Jaque al gusto: cómo alteran nuestro paladar los ultraprocesados

Aperitivos, bollería y otros productos industriales están pensados para estimularnos al máximo y lograr que no dejemos de consumirlos. ¿Qué podemos hacer para que no cambien nuestra percepción de la comida?

Todo está diseñado para que cuando hagas pop ya no haya stop.fcafotodigital (Getty Images)

Cuando haces pop ya no hay stop”, “intenta comer solo una”... habitualmente nos quejamos -con razón- de la falta de transparencia y honestidad de la industria alimentaria de los ultraprocesados, pero estos eslóganes son un ejemplo de lo contrario: no se puede exponer una estrategia de ventas de una forma más nítida. Te decían sin disimulo que la formulación de las patatas fritas está hecha para que tus señales de saciedad salten por los aires y tu circuito de recompensa se colapse.

Cualquiera que haya probado este tipo de snacks puede certificar que tenían razón y que, una vez que abrías una bolsa o un tubo, coger solo un puñado requería de importantes malabares mentales, y lo habitual es que dejases de comer cuando se acababa la bolsa. Ni un gramo antes.

La cuestión es que la frase publicitaria sigue teniendo la misma validez que cuando se lanzaron los anuncios, aunque ahora opten por no cachondearse haciendo semejante exhibicionismo de su capacidad para condicionar nuestra ingesta y los eslóganes hayan desaparecido. Demasiada claridad para unos consumidores hartísimos de que les manipulen.

Estamos diseñados para preferir ciertos sabores

Cooooon un poco de azúuuuucar esa píldora que os dan, la píldora que os daaaaaan pasará mejor”. Toda la razón tenía Mary Poppins. Cualquier adulto que haya observado comer a un bebé puede verificar lo que la ciencia ha comprobado (y que se recoge en estudios como Lo dulce y lo amargo de la infancia: conclusiones de la investigación básica sobre preferencias gustativas): algunos sabores gozan de una mayor aceptación entre los niños pequeños, incluso en recién nacidos la primera vez que se exponen a ellos, y el dulce ocupa el primer puesto en el pódium. También ocurre lo contrario, y sabores como el amargo y en cierta forma el ácido producen rechazo: las caras de aceptación o disgusto de los bebés ilustran investigaciones como esta.

Esta preferencia innata permite que los recién nacidos muestren apetencia por el alimento que necesitan, la leche materna, hasta el punto de que el sabor dulce ejerce una acción relajante e incluso analgésica. Por el contrario, el amargo es un indicador de que el alimento tiene compuestos potencialmente perjudiciales: es el sabor de algunas sustancias tóxicas presentes en las plantas o de algunas medicinas.

En definitiva: inclinarse de forma natural hacia los sabores dulces es un mecanismo evolutivo que juega a favor de la supervivencia. Eso es muy útil en un contexto en el que los productos perpetrados -me niego a llamarlos alimentos- dulces, muy dulces y extradulces no estaban rodeándonos, esperando cualquier ocasión para seducirnos con su promesa de recompensa inmediata a un precio -al menos monetario- irrisorio.

Extrarequetedulcespixabay

¿Más sabor equivale a más densidad nutricional?

Idealmente, sí. Siguiendo con las estrategias para no extinguirnos, los sabores dulces y salados serían una señal de que ahí hay nutrientes, de que el alimento te va a dar un chute de energía y va a contribuir a cubrir parte de tus requerimientos. El sabor a veces es una pista indirecta, como se indica en Detección de nutrientes: ¿qué podemos aprender de los diferentes sabores sobre el contenido en nutrientes de los alimentos actuales? Por ejemplo, las proteínas o la grasa no saben salado, pero los alimentos salados suelen ser fuente de estos nutrientes.

Los micronutrientes -vitaminas y minerales- no suelen aportar sabor en las concentraciones en las que aparecen en los alimentos, pero algunas combinaciones de sabores podrían indicar la presencia de estos nutrientes “insulsos”. En definitiva, un sabor intenso sería el indicador de una alta densidad nutricional, es decir, con una buena cantidad de nutrientes por cada kilocaloría, y nos inclinaríamos hacia ellos para conseguir el máximo rendimiento posible de cada bocado.

