El imperio criminal de El Chueco y las alertas fallidas en el asesinato de los dos sacerdotes jesuitas en Chihuahua
Los papeles de la Sedena revelan que las Fuerzas Armadas conocían desde hace años el poder del principal sospechoso de los homicidios de dos religiosos y un guía en Cerocahui
Las autoridades lanzaron una recompensa de cinco millones de pesos, unos 250.000 dólares, a quienes aportaran “información veraz, eficiente y útil” que llevara a la captura de José Noriel Portillo Gil, alias El Chueco. El anuncio de la Fiscalía de Chihuahua, en el norte de México, iba más allá de un simple cartel de “se busca”. Marcaba el inicio de una cacería conjunta con la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Habían pasado menos de 48 horas del asesinato de dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas en la remota comunidad de Cerocahui el pasado 20 de junio. A partir de ahí se estrechó el cerco sobre El Chueco, el principal sospechoso de la masacre: se decomisó droga y armamento, se arrestó a varios miembros de su familia y se diseccionó toda la estructura delictiva detrás del crimen, que enlutó al país e hizo que la Iglesia católica alzara la voz contra la estrategia de seguridad del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Pero las Fuerzas Armadas seguían los pasos del narcotraficante desde hace tiempo. La masiva filtración de correos de la Sedena, atribuida al grupo de hackers Guacamaya y a la que EL PAÍS ha tenido acceso, revela que el Ejército conocía desde hace por lo menos dos años antes de la tragedia prácticamente todo sobre el imperio criminal de El Chueco: sus alianzas con el Cartel de Sinaloa, las rutas de tráfico de droga que utilizaba y el régimen de terror que impuso a la población civil de la zona. Estaba, incluso, dentro de una lista de objetivos prioritarios de su aparato de inteligencia. Las alarmas, sin embargo, no sonaron hasta que los religiosos y el guía fueron acribillados.
La inteligencia militar presenta a Portillo Gil como el jefe de plaza del grupo delictivo Gente Nueva, brazo armado del Cartel de Sinaloa, en la remota comunidad chihuahuense de Urique, la cabecera municipal de Cerocahui, lugar de los asesinatos. El Chueco y su gente, dice un informe de 96 páginas presentado en agosto de 2020, “mantienen el control del tráfico y la venta de droga, así como secuestros, extorsiones, cobro de piso, la tala clandestina y ejecuciones, entre otros delitos”. El parte también da cuenta de que el grupo criminal había infiltrado y controlaba a los cuerpos de policía locales. “Los grupos delictivos han incursionado en los cuerpos de seguridad pública, los cuales al ser rebasados en efectivos y/o armamento optan por no llevar a cabo acciones en contra de estos, así como por medio de amenazas”, se agrega.
Con todo, el diagnóstico que hizo la Sedena dos años antes de la masacre es que la incidencia delictiva “se mantenía en un nivel bajo” y que “eventos” como los achacados a El Chueco y Gente Nueva solo “se podrían presentar de forma aislada”. El seguimiento de las Fuerzas Armadas apuntaba a que el capo controlaba la siembra y venta de droga en Cerocahui y que estaba involucrado en el “trasiego de enervantes al Estado de Sinaloa”, el bastión del cartel homónimo. “En el municipio las actividades delictivas son de bajo nivel”, se lee en el informe donde aparece un mapa de las zonas controladas por Portillo Gil y su fotografía bajo el emblema del Cartel de Sinaloa. La conclusión se basaba en dos puntos clave. El primero, que desde el inicio de la Administración de López Obrador en diciembre de 2018 hasta mediados de 2020 solo se habían registrado 11 homicidios. Y segundo, que no había una pugna por el control de ese territorio con grupos antagónicos.
