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Yásnaya Elena A. Gil
Columna
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Tsep. La militarización y sus matices

Ciertos intelectuales ligados a la Cuarta Transformación comenzaron a matizar lo que estaba sucediendo: “No se puede llamar militarización”, nos explicaron quienes antes llamaban “militarización” a toda acción que ampliara las facultades del Ejército

El presidente Andrés Manuel López Obrador con el secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval González, y el secretario de Marina, el almirante José Rafael Ojeda Durán
El presidente Andrés Manuel López Obrador (en el centro), acompañado del General Luis Cresencio Sandoval González (a la izquierda), secretario de la Defensa, y José Rafael Ojeda Durán (a la derecha), Secretario de Marina.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)
Yásnaya Elena A. Gil

Dime qué es lo que matizas y te diré qué defiendes. Durante las manifestaciones por la desaparición de los 43 estudiantes de la normal Isidro Burgos de Ayotzinapa en 2014, la frase “Fue el Estado” concentraba la indignación derivada de las imágenes en las que se veía a un grupo de estudiantes en camionetas de la policía que los transportaban a un destino incierto. La últimas imágenes revelaban que se encontraban en vehículos de la fuerza pública, la última vez que podíamos ver a un grupo de los estudiantes antes de su desaparición estaban en manos de una de las instituciones del Estado.

Quienes defendían la postura del Gobierno en turno, comenzaron a matizar la frase que se repetía en las calles, “no fue el Estado”, dijeron, “el Estado es otra cosa”, trataron de explicarnos, “la población también forma parte del Estado, así que su frase es sólo un consigna hueca”, nos repetían. Ante lo contundente de las evidencias que fueron apareciendo y que cada vez más eran difíciles de ocultar, matizaban la responsabilidad de las instituciones del Estado en la desaparición de los estudiantes.

Para quienes, desesperados, pedían la presentación con vida de los normalistas, muchos de ellos pertenecientes a pueblos indígenas, no era momento de matizar, era una coyuntura urgente, la gravedad de la situación ameritaba la denuncia clara: fue el Estado. Como dice mi amiga, la politóloga mixe Tajëëw Díaz, hay veces que lo límites son difusos y complejos pero hay veces que no, que son claros y hay que tomar postura. En semanas recientes, el Estado reconoció que sí fue el Estado, que un coronel del ejército mexicano contra quien ya se giró orden de aprehensión, un comandante del 27 batallón de Infantería con sede en Iguala, Guerrero, ordenó el asesinato de seis de los estudiantes que estaban aún con vida cuatro días después de su desaparición. No solo fue la policía local, también fue el Ejército.

El reconocimiento del papel del ejército en el caso Ayotzinapa choca con el deseo del Gobierno federal de entregar a la SEDENA el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional y con su deseo de mantener al Ejército en las calles. Hace unos días, tanto la Cámara de Diputados como la de Senadores aprobaron poner a la Guardia Nacional bajo el ala del Ejército. Días antes, ante la indignación y preocupación de una parte de la opinión pública, de la sociedad civil y de los pueblos indígenas, ciertos intelectuales ligados a la Cuarta Transformación comenzaron a matizar lo que estaba sucediendo, “no se puede llamar militarización”, nos explicaron quienes antes llamaban “militarización” a toda acción que ampliara las facultades del Ejército. “No se están suspendiendo las garantías individuales”, nos aclararon, “sólo se trata de un cambio que es sobre todo administrativo”, trataron de matizar, intentando que se diluyera la contundencia de lo que estaba sucediendo en un laberinto de precisiones semánticas. Pero hay momentos en los que los límites son claros, dime qué es lo que matizas y te diré qué defiendes.

El Ejército no debe involucrarse en labores de seguridad pública, demasiada evidencia hay para sostener esa afirmación. Poco a poco hemos naturalizado el hecho de que las fuerzas armadas pueden también funcionar como policía en el combate a la delincuencia. Para muchas personas, el Ejército y la Marina son como la policía sólo que muchísimo mejor capacitadas, más armadas y menos corruptas, de modo que cuando las cosas se ponen complicadas es posible llamar al Ejército para que haga labores de seguridad pública. Sin embargo, no es así por más que así se haya ido construyendo en nuestro imaginario que significa también un triunfo narrativo del pensamiento militarista. El Ejército no es policía, en países como Estados Unidos, cuando se ha insinuado que las Fuerzas Armadas combatan el crimen organizado, los mandos militares se han negado diciendo que no pueden exponer al ejército al poder corruptor del narcotráfico. A mí lo que me preocupa sobre todo es el hecho de exponer a la sociedad civil al control del Ejército bajo el pretexto de brindar una mayor seguridad que, como hemos visto a lo largo de años de tener al Ejército en las calles, no se cumple. Poner a las fuerzas armadas a realizar labores de policía, es enfrentar a elementos civiles con militares.

Siguiendo la propia lógica del modelo estatal, la seguridad pública, en cualquier democracia, necesita necesariamente ser un corporación de mando civil porque la delincuencia, en todo caso, es un asunto del ámbito social, no militar. El Ejército tiene otras funciones: defensa del territorio y de la soberanía nacional (es decir, defensa ante ataques externos), instrumentar un plan de emergencia en caso de desastres y actuar cuando la seguridad interior se encuentra amenazada. En esto último, en la amplia interpretación que la frase “seguridad interior” puede tener, se han escudado los gobiernos, incluyendo este, para darle más poderes al Ejército en el combate de un problema de origen social, no castrense, como es la delincuencia.

