Tristán Ulloa: “A Alfonso Basterra ya lo condenó el Tribunal Supremo. Los actores no impartimos justicia, contamos historias”
Encontró su vocación. Amagó con dejarlo todo. Ahora, en su tercer tiempo, uno de los actores fundamentales del cine español vuelve a triunfar con ‘El caso Asunta’
Tras la sesión fotográfica, una vez se han apagado los focos y ha tomado asiento en un rincón del estudio para someterse a nuestro interrogatorio, Tristán Ulloa se queda un tanto desconcertado cuando le preguntamos cuál es su superpoder, la cualidad que le hace distinto. “Nunca me lo he planteado. Al menos no en esos términos”. Tras una breve pausa que dedica tanto a reflexionar como a hincarle el diente a su plato de macarrones al pesto, ensaya una respuesta: “Supongo que soy muy empático. No estoy seguro de que sea una cualidad. Puede ser un defecto, porque te impide distanciarte de las cosas y eso suele implicar un cierto grado de sufrimiento. Pero me ha resultado muy útil como actor. Creo que me ayuda a meterme en la piel de mis personajes, a entenderlos sin juzgarlos”. Este superpoder emocional le permitió en su día sintonizar con la longitud de onda del tenaz sargento Castro de Fariña (2018), el frágil ludópata de Volverás (2002) o el novelista enamoradizo y voluble de Lucía y el sexo (2001). Y le ha auxiliado también en la difícil tarea de encarnar a Alfonso Basterra, padre negligente y presunto homicida en una de las series del momento, El caso Asunta.
Y es posiblemente también esa empatía la que le ha llevado a ser, superando crisis personales y de la industria, uno de los actores que más lejos ha llegado de una generación de veinteañeros como Eduardo Noriega, Fele Martínez, Gustavo Salmerón, Jordi Mollá y, sobre todo, Javier Bardem, que irrumpió con fuerza en los noventa de la mano de una hornada de directores, —Medem, Bajo Ulloa, Calparsoro o Amenábar— que quisó revolucionar el cine español usando géneros y temáticas hasta entonces inéditas.
Treinta años después Ulloa ha encadenado un trío de series, La chica de nieve (2023), La casa de papel: Berlín (2023) y El caso Asunta, que han devuelto su nombre a la primera línea. En ellas ha vuelto a sentirse actor: “Creo que he alcanzado un equilibrio muy satisfactorio. Tengo el activo de mi experiencia, el punto de madurez y conocimiento que he ido alcanzando con el tiempo. Pero, además, es estimulante trabajar con gente bastante más joven que yo y abrirme a una nueva sensibilidad, a una forma distinta, más fresca, de hacer las cosas. Estoy en fase de replanteamiento y reaprendizaje, y eso es lo más bonito que puede ocurrirle a un actor que ama la profesión y quiere seguir ejerciéndola sin caer en la inercia”.
En general, a Ulloa, nacido en la ciudad francesa de Orleans hace 54 años, le sigue entusiasmando la posibilidad de esconderse tras sus personajes: “La interpretación te propone una y otra vez el juego de convertirte en otro. En mi caso, supone un reto formidable que le ha dado una dimensión extra a mi vida. El punto de locura que tal vez le ha faltado a mi existencia cotidiana, porque tampoco lo busco en ella, me lo han dado mis papeles”.
Otra cualidad diferencial que se reconoce, según añade a renglón seguido, sería conservar casi intactas las reservas de entusiasmo. O haber sido capaz de restaurarlas: “Después de 30 años de profesión, siento que estoy recuperando la frescura de principiante”. Ulloa es un intérprete vocacional. Su recuerdo más antiguo relacionado con “el oficio” se remonta a uno de los veranos de su infancia en la aldea de su familia paterna, Fondevila, en la provincia de Lugo: “Yo tendría unos diez años cuando participé en una función improvisada por los chavales del pueblo al pie de un hórreo, con los contados adultos de las tres o cuatro casas del lugar como público, el primero de mi vida. Recuerdo que explicamos chistes y que hice un playback, supongo que bastante infame, de Don Diablo, la canción de Miguel Bosé. Pasamos la gorra varias veces, después de cada número, y los lugareños apoquinaron religiosamente una y otra vez. Con el dinero, compramos refrescos, montamos una parada y se los vendimos a los mismos que habían asistido a nuestra función unas horas antes. Fue una tarde de verano bien aprovechada”.
Pero el verdadero momento iniciático se produjo pocos años después en Vigo, ciudad donde acababa de recalar su familia (es nieto de emigrantes económicos y exiliados republicanos) tras una etapa en Francia y otra en Madrid: “Yo me asomaba a la adolescencia y estaba pasando por una etapa de introspección enfermiza. Tenía problemas de comunicación muy serios, padecía ataques de ansiedad y estaba empezando a medicarme. Sentía que me estaba precipitando a un rincón muy oscuro. Por consejo de un buen amigo, me forcé a asistir al aula de teatro del instituto, y allí encontré una terapia que, con el tiempo, se convertiría en una vocación y en mi camino en la vida”.
