16 kilómetros de caos y solidaridad
A lo largo de la avenida Insurgentes los ciudadanos colaboraron para ayudar en la tragedia
Después del desconcierto vino la alarma. Minutos después del sismo de 7,1 grados registrado en la Ciudad de México, que causó más de 220 muertos en varias zonas del país, la gente comenzó a moverse con frenesí. Muchos se dieron cuenta de la magnitud del siniestro por los informativos de la radio de sus coches, atrapados en el embotellamiento. Así se escucharon los primeros reportes de los daños: edificios derrumbados, gente atrapada bajo los escombros, los primeros muertos. Los capitalinos atestiguaron el colapso de su ciudad.
Insurgentes, una de las principales vías de la capital porque la atraviesa de norte a sur, se convirtió en un estacionamiento. En su parte al sur, cerca de la salida hacia al Estado de Morelos, el epicentro del terremoto, comenzó un éxodo humano. El Metrobús, uno de los transportes públicos más socorridos por los capitalinos había dejado de operar. Cientos de personas buscaban desesperadamente transportarse al centro de la Ciudad, el epicentro de las malas noticias.
Muchos intentaban comunicarse por teléfono sin tener señal. Algunos sí lograban conectar la llamada. En ese mar de personas se escuchaba a gente pidiendo o dando información: “¿Cómo está mi mamá?”, “Se rompieron los vidrios y se quebraron las ventanas, el resto de la casa está bien…”, “Deja que el niño llore, que desahogue el susto”… Cerca de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) la gente comenzó a abrirle las puertas de sus automóviles a los extraños. Un médico con la bata del Instituto Nacional de Pediatría (INP) ayudaba a un policía a conducir el tránsito por la congestionada vía. “Este coche va a la Avenida Aztecas… Este a San Ángel… Aquí hay tres lugares para Patriotismo”, gritaba a los muchos que esperaban un aventón.
Un taxista del aeropuerto de la Ciudad de México abrió las puertas de su coche a tres enfermeras del INP. En el asiento trasero aún contaban cómo Martha, una de sus compañeras, se había puesto a rezar en lugar de evacuar la torre. Por un momento todos compartieron sus anécdotas en una ciudad donde la desconfianza al otro es ley.
Más adelante, los ciudadanos intentaban poner orden dentro del caos. Los cortes de luz dejaron a los semáforos sin operar. En Insurgentes y Félix Cuevas, en la colonia Mixcoac, una mujer dirigía el tráfico y gritaba con un megáfono que no había paso para los automóviles más adelante. La gente compraba agua o aguardaba afuera de los gigantescos edificios de oficinas. Otros preguntaban en tiendas si ahí podían conseguir baterías para móviles. Algunos restaurantes que no habían bajado sus persianas prestaban a los clientes aparatos para recargar la pila de los teléfonos.
El sentido de urgencia y gravedad se fue acentuando rumbo al norte de la ciudad. Tras cruzar el Viaducto, donde comienzan las colonias Roma y Condesa, voluntarios pedían a los nerviosos viandantes no fumar. Estaban entrando a una zona donde se habían reportado fugas de gas.
En Insurgentes y San Luis Potosí un grupo de jóvenes recolectaba las botellas de plástico que les pudieran dar. “¡Necesitamos agua para los brigadistas!” La gente les daba botellas llenas y vacías. Otro grupo las rellenaba con agua para hidratar a los voluntarios que, a pocos metros de ahí, ayudaban a soldados en las labores de rescate en un edificio colapsado en la calle de San Luis Potosí y Medellín, en la colonia Roma. El centro de la Ciudad ha sido una de las zonas más afectadas. También ha sido epicentro de la ayuda ciudadana. Grupos de ciclistas se organizaron en las calles de Yucatán y Monterrey adaptando sus vehículos para llevar agua, linternas y herramientas de trabajo a las zonas de rescate de las colonias vecinas. Todos en la Ciudad de México se preparan para una larga noche.
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