“Aquí van a aparecer los charlatanes que ofrecen curas mágicas”
El VIH fue tal vez la última epidemia global que, como el coronavirus, alcanzó todos los rincones de la sociedad. Uno de los principales expertos en sida en México habla sobre la experiencia de enfrentar una nueva enfermedad y cómo impacta la desinformación en la gestión de una pandemia.
En mayo de 2019, después de 30 años de trabajo en todos los niveles del programa federal de sida, Carlos Magis renunció como encargado de despacho del Centro Nacional para la Prevención y el Control del VIH/Sida (Censida) de México. El país se estaba quedando sin medicinas para tratamientos que recibían cada mes unas 95.000 personas —algunas desde hace más de 20 años—, y Magis necesitaba reponerlas con urgencia. Pero el Gobierno entrante había decidido dejar las compras de la Secretaría de Salud en manos de Hacienda, y los nuevos responsables cambiaron las reglas sin entender “las implicaciones de lo que hacían” y sin un plan de contingencia. La obstinación por prescindir de las empresas distribuidoras, aunque Salud no tiene la logística necesaria para almacenar y distribuir los remedios por todo el país, llevó a que se rompiera la cadena de suministros.
Hasta que el problema se resolvió, hubo pacientes que tuvieron que cambiar seis veces de medicamentos en tres meses. “No tenía ninguna lógica hacerlo”, explica Magis ahora, una tarde de fines de mayo, un año después de su renuncia. No era un asunto de recursos, sino de falta de previsión. El error se volvió un patrón: “Tampoco compramos a tiempo insecticida para el dengue”, añade Magis. Y los casos de dengue aumentaron cerca de 400% en 2019. “No compramos ni vacunamos adecuadamente contra el sarampión”, cuenta Magis. Y en 2020 México tuvo una epidemia de sarampión por primera vez en décadas. “No habíamos tenido casos desde 1995”, dice. Medio año después de su renuncia, a la lista se sumó el desabastecimiento de remedios oncológicos, un problema que puso en pie de guerra a los padres de niños con cáncer.
Carlos Magis Rodríguez, doctor en Salud Pública, investigador y profesor de Medicina en la UNAM, no enumera estos episodios con rencor, sino con cierta perplejidad, como si aún lo sorprendiera la obstinación en el error. Cuando se declaró la pandemia en marzo, él ya había empezado a leer sobre el nuevo virus a través de la cuenta que se creó en Twitter para seguir principalmente las novedades sobre VIH. El desarrollo de la epidemia de sida ha sido uno de los grandes intereses de su carrera, y ahora presenciaba en vivo el surgimiento de otra epidemia global. Para aquellos que conocían de primera mano la evolución del VIH en el mundo, la repetición de ciertos patrones debe haber sido asombrosa.
“El homo sapiens recibió la aparición de la nueva enfermedad con total despreocupación, luego con desdén por los infectados por el virus, seguido por un sentido casi patológico de negación masiva basado en mecanismos para racionalizar la epidemia que iban desde afirmar que el virus era completamente inofensivo, hasta la insistencia en que ciertas personas o razas habían sido bendecidas con la capacidad de sobrevivir a la infección por VIH”, escribió hace más de dos décadas Laurie Garrett, una periodista científica ganadora del Pulitzer que Magis sigue desde antes de que existiera Twitter. La cita corresponde al libro The coming plague (la próxima plaga), que Garrett publicó por primera vez en 1994.
Para Magis, que empezó a trabajar en 1988 en el Registro Nacional de Casos de Sida, que integró el primer comité epidemiológico para la prevención y control del VIH en México y fue director de investigación del CENSIDA —entre otras tareas que asumió en salud pública—, la evolución de la pandemia del coronavirus ha sido un fenómeno “parecido a la epidemia de VIH, pero de una forma acelerada, aceleradísima”. El desarrollo de la enfermedad es más rápido, la evidencia surge casi en directo y salta de las redes sociales a los papers científicos, las proyecciones de casos se van corrigiendo semana a semana y las autoridades deben tomar decisiones en tiempo real, “con información que, por definición, es incompleta”.
El uso de AZT, el primer medicamento antirretroviral indicado para el VIH, se aprobó recién en 1987: cuatro años después de que identificaran el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (en 1983) y seis desde que se describieron los primeros casos en Estados Unidos (1981). “Es buena la comparación con el medicamento que acaba de aprobar FDA, el Remdesivir”, dice Magis, en referencia al primer fármaco aprobado para el tratamiento de casos graves de covid-19, que fue autorizado en Estados Unidos en mayo pasado: apenas cinco meses después de que China publicara el código genético del SARS-CoV-2. La enorme diferencia en la velocidad del surgimiento de información científica, sin embargo, no se ha correspondido con la permanencia de prejuicios y actitudes que pueden empañar la respuesta colectiva a una nueva amenaza de salud.
