Cincuenta sombras de España
Esa fotografía del líder del partido español Vox asomado a un balcón con un casco de conquistador, como si fuera un aficionado al cosplay, parece el cumplimiento de una fantasía sadomasoquista
Qué busca el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, con la carta en la que pide que el actual Gobierno español (el del siglo XXI, aclaremos, por si alguien acaba de salir de la criogenia) se disculpe por las muertes y destrucciones que causaron los peninsulares durante la Conquista del siglo XVI, hace 500 años.
Podemos discutir los objetivos políticos que persigue este inesperado reclamo (que ninguna encuesta de los recientes 30 años supo percibir como prioridad para los mexicanos y que no ha formado parte de la plataforma de ningún partido o colectivo de mediana importancia para arriba desde los años cuarenta del siglo pasado, cuando el fiasco del supuesto hallazgo de los huesos del emperador Cuauhtémoc, episodio risible que algunos deberían recordar más). Y podemos especular, además, sobre una estrategia internacional que considera apropiado tensar la relación con un país, como España, que es el segundo mayor inversionista extranjero directo en México en los últimos diez años (solo por detrás de Estados Unidos), el quinto destino de nuestras exportaciones y uno de los diez que aporta más visitantes a nuestros centros turísticos. Es decir, que no se trata de un enemigo ni un rival comercial, sino de un socio de importancia.
Pero al margen de esos objetivos internos y esa estrategia exterior (cuyos resultados aún están por verse), el efecto inmediato de la carta y las declaraciones presidenciales que la acompañaron ha sido categórico: azuzar al nacionalismo mexicano y dar oxígeno al antiespañolismo. Porque pese a que López Obrador habló expresamente de que la disculpa que solicita le parece un paso para el perdón y la reconciliación, no van en ese rumbo el discurso de muchos de sus partidarios en las redes y los medios, ni el de los exaltados en su propio partido, como el diputado local morenista en Tabasco Charlie Valentino León Flores, quien declaró en tribuna que los españoles son "la peor de las razas" y deberían "arrodillarse ante nuestro país". Echar mano del nacionalismo como recurso político no carece de riesgos. Porque hablamos de un sistema de pensamiento que se basa en la idea de que aquellos que han nacido en un mismo territorio comparten, fatalmente, una serie de características que los distinguen del resto de los humanos. Y que, en un caso extremo, postula que esas peculiaridades hacen a los nativos de un país mejores, o cuando menos, preferibles a los extranjeros. Y en política, a veces hay un solo paso (que suele darse por motivos dispares: un juego de fútbol, una discusión sobre comida o música, una disputa de límites o de funcionarios...) entre asegurar "soy tan diferente de ti" y establecer: "Y por eso soy mejor que tú".
El nacionalismo es, también, una pasión muy difícil de controlar, que una vez puesta en marcha exacerba a quien la experimenta y provoca, en consecuencia, la exacerbación de aquel ante quien se pavonea: el extranjero, el diferente, el otro. ¿Qué sucede cuando a alguien se le agita una y otra vez una bandera en la cara? Pues que a menos que se sienta identificado hasta el tuétano con ella, acabará por sacar su propia bandera, como defensa o mera profesión de la identidad colectiva a la que se supone que pertenece (y que, hasta ese momento, puede haber sido secundaria para él). Este mecanismo de provocación-reacción lo hemos visto una y otra vez, porque los nacionalismos operan como fichas de dominó al caer: su energía se transmite por contacto violento. Por eso, aunque a estas alturas nos suene a locura, los centros de reclutamiento en los primeros días de la Primera y Segunda Guerras Mundiales, rebosaban de tipos deseosos de luchar, vestir el uniforme y levantar su bandera (y un fusil) contra el de enfrente. Hombres diversos pero homogeneizados por el odio, que lanzaban vivas a sus patrias y exigían más fusiles y más banderas...
¿Cuál es el problema central del nacionalismo? Que tiene mucho de quimérico. Porque los Estados nacionales se han establecido por encima de divergencias de todo tipo, culturales, económicas, étnicas, religiosas o sexuales, tan o más capaces que una bandera de aglutinar identidades a su alrededor. Y porque es difícil o imposible sostener los postulados diferenciales y esencialistas sin recurrir a alucinaciones históricas o espantajos pseudocientíficos. Toda identidad nacional exacerbada encierra mucho de farsa, de construcción interesada y hasta de juego de rol. Una persona puede, con razones muy parecidas, decidir que es más mexicano, español o nepalí que otra cosa, o que es un indiscutible integrante del Imperio Galáctico...
Y en el caso que nos ocupa, queda claro que al empuñar la enseña de nuestro nacionalismo, López Obrador ha conseguido que al otro lado del mar suceda lo propio. El nacionalismo español no es menos quisquilloso que el mexicano y también salta a la menor provocación (como ha sucedido con ese otro espejo suyo que es el nacionalismo catalán). Y la derecha ibérica, todos a una, PP, Ciudadanos y Vox (y ciertos opinócratas obsesionados con fungir como el macho de guardia, suceda lo que suceda) ha encontrado en las palabras de López Obrador un apoyo paradójico a sus posiciones: los otros nos atacan, dicen, así que debemos ponernos también en pie de guerra y defender nuestro legado histórico, el del Imperio donde no se ponía el sol... Parece una broma, pero esa fotografía viral de Santiago Abascal, el líder de Vox, asomado a un balcón con un casco de conquistador metido en la cabeza, como si fuera un aficionado al cosplay, parece el cumplimiento de una fantasía sadomasoquista doble: la que, a uno y otro lado del mar, se excita al sostener que los españoles de hoy son aquellos mismos que, cubiertos de armaduras y espada en mano, arrasaron con los americanos de hace cinco siglos. ¡Vaya historia de dolor y fascinación! Cincuenta sombras de España, pues...
Y allí los tenemos hoy mismo, envueltos cada cual en su bandera y jugando el papel de su identidad construida a fuerzas, mientras los pueblos originarios, en México, siguen abandonados a su suerte, marginados, empobrecidos y silenciados por los propios mexicanos, y mientras en España se alarga la sombra de quienes vindican el Medioevo, la Contrarreforma, el Imperio y la Dictadura y que, como niños que juegan a ser Darth Vader, se ponen en la cabeza el casco de conquistador.
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