Ulloa pertenece a esa estirpe de grandes tímidos que buscaron en la interpretación un recurso extremo para dejar atrás sus miedos: “Puede resultar poco intuitivo, pero también hay quien supera el vértigo saltando en paracaídas”. La timidez, según nos cuenta Ulloa, “se puede vencer, pero nunca se suprime del todo”. El gran tímido sigue ahí, agazapado bajo el caparazón de profesional de éxito y hombre de mundo. Pero “se aprende a convivir con él”, aunque en ocasiones tienda a teñirlo todo de un barniz de incomodidad y melancolía reflexiva.
El gran tímido, además, no teme al fracaso. De alguna manera, siente que ya ha fracasado y que no supondría ningún drama volver a hacerlo. “Siempre he ajustado mis expectativas. Pero no por ello he renunciado a la ambición. Mientras estudiaba Empresariales en Madrid yo ya tenía claro que quería dedicarme a la interpretación y lo consideraba factible, me sentía capaz de hacerlo. Pero no me atrevía a verbalizarlo. En realidad, no me concedí el derecho a decir en voz alta que quería convertirme en actor profesional hasta que ya me estaba ocurriendo”.
Sus años en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid) coinciden con sus primeros papeles en el teatro: “Fui un estudiante de interpretación veterano y eso me dio otra perspectiva, más responsable y madura. Leía con avidez mis manuales sobre el método Stanislavski, veía mucho cine, mucho teatro, me empapaba de Sam Peckinpah, Sidney Lumet, John Cassavetes… Y, en paralelo, empezaba a trabajar. Era una combinación ideal de teoría y práctica, de las altas expectativas que tú mismo te vas creando y la realidad de la profesión, que te va poniendo en tu sitio”.
Ni siquiera se licenció: “Llegó un momento en que se me hizo imposible compatibilizar la profesión con los estudios”. Eso le ocurrió a los 27 años, cuando pasó de figurante televisivo con frase a encadenar un par de papeles golosos, el de Javi, el niño pijo descarriado de Mensaka, páginas de una historia (1998) y el del fotógrafo Quiroga en Los sin nombre (1999), de Jaume Balagueró: “Jaume tiene un estilo de dirección muy visceral. Gruñe, gesticula. Te transmite sus ideas con una intensidad contagiosa. Aquella película se rodó con cuatro cuartos, sustituyendo la falta de recursos por imaginación, entusiasmo e inventiva. Aún siento una punzada de dolor físico al recordar la muerte de mi personaje, a pesar de que lo que se ve en pantalla no es, por supuesto, mi torso desnudo, sino un molde basado en él”.
Luego llegaría Lucía y el sexo, (2001) el salto a la fama en una película de gran éxito, pero “ambiciosa y con sello de autor, a las órdenes de un Julio Medem en su mejor momento, tras La ardilla roja [1993], Tierra [1996] y Los amantes del círculo polar [1998]”. Hoy recuerda aquel rodaje como “una experiencia muy dura, muy gratificante, de una extraordinaria intensidad, una de aquellas situaciones en que sufres y a la vez disfrutas la profesión en toda su exigencia y todo su esplendor”. Repasando su trayectoria, Ulloa rescata también perlas semiocultas como Volverás, de Antonio Chavarrías, “por su originalidad, su valentía y por la química desarrollada con ese gran actor que es Unax Ugalde”. Y After (2009), de Alberto Rodríguez, “una película estupenda, de muy alto riesgo creativo y creo que maltratada de manera un tanto injusta”.
Entre unas y otras, llegó Pudor (2007), filme que codirigió con su hermano David y que le acabaría granjeando una (hasta ahora inédita) triple nominación al Goya como director, guionista e intérprete: “En su día quedé satisfecho con el resultado. Di por supuesto que David y yo íbamos a tener la oportunidad de seguir dirigiendo, y lo cierto es que presentamos otro par de proyectos que estuvieron a punto de salir adelante”. Pero entonces llegó la crisis de 2008, que supuso “primero un parón y luego una involución muy seria, en términos tanto industriales como creativos para el sector audiovisual español”.
En su caso coincidió, además, con una crisis personal y de vocación: “De pronto sentí que la profesión no tenía nada que ofrecerme. El teléfono no dejó de sonar, pero ya no me llegaba nada que me apeteciese. Todo eran proyectos poco ambiciosos, conservadores, insulsos… No encontraba mi lugar. Sentí que lo único que me estaba aportando mi oficio era dinero. Así que me planteé que tal vez había pasado mi momento y, por primera vez, empecé a considerar la posibilidad de tirar la toalla y dedicarme a cualquier otra cosa”.
