El ocaso del esplendor brasileño
Brasil, con 13 millones de desempleados, vive la pesadilla de una economía que se tambalea ante la llegada de un nuevo presidente
La avenida Álvaro Guimarães, en São Bernardo do Campo, al sureste de Brasil, es un retrato de cómo la crisis ha afectado a los brasileños y convertido el desempleo en una de las principales preocupaciones en las elecciones presidenciales del próximo domingo. La vía está ubicada en una zona industrial, uno de los sectores que más golpeados por la recesión que sacudió el país sudamericano entre 2015 y 2016. Allí, al menos tres empresas –Panex, Rolls-Royce y P&G– han cesado sus actividades en los últimos cuatro años, engordando los números del desempleo. São Bernardo es la ciudad que proyectó al expresidente Lula da Silva como líder sindical en los años ochenta, vecina de Santo André y San Caetano, el triángulo del ABC, que creció en los años setenta con las industrias automovilísticas. Hoy, ABC, como Brasil, no pasa por su mejor momento. 52.000 trabajos se han perdido desde 2014. En todo el país hay 13 millones de desempleados, casi tres veces más que en las elecciones presidenciales de cuatro años antes.
En 2014, Brasil vivía su tasa de paro más baja de la historia: el 4,8%, lo que ayudó a la expresidenta Dilma Rousseff a reelegirse. Hoy, el desempleo de 12,3% —a lo que hay que añadir una tasa de informalidad laboral aún mayor— fomenta la desilusión de brasileños como Alexander da Silva, de 43 años, operador de máquinas, que vive en São Bernardo con su familia y lleva diez meses en el paro. Silva ha decidido votar nulo el próximo domingo. No cree que ninguno de los 11 candidatos que se presentan vaya a cumplir las promesas de recuperar la economía para que Brasil vuelva a crear empleos. “Voy a luchar para salir del paro, pero no creo que la política vaya a ayudar ", subraya.
Desde que fue despedido de Panex, una fábrica de sartenes, que decidió cerrar esa sucursal y concentrar las actividades en la fábrica que tienen en Río de Janeiro, el operador de máquinas se dedica a entregar su currículum en otras empresas y agencias de empleo, pero hasta ahora solo ha logrado dos entrevistas. Sin éxito. El pasado miércoles, volvió a la sede de su antiguo trabajo, donde ahora opera una fábrica de luces de coche, para apuntarse a una plaza. Silva ha podido mantener a su familia de cuatro personas con lo que recibió de la indemnización con su despido. Pero si no encuentra trabajo en los próximos tres meses no sabe cómo va a sobrevivir. "He visto a muchos padres como yo en dificultad para mantener a sus hijos. El futuro me da miedo", dice.
A 2.600 kilómetros de allí, en la ciudad de Cabo de Santo Agostinho, en el Estado de Pernambuco (nordeste), el pintor industrial Ubiray de Carvalho Santos se lamenta del mal momento que viven él y su familia, acomodados en una casa improvisada en un rincón llamado Sitio Areal que ni se encuentra en el mapa. Santos trabajó durante cinco años en el Complejo de Suape, un conglomerado de 70 compañías alrededor del puerto de Suape, proyecto estrella de los años de Lula en el poder y una de las grandes obras de infraestructura que se volvió un dorado de empleos al final de la primera década del siglo. Recibió millones del Gobierno para que el puerto creciera como punta de lanza de las exportaciones del país, incluso con inversiones para una refinería de petróleo que atendería a Petrobras. Miles de brasileños volaron hacia lo que se imaginaban que cambiaría la suerte de una de las regiones más pobres de Brasil. Santos salió de Camaçari, en el Estado de Bahia, a 800 kilómetros de Suape, para trabajar en una de las empresas del puerto. Durante cinco años fue feliz con su esposa y su hijo. Otros dos hermanos, sobrinos y hasta su madre llegaron y trabajaron allí, como parte de los 50.000 empleados que Suape tuvo en la zona.
Todo voló con la tormenta económica que sacudió a Brasil, que se cebó con la zona: la refinería se vio, además, envuelta en el caso Lava Jato por su vinculación con Petrobras. Fue como si se desplomase un castillo de naipes. Hoy, el puerto tiene 20.000 empleados y la familia de Santos no sabe dónde seguir. “Toda mi familia está sin trabajo. La única fuente de dinero que tenemos es la jubilación de mi madre”, lamenta el pintor.
Devolver la esperanza de días mejores a los brasileños es uno de los puntos centrales de la campaña presidencial brasileña. Los 13 candidatos prometen en sus programas por la recuperación de los empleos. El líder en las encuestas, el ultraderechista Jair Bolsonaro, apuesta por la receta liberal: promete crear empleos con contratos de trabajo flexibles e invertir en sectores privatizados para generar puestos de trabajo. Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores, segundo en las encuestas, señala que si gana las elecciones desarrollará un programa de emergencia para reducir la tasa de paro. Haddad quiere continuar los planes del expresidente Lula, quien lo designó, con inversiones públicas en infraestructura, y mejorar el sueldo mínimo.
El cuadro desolador en nada recuerda los tiempos en que Brasil respiraba optimismo. En 2011, la mayor economía de América Latina venia de un crecimiento del 7,5% y el país hacía planes para recibir el Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Había dinero, muchísimo dinero, y también obras públicas. Como la del teleférico del Complexo de Favelas do Alemão, en la zona norte de la ciudad de Río, uno de los orgullos del gobernador Sergio Cabral. Inaugurado en julio de aquel año, sus seis estaciones y 3,5 kilómetros de extensión atendían a los 120.000 vecinos del lugar, considerado uno de los más peligrosos de Río. El teleférico encantó no solo a los vecinos, que pasaron a moverse con más facilidad, sino también a los turistas.
En 2015, la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde, llegó a decir, tras un viaje en el teleférico, que solo había visto algo parecido en los Alpes. Pero la estructura también desató unas duras críticas por haber costado 200 millones de reales (en 2011, unos 90 millones de euros), un dinero que podría haber sido invertido en infraestructuras más importantes para los vecinos, como un servicio de saneamiento básico. En octubre de 2016, dos meses después de los Juegos, el Gobierno anunció el cierre del teleférico por un desgaste en los cables de tracción. El erario también había dejado de pagar a la empresa responsable de operar el teleférico. Se dijo entonces que en seis meses volvería a funcionar. Hoy, dos años después, el Estado de Río vive una grave crisis fiscal y apenas puede seguir manteniendo sus servicios púbicos básicos. El gobernador Cabral está preso y condenado por corrupción. Y el Complexo do Alemão, abandonado por el Gobierno, sigue sin su teleférico.
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