Estas son Las Mañanitas, que cantaba Chente Fox
En la vida pública de México pasan cosas tan graciosas que pareciera que el guionista de un buen programa cómico las concibió
Uno de los privilegios de vivir en México es que nuestra capacidad de asombro se ve rebasada (y, de ese modo, es de suponerse, incrementada) todos los días. A veces sucede por la facilidad con que se producen noticias casi inverosímiles de tan grotescas (matanzas crudelísimas, estallidos terribles de violencia, fraudes gigantescos), y otras, simplemente, porque en la vida pública de México pasan cosas tan graciosas que pareciera que el guionista de un buen programa cómico las concibió.
Por ejemplo: ¿de quién fue la idea de que el expresidente Vicente Fox ofrezca cantar Las Mañanitas a los cumpleañeros que lo soliciten o, en su defecto, grabar anuncios personalizados, por una tarifa de 255 dólares? (¿y cómo se decidió esa tarifa, que no es una cifra cerrada como 200 o 300, y a la que solo le faltan los consabidos 99 centavos para que parezca la de un informercial de trapeadores mágicos?). Si la idea fue de Fox, habría que decir que se parece bastante a las que tuvo mientras ejerció el poder ejecutivo, esos recordados planes que solían mover a la pena ajena. Y si la idea fue de alguien más ¿por qué un expresidente se presta a esas labores? Ni siquiera la promesa de ceder a causas benéficas los ingresos obtenidos por tal vía se antoja razonable. ¿No sería mejor que esas hipotéticas donaciones provinieran de las conferencias que suele dictar Fox y que, sin duda, volverá a dictar cuando las condiciones de salud mundiales lo permitan? ¿O es que el voto mayoritario que los mexicanos le dieron en el 2000 ya se devaluó tanto que ahora puede uno pagar para que Fox haga de merolico?
Y bueno, qué decir del montaje que el Gobierno federal armó durante la llegada al país del exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, quien fue extraditado de España el pasado viernes 17… Lozoya no es cualquier reo: es la primera pieza de relevancia que el Gobierno obtiene en su campaña de combate a la corrupción. Al funcionario de la Administración de Enrique Peña Nieto se le reputa como clave en el capítulo mexicano del caso Odebrecht y se espera que pueda dar información muy jugosa sobre los enjuagues de los últimos Gobiernos…
Todo muy bien, salvo que, apenas tocar tierra, pasaron dos cosas dignas de otro guionista, esta vez de uno de esos seriales de conspiraciones políticas. Primero, la Fiscalía General de la República decidió disfrazar a un figurante en el aeropuerto y mandarlo a las calles como avanzada, rodeado de un convoy de seguridad. Parte de los medios mordieron el anzuelo y hubo transmisiones en vivo de seguimiento al señuelo. Y segundo, resulta que el verdadero Lozoya no fue conducido al reclusorio, sino a un hospital, porque ya en el suelo patrio se sintió repentinamente indispuesto, aunque las autoridades españolas, que lo tuvieron preso varias semanas, no contaban con antecedentes de sus males.
Total, que el Gobierno armó un montaje a dos bandas que, de entrada, no parece demasiado lógico. ¿Se corría el riesgo de que el preso se evadiera o, peor, de que algún comando de esos feroces opositores, a los que los porristas oficiosos acusan de toda la violencia del país, irrumpiera su traslado y lo rescatara? Suena tan rocambolesco como un episodio de House of Cards o Designated Survivor. ¿Y si ese peligro no era inminente, para qué, entonces, tanto señuelo, tanto montaje, tanto malestar repentino? ¿Y por qué fue el senador Monreal, líder de la Cámara Alta, en vez del Fiscal, quien salió a aclarar que lo que pasa es que Lozoya es una especie de “testigo protegido” y por eso no ha puesto un pie en la celda que, en teoría, debería corresponderle?
Así, entre la comedia, la tragedia y la serie de espías, la vida pública mexicana sigue su curso. Y si alguien se deprime, pues por solo un puñado de dólares Vicente Fox puede cantarle Don’t Stop Believin’ o alguna otra canción para levantar el ánimo.
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