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Cronología de una decisión de vida: 15 años del derecho al aborto en Ciudad de México

Una década y media después de la despenalización del aborto en la capital, poder interrumpir libremente un embarazo impacta la vida de muchas mexicanas

Despenalización del aborto en CDMX
Manifestantes protestan en Ciudad de México por el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo de 2020.Gladys Serrano (EL PAÍS)
María Julia Castañeda

Había pasado poco más de un año desde que se despenalizó el aborto en Ciudad de México, cuando Diana —quien prefiere no revelar su identidad por el estigma que persiste en la sociedad— abortó por primera vez. Tenía 22 años y tuvo que atravesar un procedimiento mal practicado que puso en peligro su vida. Aun así, la emprendedora de 35 años reconoce que de no haber abortado no se habría desarrollado en otros aspectos. “Ni siquiera hubiera ejercido una carrera”, confiesa la diseñadora de interiores.

En ese entonces, Diana acababa de salir de la universidad y ya estaba trabajando. Era 2008 y comenzaban a operar las primeras clínicas ILE —de interrupción legal del embarazo— en la capital. Un anuncio en el metro la guió hacia una sucursal privada en la colonia Roma, en la Alcaldía Álvaro Obregón. “No había muchas opciones, no podía hablar del tema con nadie ni preguntar o pedir consejo”, relata. Su única certeza era que no quería tener un bebé, lo cual ya había definido como parte de su proyecto de vida.

A pesar de que el aborto libre y seguro ya estaba garantizado y regulado en la ley, de esa prestigiosa clínica lo que más recuerda es el dolor: “No me pusieron anestesia, fue así, a carne viva”. “Unos días después, me desmayé, pero lo bueno es que estaba con unas amigas y me llevaron al hospital”, continúa. Estuvo internada cuatro días, pero las primeras palabras del médico aún resuenan en su mente: “Si la hubieran traído una hora más tarde, se muere”. Le habían dejado restos del procedimiento en el útero.

La primera interrupción legal del embarazo en Ciudad de México fue practicada el 25 de abril de 2007, un día después de la publicación de la reforma que despenalizó el aborto por decisión voluntaria de la mujer hasta la semana 12 de embarazo. Desde entonces, se han llevado a cabo 247.410 procedimientos de ILE en la capital, según los registros de la Secretaría de Salud de Ciudad de México al 31 de marzo pasado.

Al principio, solo se ofrecía el servicio de legrado, una intervención quirúrgica que tiene un nivel de riesgo más alto para las mujeres, según recapitula la directora de la organización IPAS para México y Centroamérica, María Antonieta Alcalde. “Tenían que entrar a un quirófano, necesitaban anestesia y personal ginecológico sumamente capacitado”, detalla. Sin embargo, a lo largo de estos 15 años, las clínicas han ido incorporando métodos más efectivos y menos peligrosos para las mujeres, considera. Más del 78% han sido con medicamentos.

A pesar de que Diana lamenta que las condiciones alrededor de su primer aborto hayan sido pésimas, al mismo tiempo se siente afortunada de haber sobrevivido y continuado con sus planes. “Siempre he sabido que no quiero tener hijos”, comparte. “No sé qué hubiera hecho si me hubiera tocado vivir en la época de mi mamá, o no me voy tan lejos, si lo hubiera vivido en la preparatoria, mi vida hubiera dado un giro de 360 grados. Tuve suerte y claro, eso ayudó a que me pudiera desarrollar profesional y emocionalmente”, comenta.

“Cuando es una maternidad deseada, cambia todo”

Yolanda —quien también ha preferido reservar su identidad— no se sentía lista para ser madre cuando vivió su primer aborto a los 17 años. Era 2005 y abortar por voluntad propia estaba prohibido también en la capital. Las leyes solo lo permitían bajo cuatro causales: violación, riesgo para la vida de la mujer embarazada, malformaciones incompatibles con la vida e inseminación artificial forzada. Esos candados se abrieron en 2002, con la aprobación de una legislación conocida como ley Robles en la Asamblea de Ciudad de México cuando Rosario Robles era jefa de Gobierno. Antes de eso, ninguna mujer podía acceder.

Mientras espera a su hijo de 15 años que está por salir de una actividad deportiva, Yolanda se toma un momento para hablar de esa decisión de vida. “Para mí ese aborto fue liberador”, cuenta 18 años después. A pesar de que las condiciones en las que lo vivió también fueron inseguras, su deseo de no ser madre en ese momento era mayor. “Sabía que mi proyecto de vida necesariamente se impactaría, entonces fue mi decisión”, comparte. “No es solamente la decisión de no tener un hijo, no solamente es romantizar ser madre. La maternidad va mucho más allá”, resalta.

“Cuando es una maternidad deseada, cambia todo”, destaca. “Tener un hijo es una responsabilidad gigantesca y es una responsabilidad de por vida”, continúa. “Un hijo, no solamente es hacerlo nacer, es de verdad tener la capacidad para criarlo de manera respetuosa, consciente, no solamente que se dé ahí como una plantita salvaje. Es muchísimo más que eso”, expone.

Pamela tampoco deseaba ser madre cuando abortó a los 15 años, poco antes de la despenalización. Ella también ha solicitado proteger su identidad por el estigma que aún pesa en la sociedad. Abortó sola, con pastillas y muy poca información. “Me sentía muy desconcertada, no sabía qué estaba pasando y el dolor era bastante. No me sentí segura”, comparte. “Segura de hacerlo, sí, pero segura de que todo iba a estar bien, no”, aclara. Desafortunadamente, la desinformación y el estigma la llevaron al mismo escenario de emergencia que a muchas mujeres. Una semana después, se desmayó mientras buscaba una toalla sanitaria en una tienda cerca de la preparatoria. Llamó a casa y terminó en un hospital.

