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Gilles Lipovetsky: “Si quiere vivir mejor, enamórese, tome Prozac, no busque en la filosofía”

El filósofo francés siempre ha logrado clasificar y elevar fenómenos que los intelectuales despreciaban para convertirlos en termómetros de lo contemporáneo: el consumo de masas, la estética, el ocio y ahora, en su nuevo libro, lo ‘kitsch’, lo excesivo. Dice que la filosofía puede desempeñar un papel para comprender el mundo, pero no es terapéutica: no es mejor leer a Sócrates que tomar antidepresivos

Hubo un tiempo en el que el filósofo Gilles Lipovetsky (Millau, 1944) se colaba en nuestras casas cuando habíamos salido a hacer algún recado. Revolvía entre los cajones de la cocina, escuchaba nuestros discos, se ponía nuestra ropa e, incluso, hurgaba en lo que tirábamos a la basura. Todo lo que no tenía aparente importancia, o al menos para la clase intelectual de entonces, servía para construir el espejo en el que nos miramos en los últimos 30 años. A través de la moda, del consumo de masas, de la estética o del ocio, el filósofo y sociólogo trazó un retrato preciso, ameno y vibrante de nue...

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Hubo un tiempo en el que el filósofo Gilles Lipovetsky (Millau, 1944) se colaba en nuestras casas cuando habíamos salido a hacer algún recado. Revolvía entre los cajones de la cocina, escuchaba nuestros discos, se ponía nuestra ropa e, incluso, hurgaba en lo que tirábamos a la basura. Todo lo que no tenía aparente importancia, o al menos para la clase intelectual de entonces, servía para construir el espejo en el que nos miramos en los últimos 30 años. A través de la moda, del consumo de masas, de la estética o del ocio, el filósofo y sociólogo trazó un retrato preciso, ameno y vibrante de nuestro tiempo. O, más bien, de lo que él llama la hipermodernidad, una era marcada por la estética, el consumo, el exceso y la sensibilidad líquida. De esas visitas furtivas a nuestros hábitos surgieron una veintena de rompedores ensayos como La era del vacío, El imperio de lo efímero o La estetización del mundo. Esta vez, sin embargo, nos toca a nosotros entrar en su casa.

Lipovetsky abre la puerta de su ático de Grenoble, rodeado de las cordilleras de los Alpes. “Fíjese, son la Belledonne, la Chartreuse, la Oisans, el Vercors y el Trièves”, explica dando una vuelta por su gran terraza. En el salón acumula algunos DVD, libros y algún recuerdo inútil en las estanterías, de esos que describe en su último libro. El pensador ha logrado siempre clasificar, dignificar y elevar fenómenos que los intelectuales despreciaban para convertirlos en valiosos termómetros de lo contemporáneo.

Lipovetsky no sólo describe transformaciones sociales, las interpreta, les asigna un nombre y, con ello, diseña herramientas para diseccionarlo. Y lo hace, casi siempre, en ese tono poético que envuelve suavemente sus ensayos hasta convertirlos en literatura. Su último artefacto en español es La nueva era del kitsch: Ensayo sobre la civilización del exceso (Anagrama, 2025), escrito junto a Jean Serroy, crítico de cine. Un retrato del viaje de lo vulgar, el mal gusto, lo aparatoso y lo superficial hasta la centralidad del mundo. El kitsch, bajo esta nueva óptica, deja de ser un defecto cultural para convertirse en un portal revelador de la forma en que vivimos, consumimos y pensamos lo bello.

El pensador, de 80 años, está en plena forma físicamente. El fotógrafo incluso llega a convencerle para hacerle una sesión de fotos sin camisa. “Mire, es que yo no soy Picasso”, se excusará luego pidiendo menos exhibición en la edición que terminará publicada. Hoy escribe, viaja y da conferencias por todo el mundo.

Pregunta. ¿Qué es hoy un filósofo? Da la impresión de que les están convirtiendo en consultores de empresas, en coaches

Respuesta. El lugar central que ocupaban ha desaparecido. El pensamiento filosófico no posee el poder colectivo y social de los últimos siglos. Hoy la inteligencia artificial tiene mucho más impacto que la filosofía. Pero esta es necesaria, justamente, porque no es una manera de pensar de expertos o consultores. En un mundo en el que todos saben todo, donde estamos inundados por la información, existe un desorden en el que la filosofía puede intervenir. Lo que intento hacer de forma transversal es una radiografía global para poner un poco de orden.

P. ¿Seguimos necesitando esos mapas mentales en un mundo tan fragmentado, donde pasan tantas cosas a la vez?

R. El Homo sapiens no se conforma con comer, vivir o hacer la guerra. El espíritu tiene un papel importante, y no se puede vivir sin un cierto número de seguridades que nos hablen de lo que hacemos, de cómo somos y del mundo en el que vivimos. Antes eran sistemas religiosos; luego, las grandes ideologías. Pero hoy es mucho más caótico. La filosofía permite comprender el lugar donde vivimos. Pero no comparto esa idea de que es terapéutica, de que es mejor leer a Sócrates que el Prozac. Si quiere vivir mejor, enamórese, tome Prozac o haga lo que quiera, pero no lo busque en la filosofía.

