son los comisariados. Tienen controlada también la [distribución de] cerveza, la soda, las Sabritas, de todo tienen el control”, sintetiza la amiga. Un modelo de capitalismo salvaje respaldado por la fuerza de las armas.

“El crimen organizado es un monstruo y ya se apoderó del lugar”

Los asesinatos a líderes comunitarios, campesinos o simplemente gente que alza la voz son una práctica habitual en la región. La amiga de Cañez Chávez menciona algunos casos de memoria, como Joaquín Molina Covarrubia, comisario del ejido de la Pinta, en la comunidad de Balleza, acribillado a tiros en marzo del año pasado. “Esta misma semana también victimaron a otra persona que también tenía un grupo de ejidatarios muy grande en Balleza, Alejo Arciniega, o la muerte en 2021 de nueve miembros de una misma familia”. De acuerdo con el mismo testimonio, la violencia del crimen organizado en la zona ha desplazado a comunidades enteras:

—Se ha solicitado muchas veces la presencia permanente del Ejército, porque en realidad es a los únicos a los que tienen un poquito de respeto. La policía municipal y ministeriales saben cómo se maneja todo, pero usted sabe que el crimen organizado es un monstruo, ya se apoderó de ese lugar, lo dejaron crecer y ahí están las consecuencias. Hay comunidades acá en la sierra que se quedaron abandonadas porque victimaron a muchas personas, y las demás salen al éxodo que es el desplazamiento. Hay una comunidad que se llama ejido los Lirios, allí ya no hay personas, ya están en Chihuahua o en otras ciudades. No dejaron vivir a la gente, trabajar, nadie quiere regresar.

Cañez Chávez y su hija han sido las últimas víctimas de una realidad desbordada. Lograron su misión, conseguir que el Tribunal Agrario reconociera que su comunidad era la dueña legítima de las tierras, la culminación de una lucha que iniciaron sus abuelos en la década de 1970. Esa gran herencia para su gente supuso cavar su propia tumba. “El hueco que deja la ausencia de Gloría será imposible de llenar. Deja una comunidad huérfana, acéfala, de quien durante tantos años vio por el bienestar de sus miembros. Se va la matriarca de una familia, quien hoy tiene un espacio vacío en la mesa, ese que nadie podrá sustituir. No solo se fue una activista, mataron a una madre de familia, tía, amiga y, no conformes con eso, también se llevaron a su hija”, lamenta Gabino Gómez.

Sus cuerpos fueron encontrados el día después del asesinato, abandonados sobre un camino de la comunidad Yerbabuena, rodeados de casquillos de bala, las pruebas de un doble homicidio que probablemente nunca tendrá responsables, en un país en el que menos del 1% de los delitos se resuelven, de acuerdo con un estudio de la organización Impunidad Cero. Así lo resume su amiga: “No está bien que las autoridades minimicen el problema de la violencia, las tragedias, los asesinatos. Tienen que actuar, buscar a los culpables. Estamos haciendo lo que podemos desde nuestra trinchera, pero sabemos que la justicia en México está muy lejos, desgraciadamente solo es para unos cuantos, los que tienen poder”.

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Sobre la firma

Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.

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