Carmen Boullosa: “Casi todo me asombra o me repugna”
La autora mexicana, galardonada con el Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco 2023, recibe a EL PAÍS con una comida en su casa para conversar sobre su vida y obra
Carmen Boullosa es un cortocircuito, una mujer-ráfaga que electriza el aire a su paso. Poeta insomne, novelista, ensayista, profesora, bohemia, artista con mil caras. Abre la puerta de su casa en Coyoacán, al sur de Ciudad de México, invita a entrar y da por comenzado el baile. Frenética, no para de moverse a pesar de que tiene rotos dos huesos del pie. Se sienta, se levanta, va a la cocina, vuelve con un plato, vuelve a irse. Habla igual que se mueve: rápido, casi atropellado, como un fusil automático; se emociona, ríe, gesticula, se balancea en la silla, hace mímica, te taladra con esos ojos suyos grandes y parduzcos. Lleva un vestido azul ancho, aros dorados y esa larguísima melena que la caracteriza—muy negra todavía, a pesar de que la destiñen las canas de sus 68 años— recogida en una trenza hasta la cadera. El mismo pelo, la misma mirada por la que en los años setenta “los poetas líricos mexicanos perdían la cabeza”, escribió Roberto Bolaño.
La autora mexicana acaba de recibir el Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco 2023, un galardón más en un palmarés kilométrico, y su agenda rebosa. El mismo miércoles que se realiza esta entrevista inaugura una exposición junto a su amiga Magali Lara en el Museo Nacional de Arte (Munal). De madrugada volará a Nueva York —vive a caballo entre Coyoacán y Brooklyn desde hace 20 años—. Por eso ha invitado a los reporteros a comer, en el único rato libre del que dispondrá en el día. El menú que ha preparado: corte de carne de res en vino tinto, “pero sobre todo en paciencia, con un poco de mango y ciruela pasa”, arroz salvaje, parmesano frito, ensalada de espinacas y berenjenas en salsa de garbanzos y ciruelas pasas, porque “los guisos tienen que combinar”. Y sentada a la mesa comienza a hablar con un torrente de palabras: pregunta, responde y luego se enmienda a sí misma; pone voces, susurra, afila la garganta, eleva el tono. Es un lugar común hecho carne: una fuerza de la naturaleza, una bestia literaria, un personaje excesivo que habla como escribe y dice cosas como: “Casi todo me asombra o me repugna”.
Pregunta. El escritor Juan Villoro escribió sobre usted: “Llevo medio siglo tratando de explicarme su creatividad, sabiendo que es tan enigmática como su forma de cocinar”. ¿Cocina como escribe?
Respuesta. Con una diferencia. Cuando empiezo un guiso casi siempre hay un inicio que se parece, que tiene algo de rutina. Pones el aceite a calentar, picas la cebolla, la verdura... Hay algo que es de cajón, aunque después todo sea un espacio de invención. Para mí a la hora de escribir no hay nada de cajón, nunca tengo una rutina. Eso que es la gramática, que es la lengua, que va pasando de generación en generación, que refleja nuestros sentimientos, que retrata y traiciona el mundo, que fija costumbres... todo ese proceso de reinvención ocurre cuando escribo una novela y cuando escribo un poema, con una diferencia: los poemas siempre tienen mucha más carga de silencio. Son pura, pura chispa. Y eso no se parece a la cocina para nada. Es otra cosa.
P. ¿Sigue haciéndole ilusión ganar premios o ya es una parte más del trabajo?
R. Cuando era joven todos admirábamos a José Emilio Pacheco. Es pertenecer al mundo literario mexicano y me da mucha alegría. Aunque yo no pienso en premios. Cuando yo era jovencita, a los 15 años, ya era poeta, creía que ya era poeta, y me veía a mí misma como alguien completamente marginal. Me imaginaba con una falda larga, como mi maestra de inglés, que era de San Francisco, con una guitarra —tocaba guitarra y tocaba el piano y me gustaba mucho la música— siempre caminando, sin éxito. Eso que llaman éxito no me importaba. Y vivía en mi imaginación tocada por las musas. El deseo de escribir es algo muy especial y no lo he perdido. Esa es mi obsesión incontrolable. Una cosa es el oficio y otra cosa es que despierte eso que despierta cuando dos cables pelados chocan [y dice ‘chun’ e imita el sonido], esa chispa no la controlas. Tengo una tendencia a la reclusión, como si eso de alguna manera me ayudase a levantar la chispa [y acaba en un hilo de voz, como si fuera un secreto]. Porque sí, es cierto que necesitas mucho acogimiento interior. ¡Ay, qué cursi soy!
P. En 2002, en una conversación con Bolaño, dijo: “Para mí escribir es más bien sumergirse en una zona de guerra: rebanar vientres, lidiar con los residuos de los cadáveres, y luego intentar dejar vivible, bien vivito y coleando, al campo de batalla”. 20 años después, ¿escribir sigue siendo una zona de guerra?
R. Un poquito peor porque ahora parte de esos cuerpos que están ahí metidos soy yo. Cada libro me lo sangro más.
P. Siempre tiene muchos frentes abiertos. ¿No se cansa de mantener ese ritmo?
R. Es que soy vieja, querido. Lo único que tengo es que a mis 68 años nunca he parado de trabajar, pero como un caballo de carreras, voy a un solo proyecto. No suelo tener dos frentes.
