Cómo el franquismo se apoyó en el arte, la artesanía y los versos de Lorca para intentar sacudirse su leyenda negra
En los años cincuenta, la dictadura practicó una diplomacia suave acudiendo a tres ediciones de las trienales del diseño de Milán. Los pabellones, imagen de cierta modernidad que soslayaba el hambre y la represión, no solo triunfaron sino que alumbraron el ‘Spain is different’
Apenas 15 años después de fusilar a Federico García Lorca, el régimen franquista se vendió en la escena internacional utilizando unos versos del poeta andaluz. Parece impensable y choca frontalmente con el relato de la historia que estamos acostumbrados a leer. Sin embargo, eso sucedió dentro de un episodio muy poco conocido: la participación de la España de Franco en las tres...
Apenas 15 años después de fusilar a Federico García Lorca, el régimen franquista se vendió en la escena internacional utilizando unos versos del poeta andaluz. Parece impensable y choca frontalmente con el relato de la historia que estamos acostumbrados a leer. Sin embargo, eso sucedió dentro de un episodio muy poco conocido: la participación de la España de Franco en las tres trienales del diseño de Milán de los años cincuenta. Allí, el país, que ya tenía el espaldarazo internacional de Estados Unidos, intentó mostrar una cara de cierta modernidad y sacudirse la leyenda negra del régimen franquista apoyándose en el arte y la artesanía.
En los años 1951, 1954 y 1957, España envió a Milán tres pabellones de alta calidad que llegaron, en el caso de los dos primeros, a llevarse medallas de oro del certamen y que estaban a un nivel equiparable a los de Suiza, Finlandia o Suecia, según el historiador Oriol Pibernat, que ha estudiado este capítulo de la historia del diseño español. Mientras el país se vendía de puertas afuera con cuadros de Miró y Chillida, esculturas de Jorge Oteiza y sillas de Federico Correa y Miguel Milá, de puertas adentro el régimen estaba en su punto álgido de hambre y represión. No hay que olvidar que las cartillas de racionamiento estuvieron vigentes hasta 1952. También hasta ese mismo año se estuvieron produciendo fusilamientos en el Camp de la Bota, en Barcelona. Y el grueso de pensadores republicanos que había sobrevivido a la Guerra Civil vivía en el exilio, cada vez con menos esperanzas de regreso. Pero nada de eso se atisbaba en aquellos pabellones.
“De todo esto se habla en voz baja o no se habla porque genera incomodidad”, explica el historiador y diseñador Oriol Pibernat, editor y autor de un capítulo que aborda este tema en el libro Diseño y franquismo. Dificultades y paradojas de la modernización en España (editorial Expermienta). “Hablar de esto implica expresar de una manera muy clara que podría haber habido cierta connivencia entre el mundo del diseño y la arquitectura y el régimen franquista. A partir de los sesenta y setenta está claro que ese era un mundo separado e incluso enfrentado al franquismo, pero en los cincuenta no es así. [Miguel] Fisac era un miembro del Opus Dei. [José Antonio] Coderch, que había sido oficial del Ejército, entró en Barcelona por la Diagonal. No estoy de acuerdo con hacer un juicio moral desde el presente. Esto no va de moralidad, va de historia. Y la historia nos dice que hubo gente que fue afecta o al menos no desafecta al régimen y esa proximidad les permitía trabajar con las autoridades”, añade Pibernat.
La conexión Gio Ponti-Coderch
La figura de Coderch es clave para entender cómo acabó España teniendo un pabellón en Milán cuando aun no había firmado siquiera un concordato con el Vaticano, es decir cuando era oficialmente un país paria en el escenario internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial. Coderch había trabado amistad con el arquitecto y diseñador italiano Gio Ponti en un congreso arquitectónico en Barcelona a finales de los años cuarenta.
Ponti, que dirigía la revista Domus, había nombrado a Coderch corresponsal en España. El italiano, que tenía su propio pasado de relaciones más o menos amistosas con el fascismo en Italia en la etapa de Mussolini, estaba “empecinado en incorporar a España en un frente estético mediterráneo”, según explica Pibernat en el libro. “Ponti vislumbraba con tanta clarividencia y convencimiento cómo debía presentarse España que puede afirmarse que dictó el guion a Coderch”. Más allá de lo que quisieran o pudieran hacer dos amigos arquitectos y el encargado de comisariar el pabellón, el crítico de arte Rafael Santos Torroella, lo importante es que a ciertos funcionarios en la Dirección General de Relaciones Culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores franquista, dirigido entonces por el propagandista católico Alberto Martín Artajo, les pareció que aquella no era una mala idea.
La autarquía se había revelado inviable y era el momento de intentar una diplomacia suave para venderse al mundo, y ahí el arte y la creatividad tenían una importancia capital. Además, Italia era el único lugar donde se podía hacer aquello. Desde luego, no Francia ni el Reino Unido, más reticentes a aceptar a España como país normal. Pero el franquismo siempre fomentó la idea de los dos países católicos como naciones hermanas.
Resuelta la decisión de participar en aquella trienal estaba la cuestión más peliaguda de con qué llenar el pabellón. “¿Qué podía aportar España a ese bazar de modernidad y prosperidad material? Una respuesta verosímil sería nada”, escribe el historiador. Quitando el Talgo, el país no tenía aún una industria ni nada que mostrar que fuese equiparable a las virguerías domésticas que llevaban en sus pabellones Estados Unidos o la propia Italia. Se sorteó el problema interpretando las bases del certamen de manera sui generis, tirando por un lado por el arte y por otro por la artesanía popular. Para Pibernat resulta irónico que el modelo estuviera al final inspirado en el famoso Pabellón de la República del 37, el del Guernica diseñado por Sert, que también combinó esas dos facetas.