La narrativa de que El Chueco era un capo menor se contradice dentro del mismo informe de las Fuerzas Armadas, poniendo al narcotraficante en la parte más alta de la lista de “10 personas del sexo masculino que son de suma importancia para la delincuencia organizada” en Urique, donde ya controlaba el centro y el flanco occidental de la comunidad. También choca con las conclusiones que otros miembros de la Sedena habían hecho. En junio de 2020, el Centro Nacional de Fusión de Inteligencia (CENFI), un órgano que coordina las labores de inteligencia del Ejército, y otros centros regionales adscritos a estas tareas de seguimiento a la delincuencia organizada evaluaron una lista de “blancos identificados” para ser perseguidos por las Fuerzas Armadas previa autorización de los altos mandos. El Chueco aparece dentro de la lista filtrada de objetivos como jefe regional del Cartel del Pacífico, una de las facciones de Sinaloa. Se informa también de que tiene una orden de aprehensión por secuestro, aunque no está claro en ese documento qué se había decidido, si ir tras a él o no. Incluso antes, en septiembre de 2019, personal militar había solicitado información de inteligencia sobre el estatus legal de El Chueco a la Fiscalía General de la República.
Los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora fueron asesinados a tiros dentro de una iglesia, donde resguardaban al guía turístico Pedro Palma, que también falleció. En el día del asesinato múltiple, Palma y otros cuatro turistas fueron reportados como desaparecidos. En los documento internos, que circulaban dos años antes de la masacre, se detalla también como Gente Nueva se deshacía de sus víctimas y rivales en el sur de Chihuahua: “Una vez ubicados los integrantes antagónicos, las células armadas esperan el momento y lugar idóneo para realizar el homicidio o en su caso realizan el secuestro para privarlos de la vida posteriormente”, se lee en los reportes. “Las personas secuestradas son desaparecidas o localizadas en lugares aislados muertas con signos de tortura y tiro de gracia”, se agrega. Los cadáveres de los religiosos y del guía fueron hallados dos días más tarde, tras ser arrastrados a una camioneta y abandonados.
Para mediados de 2021, la Sedena ya reconocía que la seguridad en la región sur de Chihuahua se había deteriorado por las disputas entre Gente Nueva y La Línea, un grupo criminal con vínculos con los sucesores del Cartel de Juárez. Para entonces, el Ejército sabía de la red de halcones [informantes] que utilizaba la organización criminal, qué tácticas usaban para emboscar a las fuerzas de seguridad y cómo perseguían a rivales y a civiles. “Si la operación es un enfrentamiento abierto y retador, este lo realizan a cualquier hora del día, pero con la capacidad de duplicar su personal si estos se ven superados por autoridades civiles”, se lee en una presentación de junio del año pasado. “Se presume que algunos agentes de la Policía Municipal con destacamento en esta ciudad, colaboran con el grupo delictivo”, se agrega sobre la colusión con elementos de Ciudad Cuauhtémoc, el núcleo urbano más grande de la región. Urique ya era catalogada como una zona de alta incidencia delictiva y se daba fe de dos órdenes de aprehensión por secuestro y desaparición forzada.
“Yo, que recorro todo el país, conozco los 67 municipios de Chihuahua, conozco Batopilas, Morelos y Urique y todos los municipios más apartados”, dijo López Obrador en una visita a Chihuahua el pasado 10 de diciembre, la capital del Estado, donde señaló la pobreza y la falta de oportunidades como detonantes de la inseguridad. “Llegaba uno a los pueblos y en las gasolineras, ahí, los jóvenes y todo mundo sabía, son los halconcitos”, agregó el mandatario. A propósito de la gira presidencial por la entidad, la Sedena hizo una radiografía de la violencia en varias comunidades, en el que se advertía de la “gran presencia” de El Chueco en Urique.
“Se presume que los generadores de violencia en el mencionado municipio es el grupo delictivo de Gente Nueva, liderado por José Noriel Portillo Gil”, se señala en el informe confidencial de finales de 2021. Ya había entrado un nuevo Cabildo, en el traspaso de poder del conservador Partido Acción Nacional al centrista Movimiento Ciudadano, pero el diagnóstico era el mismo: “En materia de Seguridad Pública y prevención del delito, las acciones que se han realizado aún no garantizan la paz para la población y sector empresarial en el municipio”.
“¿Cómo es posible que con orden de aprehensión esta persona se moviera con toda libertad?”, cuestionó López Obrador en la conferencia mañanera del 29 de junio pasado, poco más de una semana después del asesinato. “¿Que todo mundo supiera a que se dedicaba y no lo tocaran? ¿Por qué? ¿Cuál era su estatus? Tenía que haber ahí contubernio con autoridades”, dijo el presidente para exigir una explicación a las fuerzas locales, a pesar de que Sedena tenía en su poder esa misma información.
