Guatemala da un portazo a la esperanza
El Gobierno de Jimmy Morales se enfrenta a las Naciones Unidas y a la Corte Constitucional para terminar con la Comisión contra la Impunidad que lo investiga
Habilidoso con la pierna derecha, el hijo del presidente de Guatemala Jimmy Morales aspiraba a ocupar algún día la banda derecha del Real Madrid y hasta pensó en hacer las pruebas con el equipo blanco. Pero a sus 23 años, José Manuel Morales es más conocido por los chistes que circulan de boca en boca que por sus pases en el Bernabéu. El humor ácido guatemalteco le recuerda que ha pasado toda su carrera en el banquillo. Primero en el del modesto Deportivo Petapa, penúltimo equipo clasificado de la primera división de Guatemala, y después en el de la celda.
En 2017, él y su tío Sammy Morales, hermano del presidente, pasaron tres meses encarcelados acusados de fraude fiscal. Para un presidente evangélico, orgulloso de la “familia tradicional”, aquello fue el punto de inflexión de un padre harto de las humillaciones de la Comisión contra la Impunidad y la Corrupción (Cicig) encabezada por el colombiano Iván Velásquez, un fiscal “extranjero y comunista”, como lo califica el entorno de Morales.
Sin embargo, el encarcelamiento de su hijo, por un fraude en la compraventa de unas facturas que no supera los 10.000 dólares, se convirtió en una afrenta personal y un agravio más doloroso aún que el que vivió él mismo poco después, cuando la Cicig lo acusó de financiar irregularmente la campaña que lo llevó al poder en 2016.
Su reacción fue declarar non grato a Velásquez, prohibir su entrada al país, suspender al acuerdo con la ONU y sumir al país en una profunda crisis nacional e internacional. Aunque la Corte Constitucional ha exigido el regreso del comisionado al país, Morales ha desobedecido la orden del máximo tribunal y se niega a permitir su entrada, lo que supone “un golpe de Estado técnico”, según la exfiscal general Thelma Aldana.
A la confrontación interna se suman las repercusiones internacionales que recuerdan a los años 80, cuando la Guerra Fría se diseñaba en la Casa Blanca y el Kremlin, pero se padecía en Centroamérica.
Según los analistas consultados, cuando la Nochebuena de 2017 Jimmy Morales anunció que Guatemala se unía a Estados Unidos y trasladaba su Embajada a Jerusalén, estaba preparando la demolición de la Cicig. Guatemala y Honduras son los únicos países latinoamericanos en trasladar su sede diplomática, tras la marcha atrás de Paraguay. Con esa jugada Morales se acercó a Israel y se ganó las simpatías del lobby judío, lo que le permitió extender por los despachos de Washington la idea de que la Cicig es una máquina de “aterrorizar” a las élites. De hecho, Estados Unidos mostró un tibio apoyo al pedir la continuidad de una comisión “renovada”. Trump y la creciente presencia de China en Centroamérica han hecho el resto por asustar.
Al mismo tiempo, se ha diluido el entusiasmo de la primavera guatemalteca, que enamoró al continente cuando en 2015 miles de jóvenes tomaron las calles del país contra la corrupción. La posibilidad de que desaparezca en 2019 la única institución en la que confían los guatemaltecos cubre de derrotismo uno de los países más pobres y desiguales del continente, donde un puñado de apellidos se reparte gran parte del PIB. Una sensación de orfandad se extiende entre los guatemaltecos que la han respaldado en la calle y en las encuestas, donde el 70% de la población pide su permanencia.
Creada en 2006, la Cicig fue un novedoso invento de Naciones Unidas que se puso en marcha cuando Guatemala, con unos 18 millones de habitantes, pidió ayuda ante la posibilidad de convertirse en un Estado fallido, secuestrado por empresarios, militares y políticos corruptos. La respuesta fue la creación de una superfiscalía dotada de investigadores de primer nivel, financiada por la cooperación internacional y blindada del exterior, lejos de las tentaciones de soborno. Desde 2006 ha estado dirigida por combativos fiscales como el español Carlos Castresana o el actual Iván Velásquez
Doce años después, el resultado ha sido impensable en un continente necesitado de buenas noticias. Una generación de jóvenes ha crecido creyendo en el sistema de justicia al ver como el anterior presidente, Otto Pérez Molina, y su vicepresidenta, Rosana Baldetti, entraban en la cárcel por corrupción. Otro expresidente, Álvaro Colom, está en arresto domiciliario y decenas de militares, empresarios, alcaldes o magistrados de la Suprema Corte han sido investigados por financiación ilegal o vínculos con el crimen organizado.