Conseguir a Miró
El premio gordo para los organizadores era Joan Miró. El artista había vuelto a España en 1940, viviendo en lo que se ha llamado “el exilio interior” y, según el historiador, las autoridades franquistas no perdían la esperanza de utilizarlo en su beneficio, mostrándolo como una especie de agente neutral aunque no lo fuese. Cuando Coderch y Santos Torroella le solicitaron una pieza para el pabellón, el pintor esquivó la petición diciendo que se dirigieran a su galerista, Jules Maeght, que se negó a ceder ningún tipo de obra para un pabellón que había de representar a la España de Franco.
Finalmente sí hubo en el pabellón una litografía de Miró, a través de una maniobra lateral, prestada por un industrial italiano que la tenía en su colección privada. También hubo esculturas de Àngel Ferrant y Jorge Oteiza y cerámicas de Josep Artigas y Antoni Cumella, además de muchas muestras de artesanía popular. Y los famosos versos de Lorca, ilustrados con grabados de Josep Guinovart en un libro del artista. “Coderch podía ser de derechas pero no era en absoluto idiota”, comenta Pibernat. “La gente culta estaba muy afectada por los crímenes de los nacionales, aunque los equiparasen a los de los republicanos, y tenían cierta voluntad de superar aquello”.
¿Se trató de un gol de los organizadores a las autoridades franquistas? “En todo caso, un gol que tiene un efecto contrario, el de lavar la cara al franquismo”, cree el historiador. “La gente de Exteriores, que era diferente a la de otros estamentos franquistas, era perfectamente consciente de que Lorca era un problema. Había sido asesinado y era uno de los asuntos más polémicos y dolorosos en la relación con el mundo”.
Su teoría es que al menos parte de los mandatarios sabían perfectamente lo que llevaban a Milán. La presencia de esos poemas sorprendió en la trienal, pero no ha quedado constancia de que el asunto generara polémica en la prensa. La esposa de Santos Torroella, Maite Bermejo, que se encargaba de atender el pabellón, le explicó a Pibernat hace unos años, antes de fallecer, que los asistentes de la trienal sí se escandalizaban al ver aquello y que uno de los más sorprendidos fue el arquitecto Alvar Aalto, pero el historiador no tiene claro si esto es real o pertenece al terreno de la leyenda.
La presencia española no tuvo un especial éxito de público –los visitantes de a pie preferían ir a admirar las cocinas del pabellón de Estados Unidos– pero sí de crítica. El jurado le concedió la medalla de oro. Ponti escribió en Domus (y Abc lo recogió traducido, como un éxito internacional del régimen): “España, podríamos decir, es en el arte aristocrática y popular, no democrática”. Con esto perpetuaba la idea vigente desde la leyenda romántica del país de hidalgos y bandoleros, de morenas y emperatrices. Y anticipaba, según Pibernat, la idea del Spain is different. A España, venía a decir el arquitecto, no hay que pedirle normalidad europea sino excepcionalidad.
Visto el éxito, España volvió a participar en 1954, aunque esta vez no se ocupó ya Coderch de diseñar el pabellón, sino el grupo interdisciplinar MoGaMo, formado por el arquitecto Ramon Vázquez Molezún, el pintor Manuel Suárez Molezún y el escultor Amadeo Gabino Úbeda. De nuevo, la idea era llevar a Milán lo mejor y lo más moderno. Doce esculturas de hierro de Eduardo Chillida, que acaba de triunfar en Madrid, unas pocas joyas “ya muy vistas”, según el historiador, de Salvador Dalí y la habitual selección de abanicos, alpargatas y porrones. De nuevo, el pabellón ganó la medalla de oro del certamen.
Tres años más tarde, España acudió con un diseño más osado y a la vez más previsible, con un pabellón en forma de plaza de toros diseñado por los arquitectos Javier Carvajal y José María García Pareces, rodeado por una malla metálica de la que colgaban cerámicas y tapices. En lo que vendría a ser la arena ya había algunos muebles de diseñadores pujantes, equiparables a los de los otros países, como Federico Correa, Alfonso Milá y Miguel Fisac.
En conjunto, con los tres pabellones, según el historiador, “se presentó la precariedad como estoicismo y la hambruna como ayuno voluntario”. Uno podía ver aquel coso taurino y pensar que aquello se estaba empezando a perder en Europa, “incluso cuestionarse si el juicio sobre la dictadura franquista, que ahora promovía una exposición avanzada, no había sido demasiado severo”. Para Pibernat, la operación fue redonda para el régimen y tuvo unos grandes réditos en términos de imagen a un coste relativamente bajo.
No todos los funcionarios de Exteriores lo veían así, sin embargo. Tras la trienal del 57, emitieron un informe bastante negativo, aconsejando no volver a participar. Se adujeron problemas de gestión y elevados costes. Como conclusión se sugería que fueran las empresas y los artistas quienes sufragaran sus gastos. España no volvió a concurrir a la cita del diseño y se centró, en cambio, en su presencia en las bienales de Venecia. Un año más tarde, en el 58, España fue a Venecia con una selección que la prensa bautizó como la de los “sobrinos de Picasso”, 19 artistas entre los que estaban Tàpies, Chillida, Rafael Canogar, Antonio Saura, Manolo Millares y Modest Cuixart.
A todos ellos, como recordaba Jose Ángel Montañés en un artículo en EL PAÍS, les cambió la vida y les dio una plataforma para exponer en el MoMA, el Guggenheim y la Tate Gallery. Algunos artistas, como Tàpies, dijeron después que se habían sentido utilizados por la dictadura y se negaron a volver a participar en operaciones semejantes. Entre los artistas y diseñadores que habían participado en las trienales de Milán no llegó a producirse esa revisión crítica.