¡Adiós, Cancún!
Imagino que los fantasmas de Michael y Fredo Corleone se limpian los bigotes con el antojo de volver a convertir a Cuba en el burdelazo del Caribe
Dicen que en los tiempos del blanco y negro, al expropiar lo que quedaba de la Coca-Cola, el comandante Fidel Castro tuvo que aparecer en televisión y beber leche directamente de las botellitas de vidrio verde (que hasta entonces se llenaban con lo que llamaban las aguas negras del imperialismo yanqui) y así convencer a la población de que la leche seguía potable y pasteurizada, a pesar de que parecía podrida en sus incautados envases.
Dicen que Fidel le cedió al Ché Guevara el ansiado placer de ser el primer en probar la Tropicola, sustituto revolucionario de la Coca-Cola que habían encargado a un equipo de distinguidos químicos revolucionarios. Tropicola como ingrediente fundamental para la auténtica Cuba-libre, ya rota su combinación con las mentadas aguas negras del capitalismo salvaje, provocó que el guerrillero argentino (ése que se autodefinió como una fría máquina de matar) probara el menjurje, guardara silencio ante la ronda atónita de comandantes expectantes y muy seriamente dijera a Fidel, “Chico, hay que negociar”. Según la leyenda, de aquí crece la costumbre de tomar ron solo, quizá con hielo o con limón, pero ya jamás con el sirope siniestro con el que se quiso sustituir la droga más afamada del American Way of Life.
Eliseo Alberto contaba que en la inmensa sala del penthouse de lo que fue el Habana Hilton ya convertido en Habana Libre, se discutía de todo durante los primeros meses de la Revolución. Es probable que todos los juicios sumarios, los fusilamientos a destajo, la ronda de torturas y demás rendiciones arbitrarias de cuentas que llevaba a cabo el Ché se centraban en el cuartel de La Cabaña, pero en el hotelito antes de lujo se debatían hasta los precios del azúcar, los planes de estudio de primarias y exploradores… y hasta allí llegó a pedir audiencia el otrora célebre payaso Trompoloco. Hay quien dice que llegó maquillado, pintada la sonrisa y los ojos exagerados. Dijo ser simpatizante de la lucha, barbudo sin llevar barba, y pidió se le concediera programar espectáculos infantiles en el teatro que ya se llamaba Carlos Marx. Decía Lichi Alberto que el propio Fidel le firmó la concesión y que Trompoloco se puso a hacer audiciones para la matiné de los domingos en el Carlos Marx con un ánimo dictatorial, como de consejo de guerra: que si llegaba una señora con unos perritos amaestrados de Camagüey o si se aparecía un mago de Santiago con una liebre escondida en su chistera, Trompoloco dictaba aprobación o desahucio con subir o bajar el pulgar, pero siempre mentando consignas revolucionarias. Así llegó el día en que se presentaron para audición dos payasitos de Matanzas que hacían show de pastelazo y globitos inflados como jirafas de colores; resultó que su numerito pareció simpático y Trompoloco preguntó que cómo se llamaban. Dijeron llamarse Colchoneta y Zapatón, a lo que el ya encumbrado payaso-comandante tuvo a bien indicarles que el único payaso que podía mantener apodo sería él y nadie más, que según él la Revolución producía también al hombre nuevo en términos de los espectáculos y que incluso los payasos tendrían que portar su verdadero nombre de ese día en adelante. Los payasitos, inhibidos y luego de un breve silencio, le dijeron entonces que se llamaban Fidel y Raúl. Trompoloco firmó el papel y con un manotazo sobre la mesa, gritó: Colchoneta y Zapatón, abandonando por obvias razones sus afanes libertarios.
