Amores que matan
El poder, como una droga, provoca una cruel adicción entre quienes lo ejercen
Tras una larga e intensa vida de fumador, Lula da Silva tuvo la fuerza de dejar atrás su adicción por el tabaco; no ha podido hacer lo mismo con su otra adicción, el poder. La primera estuvo a punto de costarle la vida, la segunda podría costarle la cárcel. El amago de buscar de nuevo la presidencia en las próximas elecciones ha enturbiado la discusión en Brasil sobre la figura del político, de por sí atribulada por la investigación en curso sobre su responsabilidad en presuntos actos de corrupción. Lo cierto es que, a sus 70 de edad, Lula decidió correr riesgos con tal de sentarse en el trono durante algunos años más.
Algo que tiene en común con muchos otros líderes políticos, si no es que todos: después de una gestión relativamente encomiable, aunque siempre polémica, Álvaro Uribe no ahorró desfiguros con tal de forzar la Constitución de Colombia en su afán de alargar su presidencia. Ahora mismo, Evo Morales, en Bolivia, se devana los sesos para contrarrestar el resultado del referéndum que le impide prolongar su reinado a un cuarto período. La historia de los Kirchner para mantenerse 12 años seguidos en la Casa Rosada y sus esfuerzos por extenderlos apenas comienza a saberse; pero todo indica que no tienen nada que envidiar a las oscuras manipulaciones de Frank y Claire Underwood, de la serie House of Cards. La relación de las cabezas de Gobierno con el poder me hace recordar a la de las actrices y las modelos con la belleza. Algo a lo que simplemente no pueden renunciar. Las cirugías faciales cada vez más agresivas las van convirtiendo en una caricatura de lo que alguna vez fueron. Más o menos la misma sensación que deja comparar al presidente Daniel Ortega de 1985 con el presidente Ortega de hoy, tras sus últimos nueve años en el poder: una figura prácticamente irreconocible de aquél que alguna vez luchó contra la dictadura de Somoza en Nicaragua.
Desde luego, no es un tema exclusivamente latinoamericano. El poder, como cualquier droga, provoca una cruel adicción entre quienes lo ejercen por períodos prolongados. Una adicción enfermiza y desesperada que no hace distingos entre continentes ni estadios de desarrollo. Y allí están los Vladímir Putin o Berlusconi para demostrarlo. E incluso en países en que la reelección no está permitida por más de dos períodos, como Estados Unidos, la construcción de las dinastías Kennedy, Bush o Clinton revela que la fascinación por el poder corre por las vías vicarias de un familiar.
Lo curioso es que la longevidad en el trono casi siempre termina por arruinar la reputación, algo que podrían atestiguar Alberto Fujimori, actualmente en prisión en Perú y, en versión amable y mucho más democrática, Michelle Bachelet en Chile. Ambos concluyeron su primer período entre vítores y aclamaciones, pero sus segundos períodos terminaron por cuestionar su legado. En México tenemos el curioso caso de Porfirio Díaz, quien se instaló en Palacio durante 38 años y se necesitó una revolución para removerlo. El coronel Díaz es un héroe que luchó contra los franceses y los conservadores en el siglo XIX y da nombres a calles y parques. El general Díaz es el dictador y uno de los villanos insignes de la historia patria. Al señor le sobraron 30 años de presidencia. Como terminará sobrándole a la mayor parte de estos presidentes
El poder como los alimentos perecederos entraña una fecha de caducidad que por alguna razón muy pocos políticos están en posibilidades de leer. Y son los pueblos los que pagan las consecuencias de su intoxicación. En otra ocasión tendríamos que analizar las perversas relaciones entre estos líderes longevos y los ciudadanos que los consienten.
Baste decir que estos soberanos reincidentes simplemente operan bajo la convicción de que la política, como la vida, invariablemente termina en derrota: la muerte (o el exilio, que es lo mismo porque vivir alejado del poder no es vida). Y que la única defensa contra el final inexorable es alargarlo en plenitud hasta el último de los días.
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