Diecisiete años después, Pamela cree que tuvo suerte de sobrevivir al procedimiento, pero también que no debió de haber tenido que atravesarlo así. “Aunque no fue una experiencia nada grata, sobre todo por el desmayo en la escuela, qué bueno que lo hice”, comparte. “Lástima que fue de esa manera”. “Yo estaba muy segura de que no estaba preparada para tener un hijo”, continúa. Además, reconoce que fue una de sus primeras decisiones de agencia. “De decir este es mi cuerpo, es mi decisión y esto no va a pasar”, describe.

María Antonieta Alcalde advierte de que aunque no hay registros de muertes directamente relacionadas con los procedimientos en las clínicas públicas, las mexicanas aún mueren por abortos clandestinos o mal practicados en la capital. En 2019, cerca de 4.500 mujeres requirieron hospitalización por complicaciones relacionadas con un aborto, un 84% menos que los 26.000 casos contabilizados en 2007. La despenalización trajo consigo esta reducción, pero aún hay muchos retos para que todas las mujeres puedan acceder a este derecho, señala.

El aborto es el único servicio de salud que está regulado en el Código Penal y no en la ley de Salud, expone. “Un servicio que, por cierto, solamente las mujeres necesitamos”, comenta. “Muchas mujeres durante nuestros procesos necesitamos este servicio y no tendría por qué estar en el Código Penal, porque genera miedo, inseguridad y estigma”, indica. Por otro lado, señala que la criminalización en torno al aborto sigue dificultando que acudan a los servicios de salud. Ciudad de México es la entidad con más denuncias por el delito aborto en todo el país, a pesar de la despenalización y de que recientemente la Suprema Corte declaró inconstitucional perseguir a una mujer por decidir interrumpir su embarazo en México.

“Sentí que tuve una segunda oportunidad para cumplir mis proyectos”

La capital se convirtió en un oasis en medio de un desierto de derechos sexuales y reproductivos para las mexicanas. La despenalización en Ciudad de México evidenció una necesidad latente en el resto del país. Así nacieron las primeras redes para acercar a las mujeres a este derecho. Una de las primeras fue Fondo María, que desde 2009 apoya con medicamentos, información, transporte, hospedaje y acompañamiento a quienes requieran un aborto seguro. “Surge como una iniciativa que continúa en la línea de intentar disminuir las brechas de desigualdad que dificultan y en algunos casos impiden el acceso al servicio”, según explica Brenda Gutiérrez, vocera y acompañante de la organización.

Desde Baja California hasta Yucatán, las redes de acompañantes para abortar comenzaron a organizarse y extenderse para facilitar el acceso en sus Estados y transportar a algunas mujeres a la capital. Según las cifras del Gobierno, más del 30% de los procedimientos realizados en la capital han sido requeridos por mujeres de otras entidades. “Las redes de acompañamiento tienen un papel fundamental. Muchas trabajamos con la erradicación del estigma, con el objetivo que las mujeres vivan el aborto como un derecho, que sea de manera amorosa, y que las mujeres sepan que se puede tener uno, dos o los abortos que ellas decidan”, destaca Sandra Cardona, de la organización Necesito Abortar México.

En Nuevo León, Alberta Burgos, una joven indígena de una comunidad nahua asentada en el municipio de Escobedo, comenzaba a capacitarse en 2011 para ser acompañante cuando se enteró de que estaba embarazada. Tenía 21 años y tuvo que trasladarse a una clínica en la Ciudad de México porque el procedimiento con medicamentos no le funcionó. Al igual que Diana, Alberta recuerda aquella clínica con mucho dolor. “No me anestesiaron debidamente, solo me colocaron una anestesia local. Por inercia intentaba cerrar las piernas cuando me estaban haciendo el procedimiento y la doctora me gritó horrible y me dijo que ya me habían anestesiado como caballo”, narra.

Alberta reconoce que lo que vivió fue violencia obstétrica y ha decidido rescatar esa horrible experiencia para acompañar a otras mujeres durante sus procesos. “Eso me ayuda mucho para decirle a las mujeres que me escriben: ‘yo estuve en tu situación, yo comprendo cómo te sientes’. Es una presión, es un peso enorme en tu persona si es algo que no deseas”, cuenta la activista de 27 años, que lleva nueve años acompañando a otras mujeres a abortar, especialmente en su comunidad al norte de Monterrey.

El problema no es el aborto, sino las condiciones en las que las personas hacen que las mujeres aborten, las cuales están cargadas de “un estigma tremendo”, señala. “Esas condiciones socioculturales se convierten en un peso para las mujeres por el simple hecho de poder decidir qué hacer con nuestro cuerpo”, insiste. “A mi lo que me terminó de lastimar no es tanto el proceso del aborto, que yo sé que me pudieron haber anestesiado, sino el estigma por el que no me anestesiaron debidamente, por su estigma me dijeron esas cosas horrendas”, advierte.

Aly, como le gusta que le llamen, admite que si volviera a quedar embarazada y no existiera ningún otra forma de abortar, volvería a pasar por ese proceso. “Lo volvería a hacer porque el proyecto de vida que tengo diseñado está por encima”, confiesa. “A partir de que pude acceder a este derecho, sentí que se me fue un gran peso de encima y que tuve una segunda oportunidad para cumplir mis proyectos”, comparte.

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Sobre la firma

María Julia Castañeda
Redactora en EL PAÍS México. Enfocada en contar historias con perspectiva de género. Es graduada en Periodismo por el Tecnológico de Monterrey y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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