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Columna
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Ese protofascismo que defiende la muerte de los presos en Brasil

Las matanzas en prisiones brasileñas han revelado el subconsciente fascista de una buena parte de la población

Juan Arias

“Es vergonzoso vivir en un país que ni siquiera honra a sus presos”. La afirmación es dura, porque equivaldría a vivir en un país y en una sociedad de mentalidad fascista en relación al grave y dramático problema de las cárceles y su violencia. La afirmación la hizo en su última columna de O Globo el mayor antropólogo vivo brasileño, Roberto Damata.

He escuchado, hasta de personas de gran sensibilidad cultural y humana, justificar el que en ciertos lugares la policía, cuando prende a un asaltador o violador, lo ejecute sin más escrúpulos

Las matanzas de presos de inicio de este año perpetradas en las cárceles de Manaus y Roraima, con un balance de 91 presos muertos, decapitados y descuartizados por las diferentes bandas rivales que en ellas conviven, ha revelado, en efecto, el subconsciente fascista de una buena parte de la población, a todos los niveles sociales, simbolizado en esa frase: “el mejor bandido es el bandido muerto”.

Han llegado a expresarlo públicamente desde políticos a simples ciudadanos que no sólo no parecen haberse conmovido con la tragedia humana de los muertos y sus familias, sino que han llegado a justificarla y defenderla. A veces hasta aplaudirla.

El gobernador de Amazonas, José Melo, llegó a decir que entre los presos sacrificados brutalmente “no había santos”. Y el entonces secretario Nacional de la Juventud del Gobierno de Temer, Bruno Júlio, ya apartado de su cargo, afirmó que la pena es “que no hubiese una matanza de presos cada semana".

Por lo que se refiere a la gente común, basta estos días subirse a un autobús o entrar en un bar para escuchar las quejas hacia la presidenta del Supremo Tribunal Federal, Carmen Lucia, que había pedido una indemnización para las familias de los presos muertos “por no haber sido protegidos por el Estado”. Las redes sociales bullen de indignas aprobaciones de las matanzas.

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“¿Y quién indemniza a las familias de las víctimas perpetradas por dichos presos cuando estaban en libertad?”, gritaba un señor, de clase media, intentando contagiar de su indignación a los presentes en el autobús, recogiendo sólo el beneplácito de los presentes.

Quizás, la clave de ese sustrato fascista que condena Damata, de ese dejar de preocuparse por el otro y de llegar hasta el odio hacia los presos, de los que nadie se preocupa de que puedan ser tratados peor que animales, consista en ese exceso de violencia con el que el brasileño, sobre todo de las grandes ciudades, está obligado a convivir cada día.

Un solo ejemplo: los 36.000 asaltos en Río, durante el mes de octubre pasado. “La gente sale cada mañana de casa para trabajar pensando que puede ser asaltado y hasta asesinado”, me decía una profesora de enseñanza secundaria en São Paulo que ya había sido asaltada tres veces.

He escuchado, hasta de personas de gran sensibilidad cultural y humana, justificar el que en ciertos lugares la policía, cuando prende a un asaltador o violador, lo ejecute sin más escrúpulos, sin preocuparse de entregarlo a la justicia, “que acabará soltándolo”.

Nunca me voy a olvidar de la declaración de José Cardozo cuando era ministro de Justicia del Gobierno de Dilma Rousseff. Confesó que él, personalmente, “preferiría la pena de muerte antes que ser encerrado en una cárcel de Brasil”. Y él era, en aquel momento, el responsable del más de medio millón de presos recluidos en cárceles superpobladas y peligrosas. La pregunta era obvia: “¿Qué hacía él para cambiar aquella situación?” La respuesta la tenemos hoy en la situación infernal en que viven los presos, una situación que, al parecer, ni las autoridades se imaginaban.

Llevo casi 20 años en este país. Sé que la situación de sus cárceles es comparable con la de otros muchos otros países del mundo, pero es cierto que en índices de violencia, con los 60.000 homicidios al año, Brasil gana la partida al planeta. Y los brasileños lo sufren en su carne. Y el Estado, gobierno tras gobierno, es mudo o ineficiente.

Hay un rasgo de Brasil que Damata no aborda, pero que quizás explique también muchas cosas. Lo comprobé cuando llegué aquí de Europa. No entendía por qué para cualquier cosa me exigían un montón de documentos de todo tipo. Me sorprendía la función de los “cartorios” (notarios), con su imponente burocracia.

Fue mi mujer, brasileña, la que me explicó: “Tienes que entender que la idea que el Estado tiene del ciudadano común es que es un bandido en potencia. Eres tú el que debes demostrar que no lo eres”.

Al contrario que en otros países más maduros democráticamente, el Estado aquí te exige que pruebes que no eres un delincuente. ¿Dónde se queda entonces la presunción de inocencia, la de que eres una persona decente, que no engaña, ni roba ni miente hasta que no se demuestre lo contrario?

Tan acostumbrado está el Estado a ver a los ciudadanos como posibles transgresores que él mismo se convierte tantas veces en un elemento de violencia oficial. Y si para él todos somos posibles ladrones o asesinos, qué no deberá pensar de la población carcelaria ¿Para qué tantos escrúpulos con ellos? Que se pudran allí. Y si se matan entre ellos, pues menos trabajo para el Estado, que no necesitará abrirles largos y costosos procesos penales.

¿Y si muchos de ellos, aún sin ser juzgados, resultaran inocentes? Para los políticos y Gobiernos son solo consideraciones de almas piadosas. Ellos, que saben cómo piensa la mayoría de la sociedad sobre los derechos humanos de los presos, saben que su defensa “no da votos”, como me confesaba cándidamente un diputado bien conocido.

Sin embargo, desde un punto de vista humano, nada justifica esa actitud de cuño fascista que respira la sociedad y que explica ese desprecio y esa voluntad de venganza con los presos.

La filósofa y escritora Marcia Tiburi, autora entre otras muchas obras de “Cómo hablar con un fascista” (Record Ed.), ha analizado muy bien la parte de sombra que todos llevamos dentro. Es esa sensación de “soy alguien si transformo al otro en nadie”. Parodiando el “cogito ergo sum” del filósofo francés René Descartes, podíamos decir: “humillo luego existo”. Eso nos lleva a considerarnos víctimas cuando, en el fondo, somos todos verdugos en potencia.

Si fascismo supone desinterés por el otro, o poder para sofocar los derechos de ese otro, es fácil llegar a negarle hasta la existencia y sentirse libre para humillarlo.

Si el otro es el espejo en que nos miramos, no es difícil que proyectemos en él, conscientes o no, esa sombra negra que habita hasta en los mejores.

La diferencia está entre considerar eso normal o luchar para deshacernos del fantasma, y aceptar que, quizás, no seamos potencialmente, mejores de aquellos a quienes despreciamos, tememos y preferiríamos aniquilar.

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