P. ¿Usted usa aplicaciones de IA?

R. Soy un admirador de la inteligencia artificial. Los resultados que proporciona ChatGPT son increíbles.

P. ¿Habla con él?

R. Sí, claro. Tenemos intercambios. Y es muy preciso. Me sorprenden sus reflexiones, también sobre mí.

P. ¿Cree que podrá pensar mejor a su manera que usted mismo?

R. No, todavía comete errores. Y no creo en esa idea de la obsolescencia del hombre. La gente que usa la IA también es creativa, esta tecnología puede ser muy inspiradora. Somos nosotros quienes preguntamos, y eso es fundamental. Es un asistente, no creo que vaya a desposeer al hombre de la preeminencia de su pensamiento. Fíjese en la guerra, la IA desempeña un papel muy importante en algunas operaciones. Pero ¿quién la ha desatado en Ucrania? Es una decisión deliberada de un dictador para invadir un país vecino. Las decisiones no vienen de los automatismos, llegan de la paranoia o megalomanía humana. Estamos muy lejos de esa idea en la que los algoritmos toman el poder y eliminan al hombre. No veo a la IA rivalizando con los Diálogos de Platón, con la Crítica de la razón pura… con lo que Kant llamaba el genio.

P. Sí, pero hay un genio entre cada 10.000. Los demás serán eliminados.

R. Es discutible, dependerá de los empleos: la educación, la sanidad… no se hará y no es deseable. La IA puede hacer novelas, películas… una creatividad confortable. Pero la gran creatividad artística o filosófica no está en el orden del día. El genio está en quien inventa.

P. Usted lleva 40 años analizando la sociedad a través del consumo y del gusto. ¿No será más difícil extraer conclusiones interesantes, originales con la homogeneización que provoca el algoritmo?

R. Es cierto, pero esa crítica no es nueva, acompaña a la sociedad de consumo. Pensadores como Guy Debord ya nos decían en los años setenta que la publicidad creaba necesidades artificiales, que alienaba. El algoritmo es útil recomendando, no se equivoca demasiado, eso es cierto, y además los estudios demuestran que el consumidor no obedece de forma servil, sigue siendo un operador.

P. Pero se pierde la sorpresa, la capacidad de descubrir otros mundos. Si usted escucha jazz no le recomendará un álbum de punk.

R. Por eso la formación es fundamental, educar en ese espacio, en lo digital. Es la clave para no dejar hacer a la máquina lo que quiera. Conoces, comparas, usas su información y la mezclas con la tuya. Por eso hay que dar una educación en ese sentido, para verificar y explorar en otros campos. Pero la IA es una evolución enorme que hace recular los límites del Homo sapiens y nos enrola en aventuras extraordinarias. Es la mayor transformación que he visto. No hay nada que tenga este impacto, ni siquiera un gran libro. Además, ¿quiere usted sorpresas?

P. Sí, claro.

R. Yo no creo que ocurra nada porque el consumo esté entregado al algoritmo. ¿Qué significa el consumo en la existencia humana? Nada. ¿Qué cambia si usted bebe Coca-Cola o Pepsi? ¿O si escucha a Céline Dion o Jennifer Lopez?

P. Hombre, parte de nuestra identidad, ¿no?

R. No, porque la identidad no es el consumo, es solo un aspecto de nuestra vida. Al menos hasta que la IA me diga que debo divorciarme o cambiar de religión. El poder de predicción de la IA orientará cada vez más el consumo, pero me da igual, no tiene ninguna importancia. Si usted ve un wéstern esta noche o una comedia, ¿eso cambia su existencia?

P. Depende del wéstern.

R. La existencia está en el trabajo, en la creación, en la vida afectiva, en sus decisiones políticas. ¿Será la IA quien le dirá a una mujer si debe abortar? Ahí está lo fundamental, no en si voy de vacaciones a Huelva o a Barcelona. Descartes dice en Discurso del método que el grado más bajo de la libertad es elegir entre cosas indiferentes. Su bienestar no depende de eso. Lo importante es hacer cosas que ame en su trabajo, inventar, crear, vivir en plenitud con sus hijos —si los tiene—, estar de acuerdo con sus propias visiones políticas, vivir en una sociedad donde la gente no se deteste demasiado… Y los algoritmos no cambiarán eso.

P. El consumo, sin embargo, coloniza las relaciones sexuales, las afectivas, el trabajo… Piense en las aplicaciones de citas, de búsqueda de empleo.

R. Muy bien, pero es que antes estábamos encerrados en nuestro pueblo buscando pareja y cuando encontrábamos una nos casábamos y había que aguantar toda la vida. Y además, después del algoritmo, viene la verdad. Y comienzan las decepciones, las dudas, la elección humana. No hay que diabolizar la tecnología. Pero ahora la gran moda es la sobriedad.