Pregunta. Más allá de los esfuerzos científicos, el hecho de que no exista hasta hoy una vacuna contra el VIH, el tiempo que tardó en aparecer el test y en aprobarse un tratamiento, tuvo que ver sin duda con las comunidades que más golpeaba, con los grupos que se creía que afectaba. ¿Usted cree que, al comienzo de esta pandemia, la reacción o la falta de reacción de las autoridades o de la gente estuvo influenciada por la creencia de que solo afectaba a determinados grupos, como la gente mayor o los que tenían comorbilidades?
Respuesta. Definitivamente. El discurso de los viejos o ancianos hace que los jóvenes, que de por sí sienten que son invulnerables —una cosa normal a los 20 años—, digan: “Bueno, ¿yo por qué?”. O pensar en este asunto de las regiones. En Estados Unidos, muy al principio de la epidemia [de VIH], se estigmatizó a los haitianos. Había cuatro “haches”: una “h” de homosexual, una “h” de heroína, una “h” de hemofilia, y la otra “h” era de haitianos. Estados Unidos encontró prevalencias altas en haitianos, y no se entendía muy bien por qué. Es un poco como en los principios de esta epidemia, en la que vimos agresiones a personas que parecían de origen chino en Inglaterra y Estados Unidos. Esa forma del estigma es algo que se parece a VIH. O lo de: “A mí no me va a tocar porque en México hace calor y hay sol y no nos toca”. Sin darnos cuenta de que en Singapur, que a lo mejor no conocemos, hace igual de calor y tienen la epidemia. O el tema de la edad. Entonces, yo creo que sí. Hay muchos momentos del estigma que también funcionan para covid-19.
P. Desde su experiencia en el trabajo con VIH, ¿qué relevancia tiene la desinformación en el manejo de una epidemia? Uno piensa que la gente no va a ir a inyectarse cloro, pero hay personas que van y lo hacen. ¿Cuánto cree que puede afectar este problema en la gestión de una epidemia?
R. Bueno, igual que en VIH, van a aparecer los charlatanes que ofrecen curas mágicas. En México tuvimos varias. Probablemente la más famosa fue una persona que vendía agua cerca de Querétaro, el “agua de Tlacote”. Teóricamente, el agua —que no tenía nada—, curaba a la gente de VIH y de cualquier cosa. En algún momento, desde Argentina venían vuelos especiales por el agua de Tlacote. Cuando fui director de investigación del CONASIDA me tocaba lidiar con personas que venían diciendo que tenían el tratamiento, o que tenían alguna evidencia de cómo hacerlo.
Aquí lo vamos a ver. Cuando se naturalice que lo tenemos mucho, van a aparecer. Creo que el tratamiento este de azitromicina con hidroxicloroquina cae un poco en ese espacio, el de vender algo como la solución a un problema. Aquí hubo un médico estadounidense que se trajo un paciente a tratamiento a la Ciudad de México y le calentó la sangre. Lo puso en un quirófano con una bomba de circulación de sangre extracorpórea, que es la que se usa para transfusión, y dijo: si el virus es lábil al calor, vamos a calentar la sangre y la regresamos caliente y ya matamos al virus. El paciente murió en esa mesa. Eso se hizo para el VIH, pero seguro que alguien va a inventar… Trump dijo que la luz muy intensa puede matar al virus y yo tuve un señor que lo propuso y que trataba pacientes así: los ponía en una habitación, asumo que en ropa interior o desnudos, y les ponía focos muy intensos, me imagino que como esos reflectores de la Segunda Guerra Mundial. Y nos mostraba que el paciente había mejorado en sus linfocitos CD4. El tema es que, buscando el nombre del paciente, también estaba tomando tratamiento.
La diferencia es que la covid es dramáticamente rápida. El VIH es muy lento, da tiempo a que la persona vaya explorando un tratamiento y otros no. Entonces, creo que sí, que con la información nos va a pasar eso. Nos pasó con exposiciones públicas, con correr pacientes, con gente que decía “no quiero que se atiendan acá”.
P. ¿Cómo fue esa situación?
R. La primera vez que tuve que dar una conferencia pública en el 88 fue en un hospital del norte de la Ciudad de México. Entré a un auditorio llenísimo, estaba hasta el borde. Ahí me dijeron: “Es que hay un problema en el hospital sobre en qué pabellón se van a tratar los pacientes con VIH”. El personal de salud no quería ese riesgo, los querían mandar para otro lado. Entonces, el jefe de enseñanza del hospital dijo: vamos a traer expertos a hablar de VIH un poco para mejorar lo que está pasando.
He oído personas que dicen que hay un avión en el oriente de la Ciudad de México que en la noche está tirando veneno. Se confunde esto de que estoy limpiando algo con que estoy poniéndole veneno a las personas. Todo eso genera muchos miedos y dificultad para llegar rápidamente al tratamiento. Uno lo puede ver ahora, cuando dicen: “Estaba bien y llegó al hospital y ahí lo mataron”. No, llegó mal. Se deterioran muy rápido. Entonces, creo que sí interrumpe la desinformación. Y las redes tienen mucho que ver.