Pero eso era antes, cuando los alimentos se recogían, sacrificaban y transformaban, pero no se diseñaban. El diseño de nuevos productos comestibles que hace la parte malvada de la industria alimentaria tiene un objetivo: alcanzar el “bliss point” o “punto de éxtasis”. Como cuenta el periodista Michael Moss en su libro Salt, sugar, fat: adictos a la comida basura este concepto ya había aparecido en los años setenta, pero su perfeccionamiento se atribuye al psicólogo experimental y matemático Howard Moskowitz. Consiste en conseguir la combinación exacta de sal, azúcar y grasa para que el producto resulte lo más atractivo posible sin llegar a saturarnos.

Si un sabor nos gusta pero nos cansa, la industria tiene un problema: comemos un poco, lo disfrutamos y paramos de comer “antes de tiempo”. Eso era lo que ocurría en EEUU en los años setenta con algunas comidas listas para tomar con las que se alcanzaba la conocida como saciedad sensorial específica: los consumidores se sentían llenos porque un sabor era demasiado estimulante. El placer disminuye a medida que se come ese alimento. Tras la irrupción de Moskowitz en el diseño de los menús, el problema cambió de bando: ahora lo difícil es parar de comer.

Imposible coger solo unaPXFUEL

Esas formulaciones parece que invierten también la relación entre el sabor y la densidad nutricional. Así se apunta en este estudio sobre La relación entre el sabor y el contenido en nutrientes de los alimentos comercializados en Estados Unidos y en este otro de temática similar, donde se plantea que la complejidad de los productos ultraprocesados, en los que hay múltiples sabores compitiendo entre sí, hagan que el sabor final no sea un indicador fiable de su calidad nutricional.

El umbral del sabor, en juego

¿Qué pasa si estamos permanentemente hiperestimulados con sabores que han alcanzado una perversa perfección? ¿Puede afectar a cómo percibimos el resto de sabores no tan sofisticadamente impecables? Hay un componente innato que nos hace preferir determinados sabores frente a otros, pero nuestros gustos también se van modificando a lo largo del tiempo a medida que nos exponemos a diferentes alimentos. Nuestra sensibilidad a los sabores es plástica, se va modificando, y parece que la exposición a distintas intensidades de sabor es uno de los factores que pueden cambiarla.

Al estudiar cómo afecta la exposición a sabores como el dulce y a compuestos de los alimentos como la grasas se ha visto que incrementar las cantidades a las que se enfrenta nuestro paladar sí parece producir una modificación tanto en las preferencias alimentarias como en la capacidad para detectar estos sabores.

La ciencia lo explica en Confusión dulce: interacción entre dieta, sabor y nutrición y da la razón a lo que todos hemos experimentado. Cuando alguna circunstancia nos obliga a reducir el consumo de sal, acabamos por percibir los sabores salados con mucha más intensidad. También se produce la reacción contraria: si somos muy fanses del salero, necesitamos que toda la comida lleve grandes cantidades de sal para encontrarle la gracia.

¿Y el azúcar? Los estudios también muestran lo que muchos hemos experimentado en nuestras propias lenguas al rebajar el azúcar del café: cuanto menos azúcar consumimos, más fácilmente detectamos su sabor (y podemos identificar medio miligramo de azúcar contaminando nuestra sacrosanta taza de espresso). Más de lo mismo sucede con la grasa, aunque no lo apreciemos de forma tan evidente: cuanto más grasa haya en los alimentos que escogemos, más insensibilizado estará nuestro paladar a su presencia y necesitaremos más cantidad de grasa para percibirla.