Todo lo anterior y muchas más leyendas pasan ahora a la larga amnesia o al cómodo olvido. Con sólo ver a Barak Obama escuchando el Star Spangled Banner en la inmensa plaza aún coronada con las caras monumentales de Camilo y el Ché, con sólo imaginar la inauguración del primer McDonald’s en el Malecón se empieza a cerrar el largo medio siglo de desgraciada tensión que marcó con sangre la relación y confusión de un planeta que estuvo dividido literalmente en dos mundos muy diferentes. Imagino que ya no viene al caso que Silvio Rodríguez se desgañite cantando Playa Girón, más aún que habiendo suscrito la condena a un preso político “por haber descubierto que escuchaba música imperialista de los Beatles y poseer en propiedad privada una reproductora de cassettes” pasaron rápido los lustros y existe ya una estatua para John Lennon en pleno corazón de La Habana.
Queda obsoleta la necia retórica estalinista y los fantasmones de toda la jerigonza antiimperialista, más no se ha extinguido aún la mentirita cómoda, el simulacro sofisticado y la evasión cuasi-beisbolera con la que Raúl Castro logró esquivar las preguntas que se le lanzaban sobre los derechos humanos. Raúl el de la barbita rala en Sierra Maestra, el que parecía un duendecillo frágil al lado de Cienfuegos, Guevara y Huber Matos, el hermano de su hermano (así como al sobrino del dictador Porfirio Diaz le decían en México el sobrino de su tío) tuvo incluso el cinismo autoritario de decir en conferencia con Obama que si los periodistas le entregasen una lista con los nombres de los presos políticos, él mismo se encargaría de liberarlos en un suspiro. Desafortunada bravata de un anciano que se enfrenta –luego de la histórica visita de un auténtico jefe de estado, democráticamente electo y a punto de abandonar el poder—al congreso de carcamanes, el patético circo de ancianos nonagenarios que en realidad ya tendrían que asumir en la saliva la caducidad de su poder longevo, como Trompoloco. La payasada –rendición implícita—de querer levantarle el brazo en triunfo a Obama se topó con lo que podría llamarse modestia o prudencia racional del propio mandatario estadounidense: no necesita romper protocolo para espetarle al régimen que los tropiezos de tantas décadas se deben precisamente a la dictadura y no al mentado embargo que, para tal caso, ya se diluye y agárrense todos los guajiros posibles en cuanto lleguen los huracanes y vendavales de bienes y servicios, ofertas y demandas, precios e impuestos.
¡Adios, Cancún!, podría ser el título de un largometraje que mostrara –del blanco y negro al technicolor en high definition—el patético vacío de toda la parafernalia revolucionaria a la luz de lo que fue su estrecha relación con México. Habiendo zarpado de Veracruz, con la imagen de Cárdenas y Emiliano Zapata en la conciencia, la enrevesada navegación del Granma ha encallado medio siglo después en las arenas donde sólo se atrincheran hoy los Rolling Stones. Hoy que no hay un solo pelotero de Pinar del Río que no prefiera cobrar lo que merezca en los Yankees de Nueva York, de poco valen los recuerdos soviéticos de las olimpiadas donde Teófilo Stevenson parecía dos metros más grande que Mohammed Alí y en la sombra de esta nueva amnesia queda también enterrado el papel de intermediario, el valiente papel diplomático con el que México siempre se había declarado como interlocutor obligatorio entre la Revolución Cubana y los sucesivos gobiernos de Washington. La decadencia empezó con el lamentable descalabro de Vicente Fox al espetarle a Fidel, aquél “Comes y te vas” como instrucción imprudente que sólo subrayaba el servilismo arrodillado que le profesaba a George W. Bush, pero también se fueron acumulando otros desaciertos y negligencias hasta lograr que en la antesala de la actual reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos pesara más la figura de un Papa argentino desde Roma que la de cualesquiera de los funcionarios mexicanos que deberían haber heredado por lo menos el ánimo esencial de la Doctrina Estrada y los principios más valiosos de la diplomacia azteca y no permanecer al margen y muy lejos de lo que se forja ahora mismo en La Habana. Imagino que así como puede haber muchas empresas que tengan el noble afán de participar en la insólita oportunidad de modernizar a un isla que se quedó estancada en la zafra de las cero toneladas, así también imagino que los fantasmas de Michael y Fredo Corleone se limpian los bigotes con el antojo de volver a convertir a la isla en el burdelazo del Caribe. Así como puede soñar Google y Apple con la ansiada oportunidad de informatizar palmeras vírgenes, así también es de suponerse que en los estratosféricos sueños de los hoteleros y cruceros del planeta predomina ya el mapa de una isla que parece caimán por encima del paraíso ya muy cascado de lo que fue Cancún. También creo que muchas de las redes ilegales que permiten la introducción de diversas drogas al mercado norteamericano bien pueden preferir el estrecho-estrecho de apenas noventa millas por mar que los une –y ya no separa—de Cuba que las ya muy sangrientas miles de millas que los separan sobre la frontera con México.