Boullosa apura el vaso de vino y se cambia de sitio porque los rayos de sol la deslumbran. Los platos se han ido vaciando y ella se disculpa una y otra vez porque, dice, la carne le ha quedado dura. Quienes la conocen, quienes la leen, quienes escriben sobre ella, coinciden en que posee una imaginación desbordante. De nuevo Villoro: “Pedirle que reitere un logro es como esperar que Julio Verne repita un viaje. El repertorio de sus intereses es avasallante”. Le gusta bucear en la historia en busca de oscuridades sobre las que echar luz a través de la literatura. En Nueva York conduce un programa galardonado con siete Emmys sobre la influencia de la cultura latina en el país.
Dice que para escribir necesita una ventana abierta por la que entre el bullicio de la calle. Emborrona cuadernos, dibuja bocetos y crea collages que acaban convirtiéndose en novelas. Los cuelga en las paredes de su casa mientras dura el proceso, como un detective tras un caso escabroso. “Cuando escribo una novela leo omnívoramente poesía. Leo, leo, leo y busco imágenes”, dice.
De El Hijo del Cuervo al Museo Nacional de Arte
Boullosa se apresura a posar para las fotos —”¿quieres que me suelte el cabello?”—. Juega con la luz y sonríe a cámara. Corre a ponerse unos botines negros para que no salgan en las imágenes las zapatillas deportivas que lleva —más cómodas para sus huesos rotos—. Tiene prisa para llegar a tiempo al Munal. La exposición es una retrospectiva que mezcla su trabajo y el de Magali Lara, hecho en los años 80, con obras del archivo del museo. De camino, el coche pasa por delante de la Casa Azul, antigua residencia de Frida Kahlo y Diego Rivera, hoy atracción turística masificada. La escritora recuerda cómo en los 80 iba al jardín a escribir poemas, en una época en la que, olvidada, nadie visitaba la morada de los dos artistas. Una vez Octavio Paz se lo reprochó: “¿Cómo vas ahí? Si han puesto un busto de Stalin”. A ella Stalin le traía sin cuidado, pero aquel patio solitario de piedra lleno de agua y verde era el lugar ideal para que una joven poeta conjurara versos.
Todo Coyoacán lo era: bohemio, literario, una cazuela donde hervía la vanguardia cultural de la época. A principios de los 80, Boullosa fue una de las responsables de El Cuervo, bar que era a la vez teatro underground y punto de encuentro de la juventud alternativa. “El Cuervo era muy pequeñito, un escenario, un barecito, y nosotros éramos meseros, organizadores, vende-tickets, todo lo demás. Cuando empezaba la obra de teatro yo me subía a nuestra bodeguita, tenía cajas de cerveza y de vino que eran mi escritorio y mi asiento. Y ahí pasaba a limpio una novela”. De ahí a El Hijo del Cuervo, un local que heredó la filosofía de su predecesor. En esa época escribió obras de teatro que se representaban en el establecimiento, además de acoger espectáculos pioneros. “Aquello era otra cosa. Hacíamos cosas sensacionales. Ese local era mi casa”. Murieron de éxito. El negocio empezó a pesar más que el arte y ella dio un paso atrás: “Se volvió un infierno”.
P. ¿Es más inspirador el cosmopolitismo cool de Brooklyn o el mexicanismo bohemio de Coyoacán?
R. No quiero ser aguafiestas, pero ninguno de los dos. Tengo solo un pedazo de una novela que ocurre en Brooklyn. Y de Coyoacán nada. Pero me gusta mucho más vivir en Coyoacán, es mi mundo, me gusta hasta el smog, me gusta la gente, me gustan mucho mis amigos. Ya no es Coyoacán como en los ochenta ni en los setenta, que era más ese barrio bohemio, pero esta es mi casa. Brooklyn es una aventura. Siempre soy una extranjera y me gusta serlo. Siempre estoy un poco afuera de todo, como si no llevase en esa casa 20 años.
P. ¿Ha cambiado mucho Coyoacán?
R. Enormemente, pero no me importa. Yo hago así [parpadea] y estoy en el pasado. Claro, que a veces tengo que parpadear bien recio. A veces creo que todavía pasa el río Churubusco, que nunca conocí. Pero igual, para mí siempre ha pasado el río Churubusco. Mis amigos son extraordinarios. En Nueva York también tengo amigos queridísimos con los que he crecido mucho y que han sido muy generosos, con los que he aprendido un montón, pero no estuvieron conmigo en los setenta y en los ochenta. Me agarraron vegetal, viejita, es otro tipo de relación con ellos.
P. ¿Tiene rituales, rutinas, manías distintas para cada ciudad?
R. Qué bonita pregunta. Cuando llego a Ciudad de México, como si fuese de otro país, siempre quiero ver el Zócalo. Camino tantito el centro, me da un sentido de la Bagdad que es México. Mi columna vertebral es escribir y eso me lo llevo igual. En Nueva York, sobre todo antes, iba mucho a la biblioteca. Tomar el metro es parte del ritual de trabajo, voy pensando, escribiendo, corrigiendo. Me doy caminatas de hora y media, me encanta perderme en Prospect Park. En México no hago caminatas, es más en la casa. Pero voy a ver una exposición o a la Cineteca. Soy omnívora de imágenes. No me gusta ver películas en casa, no sé cómo se prende la tele. Me gusta ir al cine, cuando se apaga la luz siento un escalofrío de alegría.
Ya en el Munal, Boullosa posa para las últimas fotos y muestra la exposición con el museo todavía vacío. La luz de la tarde se va. En poco tiempo empezará el cóctel que hará de pistoletazo de salida de la exposición. La autora se despide, no sin antes invitar a cenar otro día a los reporteros, porque dice, le encanta “el mundo social de la mesa”, la comunión que se forma entre los comensales, la idea de compartir alimento. Cocina, poesía, conversación y la fuerza de una descarga eléctrica.
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