[En junio, el médico cirujano Max García, director de una clínica en Tlapa de Comonfort, el centro urbano de la región La Montaña, en Guerrero, contó a EL PAÍS que muchos vecinos creían que el coronavirus era un plan del Gobierno para matar gente, que había cuotas que los médicos debían cumplir, y que por eso evitaban ir a los hospitales. Desde fines de mayo se han reportado también problemas en el Estado de Chiapas por la circulación de noticias falsas que aseguran que el virus fue creado para matar a personas mayores, o que los aviones que fumigan contra el dengue en realidad están esparciendo el nuevo coronavirus, lo que ha desatado protestas, ataques a hospitales comunitarios e incluso incendios de ambulancias o de casas de autoridades en varios municipios. En julio, en el pueblo Las Margaritas, más de mil personas protestaron por la situación económica causada por el virus, y una organización acusó al gobierno de estar participando en un plan mundial para matar a la gente de más de 60 años]
P. ¿Cuál cree que puede ser el impacto de estos temores a futuro, para el control de la pandemia?
R. En México nunca ha habido realmente un movimiento antivacunas al estilo de Estados Unidos. No hay ese discurso generalizado, pero ya lo vimos con la epidemia de 2009, cuando por fin salió la vacuna. La epidemia empezó a principios de 2009, el 30 de abril. Cuando ya hubo vacuna en el mundo para el H1N1 y llegó a México, la gente no se quería vacunar. La vacuna especial que consiguió México, por noviembre del 2009, no se usó toda. Había gente, personal de salud, que decía: “No, de esa vacuna yo no me voy a poner”. Entonces, incluso cuando salga una vacuna, si llegamos a una, más allá de la escasez de las dosis, el problema es que la gente quiera vacunarse. En 2009 hubo personal de salud que no se quería poner la vacuna porque le hacía “mucho ruido” este virus de influenza nuevo.
“Incluso cuando salga una vacuna, si llegamos a una, más allá de la escasez de las dosis, el problema es que la gente quiera vacunarse”
P. Me imagino que en la historia del VIH, a pesar de toda la información científica que se conoce hoy, deben seguir existiendo teorías conspirativas sobre el origen del virus y de la enfermedad.
R. Bueno, toda la respuesta en Sudáfrica fue un desastre porque el presidente que siguió a Mandela, Thabo Mbeki, que había estudiado Economía en Sussex, decidió que era un virus del hombre blanco contra las personas de África y no ponía un tratamiento, en contra de la opinión de médicos en Sudáfrica. Y todo siguiendo la teoría negacionista del VIH, que además tenía como epicentro un médico reconocido de Berkeley, un experto en virus. Kary Mullis, el inventor del PCR, que es premio Nobel de Medicina, negaba que el VIH generaba sida. Un premio Nobel. Entonces había un espacio de negación del VIH, se hacían congresos alrededor de eso. Todavía en el 2000 hubo un congreso para refutar y unas cartas firmadas por científicos en [la revista académica] Nature. Creo que el impacto del tratamiento efectivo contra el VIH cambió eso. Ya era muy evidente que el tratamiento funcionaba, y que los que no tenían tratamiento se morían. Para el 95, nosotros teníamos algunas personas sin tratamiento en México. La mortalidad era al año. Sin tratamiento, la mejor sobrevida que teníamos era de tres años. Eso lo publicamos en un artículo en el 94. Cuando ya aparecen los medicamentos, sobre todas las proteasas del 96 [compuestos que impiden la multiplicación del VIH] con los inhibidores de transcriptasa desde el 87, ya la combinación de los dos nos dio un tratamiento muy poderoso y empieza a cambiar la situación. Para las teorías negacionistas, el virus existía pero no era la causa de la enfermedad sida. El sida era un problema de estilo de vida y si uno comía bien y estaba tranquilo con el mundo y hacía yoga en las mañanas no le iba a dar nada. Ese discurso tuvo un espacio aquí en México, pero poquito. Este discurso también new age sobre las vacunas no se ha dado mucho aquí, pero hay elementos como para que aparezca, igual que en otras partes.
Con la epidemia de VIH, cuenta Magis, las autoridades sostuvieron desde un comienzo, de forma sistemática, la recomendación de usar preservativos. “Por supuesto, es diferente de covid. Uno sale a la calle y no ve a la gente sin condón o con condón”. Tuvieron que mirar los números de venta de condones para saber que la gente tardó en tomárselo en serio: “Nos tardamos muchos en alcanzar porcentajes… y por otro lado nunca los alcanzamos mucho”, recuerda. Hoy, a pesar de que las evidencias surgen casi en tiempo real frente a nuestros ojos, “todavía uno ve todas estas declaraciones de gente que no cree que esto está sucediendo”, dice Magis.
Para finales de 2019, cuando los primeros casos de infección por coronavirus aparecieron en las noticias, el número de muertes por enfermedades relacionadas con el sida alcanzaba en el mundo unos 32,7 millones de personas, según las últimas estadísticas de ONUSIDA.
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