Dicen que cuando vino Fidel Castro a la cumbre Norte-Sur en los años setenta del siglo pasado, el presidente de México, José López Portillo tuvo a bien decirle en sus narices al presidente gringo Jimmy Carter aquello de que “Todo lo que se le hace a Cuba, se le hace a México”. Triunfo de la retórica donde Quetzalcóatl se encarnaba con todo y patillas, mientras Fidel no cejaba en su sonrisa y paso firme olivo. Dicen entonces que, fuera de protocolo, López Portillo invitó a Fidel a Tulum para una visita privada, guiados por algún experto antropólogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia y que al llegar al templo espectacular que parece pórtico del mar y de todos los siglos, el guía mostró un sitio ceremonial recién desenterrado donde yacía el esqueleto –con joyas y tocados de jade, bastón de mando y demás collares luminosos—de lo que describió como último refugio “posiblemente tumba de un príncipe maya”. Fidel Castro interrumpió diciéndole “Sería princesa” y ante la insistencia del guía y el expectante silencio del presidente de México, el comandante cubano demostró que los huesos de la cadera eran de mujer y que de ninguna manera podría tratarse de un príncipe.
Quién sabe en dónde terminaría dipsómano el anónimo guía del INAH que tropezó en su discurso nada menos que con uno de los más astutos linces políticos que ha dado el planeta y quién sabe en qué cueva remota del Universo sigan retumbando las retóricas revolucionarias de López Portillo, la estela del Granma, la sombra de Fidel en Sierra Maestra, la paloma al hombro del ¿Voy bien, Camilo? y la tramposa entrada a La Habana, días después de que ya habían asegurada la plaza el Ché y Camilo. Quién sabe si tendrá tiempo el ahora encumbrado Raúl Castro para leer la larga lista con nombres y apellidos de los cientos de presos políticos, objetores de conciencia, personas en desacuerdo, pues como bien ha escrito en estas páginas el sabio cubano, Rafael Rojas: “Todo cubano que, después de 1959, haya proyectado alguna vez el deseo o la voluntad de ser un político en democracia es hoy un sujeto malogrado: un fusilado, un preso, un reprimido, un defenestrado, un exiliado”.
Pienso precisamente en Eliseo Alberto de Diego y García Marruz y echo de menos su luminosa conciencia y su iluminada prosa, pues estaría indudablemente sembrando párrafos para la urgente reconciliación de todas las Cubas ante esta Cuba insólita que vemos amanecer hoy día. Hoy que en el acuario de La Habana es la nieta del Ché la que cuida de los delfines y hoy que pasea en su impresionante Cadillac blindado el Presidente Obama, un negro en limosina por las calles del Vedado. Pienso también en que el ¡Adiós, Cancún! sirve de frase para el promocional de los nuevos destinos paradisíacos que han de reinventarse en Cuba, pero quizá también como rúbrica lúdica e irracional para dos payasitos de matanzas varias que en el filo de sus ancianas madrugadas secretamente bailando tap entre ellos (maquillados y con sonrisas pintadas) se anuncian ellos mismos como Colchoneta y Zapatón en la agonía de lo que fuera su circo.
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