Durante los últimos cinco años de trabajo de la Cicig 60 grupos criminales, muchos de ellos con vínculos con el Gobierno, han sido desarticulados y 680 personas han sido procesadas por corrupción. “Hasta los grandes empresarios, que hasta ahora parecían intocables, han terminado confesando sus sobornos”, señala el defensor del Pueblo, Jordán Rodas, en un despacho de la Zona 1 de la capital.
“No estamos preparados para vivir sin la Cicig. Guatemala es un estado muy débil en medio de un huracán. Es el país de Centroamérica que más migrantes expulsa, por aquí pasa el 80% de la droga que va a EE UU y hay un intenso trasiego de migrantes ilegales y pandillas. Toda la miscelánea delictiva pasa por aquí frente a un Estado débil acosado por mafias muy poderosas”, dice Manfredo Marroquín, director de la organización Transparencia Internacional. “La Cicig nos hizo creer que nadie es intocable y que no estamos condenados a vivir siempre en una pocilga. Su éxito ha sido su condena”, añade Marroquín.
Por su parte, Morales volvió esta semana en la Asamblea de la ONU a criticar a la Cicig, de quien dijo: “Se excede en sus funciones, amedrenta y siembra el terror”. Durante los 27 minutos que habló en el salón plenario ante los líderes del mundo, atacó con dureza a una comisión sobre la que afirmó: “Es una amenaza para la paz”.
Pero la desconexión entre Morales y la calle volvió a quedar en evidencia en dos escenas casi simultáneas. A su llegada el lunes a Nueva York, un grupo de emigrantes guatemaltecos estaban esperando a Morales frente al edificio de Naciones Unidas para repudiar su visita.
A esa misma hora, a 5.300 kilómetros de las moquetas de la Asamblea, en la capital guatemalteca, un grupo de campesinos protestaba a las puertas de la Cicig. Poco después se supo que habían sido engañados bajo la falsa promesa de que recibirían un trabajo si se manifestaban frente a las puertas de la comisión. Indignado, Velásquez llamó, vía Twitter, “miserables” a quienes manipulan a los más pobres.
Las últimas encuestas revelan que un 70% de los guatemaltecos aprueban el trabajo frente al 15% que respaldan a Morales, en su momento más bajo desde que llegó al poder hace más de dos años, cuando ganó por goleada las elecciones. Desde entonces su popularidad no ha dejado de bajar.
Para el periodista Juan Luis Font, el trabajo de la Cicig ha cambiado el rostro del país. Aunque critica algunos excesos de Velásquez como la espectacularidad de las detenciones, el abuso de la prisión preventiva o el excesivo castigo que recibió el hijo del presidente, considera que el trabajo del fiscal colombiano ha sido trascendental para Guatemala.
“Al exministro Alejandro Sinibaldi (2012-2014) se le incautaron varios bidones con millones de dólares escondidos, decenas de mansiones, joyas, helicópteros, barcos… ¿Es normal eso en un país donde la mitad de la población vive en la pobreza?”, se pregunta. “La Cicig tuvo la habilidad de canalizar la rabia de la población y cambiarla por esperanza”.
Gran parte del éxito de la comisión radica en haber creado una nueva generación de juristas dispuestos a enfrentarse al poder. Toda una novedad en América Latina, donde la justicia es una de las instituciones menos respetadas por la población.
El domingo pasado el Deportivo Petapa logró su primera victoria después de 10 partidos de liga en los que el hijo del presidente tampoco salió al campo. Si el modesto equipo fuera Guatemala, el entrenador debería estar preparando las maletas y el padre del futbolista a las puertas de un banquillo menos agradable.
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