El tesoro del barco español… Y del Nevado mexicano
En 1939, los republicanos españoles mandaron a México un barco cargado de joyas para aliviar la situación de los exiliados. Desde entonces hay cantidad de testimonios que apuntan a que parte del tesoro acabó en dos lagos a 100 kilómetros de la capital
Cada poco tiempo, la academia se acuerda del oro del barco Vita, de las joyas, las obras de arte. En febrero de 1939, el Gobierno republicano exiliado en Francia mandó el Vita a México con un tesoro valorado en siete millones de dólares de la época. Eran fondos de republicanos que apoyaron la causa hasta el final, aunque también joyas incautadas a simpatizantes de Franco, tesoros arqueológicos, religiosos... La mayor parte se vendió. Con el dinero de la venta, el Gobierno de Juan Negrín ayudó a los españoles que habían huido a Francia y México. Esa parte de la historia apenas ha variado en años. Hay, sin embargo, un aspecto que apenas se ha tratado: la extraña aparición de posibles piezas del tesoro en una laguna de agua helada, en lo alto de un volcán adormilado, a cien kilómetros de la Ciudad de México.
Entre 1965 y 1970, el doctor Miguel Guzmán Peredo, montañista y buzo aficionado, impartió conferencias por todo México sobre el buceo en lagos de alta montaña. Era un pionero. Nadie había hecho lo que se proponía, estudiar las reacciones del cuerpo humano tras inmersiones en lagos a miles de metros de altitud.
En una charla que dio en la capital, Buceo en el techo del mundo, Guzmán Peredo comentó su experiencia en las lagunas del Nevado de Toluca, dos charcos de agua helada a 109 kilómetros de la ciudad. A lo largo de varios años, Peredo había acompañado a colegas a hacer inmersiones al Nevado. Bucear en el mar es una cosa, pero hacerlo en altura es algo muy distinto. En los lagos de alta montaña el cuerpo de los buzos viaja en segundos del nivel del mar a miles de metros de altitud.
El doctor contó que había empezado a ir al Nevado en 1963. A modo de anécdota, explicó que los primeros buzos que habían llegado allí arriba habían encontrado objetos extraños en la Laguna del Sol, la más grande. Eran extraños porque allí, en el Nevado, no había nada; porque llegar allá en la primera mitad del siglo XX era poco menos que una hazaña.
Se trataba de cajas de estaño semejantes a los cofres de seguridad que usan los bancos; pedacería de relojes antiguos, hasta un relicario. Guzmán Peredo mencionó al buzo Raúl Echeverría, uno de los que había hallado las piezas años antes. Cuando terminó la charla, un médico salió del público, se le acercó y le dijo: “Cuando yo era niño, en el año 45 o así, mi papá me llevó varias veces al Nevado de Toluca y le pagaba unos pesos a los campesinos, que se metían con el agua a la rodilla y sacaban piezas de máquinas de reloj y joyas, brillantes, rubíes y esmeraldas. Mi padre pagó y le dieron…”.
Guzmán Peredo no se extrañó. El testimonio de aquel médico redundaba en lo que sabía de Echeverría y en todos aquellos rumores que la prensa mexicana había publicado durante años.
Todo se remontaba a principios de 1939. Antes del final de la Guerra Civil en España, el Gobierno republicano había juntado oro, plata, joyas y obras de arte y lo había mandado a Francia. La idea era enviar el cargamento a México. Su presidente, Lázaro Cárdenas, era un amigo leal. Los republicanos adquirieron un barco, elVita. Compraron más de un centenar de maletas en París, las llenaron y fletaron la embarcación.
En febrero de 1939, el Vita salió de Le Havre, en Francia. A finales de marzo llegaría a México. El presidente Cárdenas resolvió los problemas logísticos que se presentaron. El socialista español Indalecio Prieto, amigo de Cárdenas, ayudó a que esto ocurriera con celeridad. La carga viajó en tren del puerto de Tampico, en Tamaulipas, a la Ciudad de México. Prieto y los responsables del cargamento lo llevaron a la casa de un empleado de la embajada republicana en el barrio de San Ángel. Un mes más tarde lo trasladaron al número 114 de la Avenida Baja California. Metieron los bultos en un sótano y lo tapiaron. En diciembre de 1939, Prieto y el resto de representantes del Gobierno republicano abrieron un boquete en la tapia y empezaron a sacar el oro, la plata y las joyas. Instalaron un taller en el número 64 de la calle Michoacán, a la vuelta de la vivienda que el socialista había adquirido en la avenida Nuevo León. Hoy, el taller es un estacionamiento y la casa de Prieto, un restaurante que se llama Bonito.