Faltan estudios específicos válidos

Hasta aquí lo relativo a nutrientes y compuestos por separado, pero lo interesante si hablamos de ultraprocesados es saber si es extrapolable al producto completo, y sobre esto no hay mucha investigación. Un estudio recién publicado se ha centrado en investigar precisamente este aspecto, y no ha encontrado una relación directa entre el consumo de ultraprocesados y cambios en nuestros umbrales de sabor o preferencias, si bien el propio artículo reconoce entre sus limitaciones que el número de participantes es pequeño y la duración del ensayo, de tan solo dos semanas, limita los resultados.

Si tenemos en cuenta que los ultraprocesados buscan el clímax del sabor, sublimar el placer que sentimos en cada bocado amplificando todo lo posible las cantidades de azúcar, grasa y sal, pero siempre en la medida justa para evitar una sobrecarga de nuestros sentidos -es decir, para evitar la mencionada saciedad sensorial específica-, parece razonable pensar que su consumo sí llevará a una menor sensibilización hacia los sabores.

"Sin azúcar, por favor"MikeKunzMedien (pixabay)

¿Qué podemos hacer al respecto?

Empoderarnos. Recuperar las riendas de este caballo desbocado en el que se ha convertido nuestra alimentación, y supone un trabajo ingente. No voy a insistir de nuevo en la idea de que nuestras decisiones no son libres, ya hemos dado suficientemente la turra con ello en otros artículos con las falacias que nos ha colado la industria o cómo afecta nuestra renta a nuestra dieta. Me cabrea tanto como a ti y me parece profundamente injusto que los consumidores estemos totalmente desprotegidos en un entorno que nos empuja constantemente a hacer elecciones alimentarias que son contrarias a nuestra salud. No debemos resignarnos y asumir que estas son las reglas del juego: mientras luchamos por cambiarlo, conozcamos también el terreno para poder movernos un poquito mejor.

Primer paso: identifiquemos al contrincante. ¿Sabemos distinguir un ultraprocesado de un procesado, o pensamos que todos los procesados son insanos y los evitamos todos? El hecho es que prácticamente todos los ultraprocesados, por definición, tienen un perfil nutricional malo y van a tratar de alterar nuestras elecciones alimentarias, pero muchos procesados son geniales: desde las verduras congeladas a las legumbres en conserva, pasando por el aceite de oliva. En este artículo Juan Revenga te ayuda a reconocer y diferenciar unos y otros.

Siguiente paso: conozcamos la estrategia. Uno de los grandes éxitos de la fracción malvada de la industria alimentaria ha sido convencernos de que el placer está en los alimentos insanos y de que los alimentos saludables son aburridos, insípidos, de dieta, un castigo. La diversión y el deleite, en los ultraprocesados. Rompamos con esta idea porque es absolutamente falsa. Se pueden hacer platos maravillosos con verduras o legumbres, las frutas al natural y los frutos secos tostados son una explosión de sabor y las especias nos ayudan a redondear cualquier plato.

Tercera fase: recuperemos los sabores de verdad. Puede ser un proceso más o menos costoso, y es absurdo pretender pasar de alimentarte a base de fideos instantáneos, cereales de desayuno y postres lácteos a disfrutar de unos palitos de apio crudo. Pero puedes reducir el consumo con varias estrategias: conócete y analiza cuál es tu consumo y en qué momentos es más fácil que tires de este tipo de productos.

¿Los comes a diario porque es lo que hay en la máquina de vending de la oficina? Puedes planificarte y llevar un picoteo saludable. ¿Llegas reventado a casa y solo quieres calentar algo en el microondas y olvidarte del mundo? Busca recetas saludables que te lleven cinco minutos. ¿No echas de menos las galletas de chocolate generalmente, pero si las tienes puedes comerte un paquete en un momento de estrés? No las compres.

Importante: no tienes que eliminarlos completamente de tu dieta. No lo intentes todo a la vez ni luches terriblemente contra los elementos y contra ti mismo. Busca la táctica que mejor se acople a ti, haz cambios pequeños que puedas mantener en el tiempo y que te motiven, no te desanimes si das dos pasos adelante y uno atrás porque ya estás más cerca de volver a disfrutar del sabor sin dopaje.

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