El rescate llegó de la mano de “la revolución de las plataformas, que parecía que iba a destruir nuestro modelo de negocio, pero lo que ha hecho, en mi opinión, es rejuvenecerlo y revitalizarlo”. De repente, para un actor español como él, muy poco dispuesto a trasladarse a Los Ángeles y pasarse meses “haciendo puerta fría en los grandes estudios”, se abrió la posibilidad de participar “desde casa” en grandes producciones internacionales como Narcos (2017), Snatch (2018) o La monja guerrera (2020). Series, en ocasiones, con un nivel de ambición y una factura al nivel del mejor cine. “Es cierto que también supuso una cura de humildad en ese circuito implica muy a menudo aceptar una rebaja considerable de cachés. Pero lo doy por bien empleado, porque hoy siento que la industria audiovisual tiene un futuro. Se están haciendo más ficciones que nunca. Siento que los intérpretes tenemos muchas más posibilidades que hace diez años de darle continuidad a nuestras carreras. Ya ni siquiera tiene demasiado sentido la distinción tradicional entre televisión y cine. Todo son narraciones audiovisuales en distintos formatos. De hecho, el único inconveniente sustancial que le veo es que se tiende a invisibilizar a los buenos profesionales. Hoy se habla menos que nunca de directores y guionistas. Han caído en un injusto anonimato, parece que las marcas pesan más que los individuos con talento. A los únicos que no nos está pasando es a los actores, porque nuestra cara aparece en la pantalla y eso es algo que no puede ignorarse”.
El caso Asunta es el más claro ejemplo de su nueva etapa enrolado en series de factura cinematográfica: “He vuelto a trabajar con Carlos Sedes y Jacobo Martínez, a los que ya conocía de Fariña. Y me he visto rodeado de compañeros de reparto como Candela Peña o Javier Gutiérrez en una producción muy potente y muy digna que, además, ha tenido la suerte de conectar con un público muy amplio”. La sordidez del tema, la desaparición y asesinato de la preadolescente gallega Asunta Basterra que conmocionó al país en septiembre de 2013, hizo que Ulloa tuviese ciertas dudas antes de aceptar el papel: “No comparto ese interés generalizado por el true crime, pero tampoco tengo prejuicios al respecto. Para que se entienda, no vi en su día El cuerpo en llamas [2023] porque no me había llamado la atención, pero cuando por fin le di una oportunidad me pareció una ficción con grandes virtudes. Entiendo que de la realidad pueden extraerse muy buenas historias. Es algo legítimo, las películas y series anglosajonas vienen explotando esa veta desde siempre. Pero hay que hacerlo con sensibilidad y cuidado, como creo que se ha hecho en esta ocasión”.
El guion no le generó dudas: “Me quedó claro que estaba escrito desde el más escrupuloso respeto a la dignidad y el sufrimiento de la verdadera protagonista de esta historia, que es la niña asesinada. De hecho, la última palabra que se pronuncia es su nombre. Lo que me preocupaba era más bien el posible impacto emocional que pudiese tener en mí sumergirme en ese universo, empaparme del caso. Leer sobre Basterra. Intentar crear un personaje a partir de él. Meterme, de alguna manera, en su piel”.
En Basterra, la crónica negra española ha encontrado un nuevo ejemplo de lo que Hannah Arendt describía como la banalidad del mal. Un hombre corriente, incluso anodino, condenado por una atrocidad inconcebible. Una vez más, Ulloa se impuso la disciplina de no juzgarlo: “Esa fue la función del Tribunal Supremo, que ya le condenó en su día. Los actores no impartimos justicia. Somos vehículos para contar historias. Yo tuve que trabajarme el personaje. Es una creación que se inserta en un contexto de ficción. Pero en ningún momento perdí de vista que se trata de la representación de una persona real, con nombre y apellidos, que cumple condena y, además, ha sido condenado también por una opinión pública que cree conocerle, porque se ha hartado de verle en el telediario”.
Se trataba de un equilibrio difícil. Y Ulloa ha echado mano de intuición, técnica y, una vez más, empatía para llevar a la pantalla a un Basterra creíble. Su esposa, Carolina Román, que además de dramaturga y actriz es psicóloga, le recomendó que hiciese todo lo posible para distanciarse del personaje. Un consejo sensato que Ulloa, según nos confiesa, no fue capaz de seguir al pie de la letra. Cuando tu superpoder es la cercanía, resulta imposible imponerse distancias. Sí se embarcó en un ejercicio consensuado con los directores y compartido con su compañera al frente del reparto, Candela Peña: “Se trataba de que nuestra interpretación fuese compatible con las hipótesis sobre el caso, empezando, por supuesto, por la de su culpabilidad y la de su inocencia. Es decir, que, en las escenas, por ejemplo, en que Basterra participa en la búsqueda de su hija, su actitud pudiese ser interpretada tanto como la de un padre preocupado que espera que la encuentren como la de un homicida que teme que las sospechas recaigan sobre él”.
Un ejercicio de ambigüedad no muy distinto al de Ingrid Bergman en ese mítico final de Casablanca (1942) en que la actriz sueca se sube a bordo de un avión expresando sentimientos de una intensidad torrencial, pero sin que quede del todo claro quién es el hombre al que de verdad ama. Sus directores le sugirieron que expresase “ambivalencia”. Para eso sirven los actores. Sobre todo, aquellos que han encontrado en la empatía un arma de hondo calado emocional.
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