Los republicanos fundieron el oro y la plata y se lo vendieron al Banco de México. Joyeros de la capital y otros en Estados Unidos compraron las piedras preciosas de las joyas. La intención era repartir el dinero de la venta entre los republicanos exiliados en Francia y México.
Temerosos de que el nuevo Gobierno del dictador Franco en España reclamara las piezas, los republicanos nunca hicieron un inventario de la carga. Los historiadores que han estudiado el asunto apuntan que la carga del tesoro se componía de entre 110 y 174 bultos. Amaro del Rosal, funcionario del Gobierno republicano, hizo en 1971 el único recuento fiable -aunque algo vago- que existe en la actualidad. Del Rosal asume la existencia de 110 maletas y dice que en ellas acomodaron la carga. Eran joyas de depósitos privados del Banco de España, del Monte de Piedad de Madrid, oro “amonedado”, objetos religiosos de la catedral de Toledo, una edición del Quijote editado en hojas de corcho, incluso uno de los clavos de Cristo.
Fue precisamente la falta de un listado concreto lo que inició la leyenda del tesoro del Vita. La prensa mexicana especuló desde el primer momento con su contenido. Algunos reporteros calcularon el valor del tesoro en unos 400 millones de dólares de la época, cuando en realidad rondaba los siete. El secretismo era total y el temor de los republicanos a robos y asaltos les impulsó a adquirir armas para los custodios y a vestir a los trabajadores con batas pegadas al cuerpo, sin bolsillos. Pese a todo hubo robos, hurtos, ratería. Y nunca se ha sabido por cuánto.
La historia que le contaron al doctor Guzmán Peredo en la conferencia, lo que antes había escuchado del buzo Echeverría, tenía que ver con el tesoro del Vita. Ya en enero de 1941, el diario El Universal publicaba en su portada: “Hallazgo de joyas del ‘Vita”. El artículo relata que los señores Jesús Olvera y Manuel Cano salieron de excursión al Nevado y una vez arriba, en las lagunas, habían visto personas excavando en la orilla. Allí les contaron que unos excursionistas habían encontrado piedras preciosas en el lecho de la laguna. Olvera y Cano, dice el texto, se pusieron a buscar y encontraron piezas de ámbar, nácar y más de 30 cajas de hojalata. En alguna, dijeron, se leía la inscripción “Monte Pío de Madrid”.
¿Robaron entonces piezas del Vita de los talleres de los republicanos? ¿Acaso es posible que alguien llevara cajas llenas de joyas, o al menos algunas piezas, a las inhóspitas lagunas del Nevado?
En 2010, buzos de la dirección de arqueología subacuática del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México acudieron al Nevado a buscar restos de rituales prehispánicos. Además de los objetos vinculados al Vita, buzos, arqueólogos y cazatesoros habían hallado en las lagunas efigies del dios azteca Tlaloc y trozos de copal, una especie de incienso de uso ceremonial. Roberto Junco, encargado de la expedición, había escuchado hablar del tesoro, de los hallazgos de Echeverría y compañía. Junco apenas albergaba esperanzas de dar con zafiros o esmeraldas, pedacería de relojes, monedas... Cuál sería su sorpresa cuando cerca de la orilla, con el agua a la altura de las rodillas, sus buzos encontraron una esfera de reloj de bolsillo. “Luego en el laboratorio comprobamos que era de plata”, cuenta. “No sabemos de dónde llegó, pero comprobamos que lo que decían Echeverría y los demás era cierto”.
Junco y los suyos vuelven en octubre a las lagunas del Nevado. Todavía les queda gran parte del fondo por explorar.
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