P. ¿Qué quiere decir?

R. No coger aviones, consumir productos bío, no comprar ropa… Greta Thunberg. Muy bien, por qué no. Pero incluso imaginando el planeta convertido en ese ethos de rigor y sobriedad no resolveríamos el problema de 9.000 millones de personas que habrá que educar, transportar, curar… No creo que la salud de la humanidad esté en manos de un supuesto consumidor responsable, austero, sobrio. Son cruzadas, retórica. Fíjese, después de la crisis de la covid-19 todo el mundo iba de vacaciones al lado de casa, en la bicicleta… Resultado actual: nunca hubo tantos viajes de avión en la historia.

P. ¿Cómo se define nuestra época?

R. A través de dos grandes polos. Por un lado, la dinámica de la superpotencia tecnocapitalista: la conquista del espacio, la IA, la robótica, la modificación genética. Ciencias que pulverizan los límites. Y por otro, una inseguridad generalizada que abarca todos los campos. La gente se mueve por miedo, al cambio climático, a la erosión de la biodiversidad, a la guerra en territorio europeo, a la IA en la esfera profesional, miedo de la vida íntima, miedo a la comida. Una vulnerabilidad completa, precisamente, cuando jamás había habido tanta potencia.

P. En su último ensayo en español sitúa el kitsch como símbolo de esta época del exceso.

R. La palabra aparece en 1860, y se refería a algo pequeño. Una reproducción industrial de productos prestigiosos. Muebles, pequeños objetos de la vida doméstica. Algo secundario criticado por los artistas, porque era una copia de mala calidad, barata. Era una realidad sobrecargada para poner en las vitrinas. Y se mantuvo así un siglo. Pero ahora tenemos un neokitsch, un hiperkitsch.

P. ¿Una evolución?

R. La sociedad de consumo hizo que lo barato conquistara todas las esferas. Ya no es la copia lo que está en el centro, sino el cambio permanente. El hiperkitsch es usar y tirar. Un producto sin valor que hoy ha invadido todos los medios de la existencia cotidiana. Ya no es una forma estética, sino estructural, que organiza el mundo contemporáneo. Son los centros comerciales, los disneyland, ciudades copiadas de otras, como Dubái, la gran ciudad kitsch. Importa el tamaño, el exceso, lo monumental.

P. ¿Y la política? ¿Trump es una de esas bolas de nieve colocadas en la estantería de la democracia global?

R. Es la quintaesencia del kitsch, en todos los campos. La Torre Trump, el dorado, el lujo ostentoso… Incluso su discurso MAGA es kitsch, porque según su definición es un espejo embellecedor del mundo, algo que estetiza, que engaña. Kundera decía que el kitsch era la negación de la mierda. Todos los aspectos detestables se excluyen, un mundo cursi, ideal. Y el discurso sobre EE UU de Trump es eso. Pero lo vemos en los regímenes totalitarios, de autócratas. O cuando Putin aparece acariciando a perros, al lado de niños, mientras masacra a la población civil de Ucrania. Kundera decía también que las grandes ideologías son kitsch, porque despliegan un velo sobre los defectos.

P. ¿El kitsch esconde la verdad?

R. Sí, engaña. Pero a través de la religión de lo supuestamente bello, para mostrar una falsa realidad.

P. Usted escribió mucho sobre la autenticidad en su anterior libro. ¿Cuál es la diferencia con la verdad?

R. La autenticidad es la verdad de uno mismo. Si uno es auténtico, vive de acuerdo consigo mismo. Usted es de verdad porque actúa conforme a lo que ama, y no porque la religión, sus padres o quien sea se lo dice. La verdad tiene una dimensión más amplia, es la conformidad con los hechos exteriores. No tiene que ver con su existencia personal, es un acuerdo de juicio respecto a los hechos.

P. ¿Qué espacio tiene la verdad en una sociedad donde se abre paso la mentira?

R. Permanece en la aventura científica. Aunque la ciencia esté al servicio de fuerzas económicas, no significa que no sirva para conocer mejor el mundo. También debe estar en la prensa, que tiene un papel muy importante, y está amenazada por las redes sociales, principal vehículo de información. Yo soy partidario de prohibir las redes sociales hasta los 15 años. Y en la escuela, que no debe caer en el fetichismo de lo digital, y debe estimular el espíritu crítico.

P. Hay una corriente muy fuerte que sostiene que la verdad ha muerto, que cada uno tiene la suya. El propio Trump tiene una red social que se llama así.

R. Yo creo que la verdad no ha muerto. Es una vieja proposición filosófica. Nietzsche decía a mediados del siglo XIX que no había hechos, sino interpretaciones. Pero los hechos sí existen. Podemos discutir el número de manifestantes, pero no la manifestación. Y la prensa tiene un papel muy importante para establecer los hechos. Eso no quiere decir que deban interpretarse, especialmente en un mundo posreligioso como el nuestro. Lo importante, sin embargo, es que esa interpretación no conduzca a un polarización extrema y dejemos de hablarnos.

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