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Jesucristo es un ‘ready-made’

Si algo define nuestra época es el uso religioso de lo que consideramos laico

Juan Villoro

“La religión es el opio de los pueblos”. La frase de Marx se ha convertido en unos de los grafitis más repetidos de la historia. Su éxito comprueba la fuerza de lo que critica. Es difícil encontrar sociedades ajenas a la fe, la superstición o el consumo, forma moderna de la teología. Si algo define nuestra época es el uso religioso de lo que consideramos laico.

Acabo de ver la leyenda en Oaxaca. Las letras de spray habían sido trazadas sobre un muro antiguo, de cantera verde. En nombre de la razón, la pintura industrial teñía la piedra. El grafitero asumía una postura atea y al mismo tiempo revelaba una concepción sagrada de la escritura: el mensaje le parecía tan trascendente que podía escribirlo donde fuera.

Mientras la religión desaparece como tema de estudio en las escuelas, las sociedades abrazan idolatrías que van de la política del espectáculo a la técnica y el comercio.

Dependemos de aparatos cuyo funcionamiento ignoramos y nos prestigiamos a través de marcas. Sacar a los mercaderes del templo es inútil porque suyo es el reino. La aparición de un nuevo iPhone hace que los peregrinos duerman a las puertas de las capillas de Apple. ¿Las aplicaciones de la telefonía han sustituido a las señas de orientación del Espíritu Santo? Tiempos de supercherías y talismanes, supervisados por el lápiz óptico. Ante la absoluta supremacía de lo económico, Marx habló del fetichismo de la mercancía, cuya fuerza hipnótica es superior a la del opio.

En esta fase sacralizada del capitalismo, donde el CEO de un corporativo es más importante que un presidente, el papa Francisco ha cobrado relevancia.

Mientras la economía se mistifica, la Iglesia atraviesa un inesperado proceso de “normalización”. Tiene un Pontífice jubilado y su sucesor lleva el nombre del patrono de los pobres, prepara su propia comida, carga su maletín y llega en Fiat a las reuniones donde los demás jefes de Estado llegan en limusina. Más allá de estos gestos (en un oficio donde todo es gesto), Francisco acerca la agenda vaticana a hábitos mundanos: el divorcio, la homosexualidad, la incorporación de mujeres a la jerarquía eclesiástica han dejado de ser temas tabú. Aún no hay resoluciones decisivas al respecto, pero lo que antes era anatema se discute en el sínodo de la familia.

¿Hasta dónde pueden secularizarse creencias ultraterrenas? Curiosamente, en la raíz misma del cristianismo hay una voluntad de asociar lo divino con lo cotidiano. Para Kierkegaard, la figura de Cristo despojó de aspecto sobrenatural a Dios al mostrar que un hombre puede serlo. Extendiendo la comparación, el filósofo ruso-alemán Boris Groys ha dicho: “Jesucristo es un ready-made”. La frase alude a Duchamp, que logró algo similar en la estética. Al elegir un urinario como obra plástica “ya hecha”, sugirió que todo objeto puede ser arte.

Basado en el hombre común, el catolicismo se convirtió con los siglos en el imperio de los obispos enjoyados. Francisco busca volver a las palabras que Jesús dijo a los pescadores. Pero lo hace en una época dominada por una religiosidad difusa, donde los creyentes más fervorosos están fuera del templo, abismados en la realidad virtual o los negocios, y ni siquiera saben que son creyentes.

A propósito de la corrupción de la Banca Vaticana, el Papa comentó: “Si no sabemos cuidar el dinero, que se ve, ¿cómo vamos a cuidar las almas de los fieles, que no se ven?”. Lo cierto es que el dinero se ve cada vez menos; aparece como crédito o inversión offshore en Panamá.

La tecnología y el consumo han sacralizado lo profano. Del opio de los pueblos pasamos a la cocaína que, en vez de adormecer, provoca la ilusión de dominar la realidad.

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