Los días que siguieron al asesinato estuvieron marcados por un despliegue de gran alcance del Ejército en la zona. El 23 de junio, el Ejército dio cobertura perimetral para garantizar las investigaciones de la Fiscalía de Chihuahua y aseguró drogas, armas y un inmueble en Urique. Un día después detuvieron al abuelo y al tío de El Chueco en el vecino municipio de Batopilas y se les confiscó una arma larga con 70 cartuchos. El 26 de junio, tras recibir un reporte de la presencia de El Chueco en el pueblo de Guachochi, arrestaron a otros dos, se incautaron de más armas de fuego y de equipo táctico, y pocas horas después, se detuvo a cuatro integrantes de Gente Nueva. Dos días más tarde, militares interceptaron un autobús de pasajeros y decomisaron nueve kilos de droga. Y el 29 de junio se aseguraron casi 6.400 cartuchos y más de una veintena de granadas, entre otro armamento, en Urique.
Los informes de eventos diarios están plagados de acciones contra la gente de Portillo Gil. Así fue durante semanas. Para finales de julio detuvieron a tres hombres, entre ellos al primo de El Chueco. Y las autoridades ya habían diseccionado toda la estructura criminal de Gente Nueva a su cargo: más de una treintena de colaboradores identificados, desde halcones y familiares hasta sicarios y jefes de plaza en pueblos pequeños.
El crimen contra los sacerdotes jesuitas obligó a la Iglesia a romper el silencio sobre la crisis de violencia en el país. “Expreso mi dolor y consternación por el asesinato en México”, dijo el papa Francisco el 22 de junio. Para el 24, los obispos mexicanos exigían un cambio en la estrategia contra el crimen. “El crimen se ha extendido por todas partes trastocando la vida cotidiana de toda la sociedad”, lamentó la institución en un mensaje grabado.
Los cuestionamientos calaron en las fuerzas castrenses. En un intercambio de correos, se compartió el pasado 15 de julio un mensaje con información sensible y un formato sin rellenar para registrar cualquier nueva agresión contra miembros del clero en Chihuahua. “Las autoridades eclesiásticas se han tornado mediáticas, principalmente emitiendo criticas al titular del Ejecutivo federal, para exigir justicia y mejores condiciones de seguridad”, se comenta en un párrafo introductorio antes de girar la orden en la cadena de mando. “Agradeceré”, dice el oficio, “se lleve a cabo el seguimiento puntual de los hechos relacionados con los representantes de la Iglesia católica y de otros cultos religiosos que se desarrollen en su jurisdicción”. En el documento se pide vigilar los ataques, pero también consignar “posibles vínculos con la D.O [delincuencia organizada]” de los eclesiásticos y su “postura respecto a la política de seguridad del Gobierno federal, incluyendo pronunciamientos”.
Apenas el pasado 3 de octubre, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), fundado por la Compañía de Jesús, se pronunció después de que investigaciones periodísticas sobre la filtración revelaran que era calificado como un “grupo de presión” por la Sedena. “Subrayamos que la incapacidad de las Fuerzas Armadas para entender a la sociedad civil y los movimientos sociales como actores legítimos en democracia es otra razón más de preocupación frente a la profunda militarización en curso”, reclamó el Centro Prodh en un comunicado.
La filtración desnuda un rastro de alertas fallidas alrededor de El Chueco: un enorme historial de extorsiones, cobro de derecho de piso, secuestros, asesinatos, tráfico de drogas, colusión con las autoridades locales y desapariciones. También retrata los esfuerzos por atrapar a Portillo Gil, que pese al amplio despliegue de instancias civiles y militares sigue prófugo. Contrasta, además, el volumen de información filtrada sobre el principal señalado y sus víctimas. “Joaquín César Mora Salazar” y “Javier Campos Morales” solo arrojan seguimientos de notas periodísticas en el buscador de los Papeles de la Sedena, que aloja más de cuatro millones de archivos.
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