En este punto, le han apostado a que el significado de “seguridad interior” y “seguridad pública” se traslapen y se difuminen los límites para mantener al ejército en las calles. Según la Ley de Seguridad Interior (elaborada a modo de los intereses del gobierno en turno), esta se pone en riesgo cuando el funcionamiento de las instituciones o el mantenimiento del orden constitucional, el estado de derecho y la gobernabilidad democrática se ven amenazadas, sólo en ese caso podría intervenir el Ejército. Pedir que la Guardia Nacional, encargada de la seguridad pública, esté bajo el control operativo y administrativo de la SEDENA es aceptar que necesitas de las Fuerzas Armadas para garantizar la seguridad interior, que necesitas del Ejército para que tus instituciones funcionen, para que se mantenga el orden constitucional, el estado de derecho y la gobernabilidad democrática; es decir, estás aceptando que como poder Ejecutivo no puedes gobernar el país sin el Ejército en las calles, estás militarizando una función social como lo es brindar seguridad pública. Hacer esto, es militarizar las funciones ejecutivas, sin matices. Además hay que considerar todas las nuevas atribuciones que se le han estado dando a las fuerzas armadas como hacerse cargo de proyectos de infraestructura estatal o instalar las antenas que llevarán internet a todo México en cuarteles y territorios del Ejército con todos los peligros e implicaciones que esto supone.

Aceptemos, al menos por un momento, que la seguridad interior, no solo la seguridad pública, está amenazada por la violencia heredada de sexenios pasados, que sin el ejército haciendo labores de policía no hay gobernabilidad ni se respeta el orden constitucional porque la policía está en un estado tal que ya no puede cumplir sus funciones con un mínimo que garantice el funcionamiento de tus instituciones. ¿Por qué tendríamos que asumir que el Ejército es una entidad inmaculada, incorruptible y moralmente pulcra que puede depurar bajo su manto a las corporaciones policiacas hasta dejarlas prístinas? No hay nada que nos indique que esto sea cierto; las evidencias, como el papel del Ejército en el asesinato de los estudiantes de Ayotzinapa nos apuntan hacia lo contrario, nos dice que el Ejército ha colaborado activamente con el crimen organizado además de atentar contra la población civil sistemáticamente durante décadas.

Aún cuando López Obrador diga que bajo su gobierno el Ejército de pronto ha cambiado en tan solo cuatro años, según apunta Estefanía Vela en este artículo, en 2020 hubo 260 enfrentamientos con civiles en los que estuvieron involucrados miembros de la SEDENA, durante estos enfrentamientos por cada militar que falleció murieron 39,5 civiles, esto y los demás datos que presenta me parecen tremendamente alarmantes y todo esto sin tomar en cuenta el terrible papel de las Fuerzas Armadas en nuestro país a lo largo del Siglo XX.

Habrá quien diga que las personas que murieron en enfrentamientos con elementos de la SEDENA eran civiles involucrados en la delincuencia como ya antes lo dijo Felipe Calderón, pero justiciar así esas muertes implica aceptar que esas personas no tenían derecho a un juicio y que sin debido proceso merecían morir inmediatamente bajo las balas del ejército. Eso es ir en contra del tan ponderado estado de derecho. Hay que reformar la policía, es un hecho, pero no militarizarla.

Muchas veces López Obrador ha sostenido que el Ejército es pueblo uniformado; aunque una buena parte del Ejército provenga de las clases bajas y de pueblos indígenas la verdad es que eso no puede sostenerse. No se trata de un ejército popular emanado de la Revolución Mexicana como lo ha dicho el presidente, no son las tropas populares de Villa y Zapata que tanto se empeñaron en desmantelar para consolidar un ejército a modo del Estado, el Ejército actual es más bien heredero del de la Guerra Sucia, heredero del de Calderón y Peña Nieto.

Las acciones de los elementos del Ejército no son la manifestación de los intereses de la población civil contra la cual han atentado históricamente, son generalmente la manifestación de cadenas de mando que vienen de élites castrenses privilegiadas que pueden estar generalmente aliadas a la oligarquía o bien, en casos terribles, son la manifestación de una violencia estructurada que provoca que más de diez soldados violen a una mujer indígena o cometan ejecuciones extrajudiciales y asesinatos como sigue sucediendo. Conversando con el lingüista Michael Swanton, me contó cómo, antes de López Obrador, Salvador Allende también se había referido a las Fuerzas Armadas como “pueblo que viste uniforme”; efectivamente, así lo hizo en un discurso con motivo de su primer año de gobierno el 4 de noviembre de 1971 en el Estadio Nacional de Chile en donde rindió un homenaje a las fuerzas armadas “por su lealtad a la Constitución y a la voluntad expresada en las urnas por los ciudadanos”. Nos sigue resultando muy amargo hasta hoy recordar la manera en la que Allende se dio cuenta de que el Ejército no era “pueblo que viste uniforme” y que respeta la voluntad ciudadana.

También nos ha resultado muy doloroso a lo largo de la historia reciente de este país darnos cuenta cada vez que que el Ejército es una entidad muy distinta del pueblo y que nunca será buena idea ampliarle sus atribuciones, sus rangos de acción y su protagonismo en la vida pública. Es un límite claro que no debe matizarse.

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